POLICÍAS Y LADRONES
Me prestaba por la vida,
de rapacín, más que ninguna
otra cosa, jugar con la
mía propia. Lo peor no es que te
quedes en el sitio me
reñía mi madre Lo peor es que te
quedes baldado para
siempre. En un extremo de mi calle,
la plazuela de la Soledad,
en donde ahora hay escaleras y
mañana Dios sabe lo que
habrá, se alzaba entonces un
portón de madera, de arco
de medio punto, que separaba
a los niños de los
adultos o lo que es lo mismo: a la
ficción de la realidad.
Al portalón le guardaban las
espaldas dos bodegas que
fedían a pescado podre y
tres chimeneas en
decadencia, corroídas por la edad, el
óxido y el salitre de la
mar. El mismo salitre que, desde
la puntera de mis botas de
piel, en cuanto llegábamos
a casa, nada más entrar
por la puerta, se chivaba a mi
madre: David ha estado
debajo de la iglesia de San Pedro,
saltando por las rocas,
rocas llenas de verdín, tratando de
llegar a la peña de Santa
Ana primero que la marea. Daba,
aquél portón, a una
fábrica de pescado abandonada que
para nosotros, los que
formábamos parte de la banda
del Chino, era, más bien,
un fuerte, el Álamo, pues
desde allí repelíamos a
pedradas y a horquillazos los
ataques de los críos de
otras calles. Dentro, a una
altura considerable del
suelo, una viga de aire servía de
puente entre los tejados
de las dos bodegas. Sobre
esa viga, el hijo de la
imprenta, Marco, y yo, qué
éramos los únicos que no
teníamos vértigo, imitábamos
a los artistas de la
cuerda floja, pero sin balancín,
haciendo equilibrios con
los brazos. Así tan pronto
caminábamos por la viga a
la pata coja que de espaldas
o que de espaldas, a la
pata coja y con una venda en
los ojos, todo a la vez.
Lo peor no es que te caigas y te
mates o te veas en una
silla de ruedas para tosa la vida
volvía a reñirme mi
madre Lo peor es para los que luego
tengan que hacerse cargo
de ti y cuidarte. Saltábamos de
las resbaladizas rocas de
la Cantábrica a las almenas
de la Condesa Isabel y de
ahí, para disgusto, sobre todo,
de las tejas de caballete,
a los tejados de la casa de los
Tamargo y de el Mesón del
Chino. El chino, que se
llamaba Wei Hsiao Niu, era
un un verdadero maestro en
el arte de la confección
de farolillos y adornos de
papel. Una tarde, mientras
las tejas se escachaban a
nuestro trote y los gatos
huían en desbandada, Wei Hsiao
se asomó a su buhardilla:
Uno, do, te, cuato, cinco...
¡Mecedes, Mecedes, llama
a la policía! ¡Llama a la policía,
Mecedes!... Como si con
eso fuera a asustarnos. Pues
no. Al revés. Estábamos
acostumbrados a jugar a
policías y ladrones y los
que hacían de defensores de
la ley nunca nos cogían.
Ahora que lo pienso: nadie
quería ser policía.
Luego, con el paso marcial de los años,
todo lo contrario: nadie,
excepto yo, quería ser ladrón.
La última vez que me dio
por jugar a este juego, los
policías eran de verdad.
Las balas también.
Y me cogieron.
LO MIRES POR DONDE LO
MIRES
comunicas con tu familia
dos veces a la semana
los martes y los jueves
en un locutorio
con un cristal de por
medio:
apenas son unos minutos
en cada comunicación
unos veinte o por ahí
pero puedes estar seguro
de que nunca te vas a
comunicar
tanto
con tus padres
sobre todo con tu padre
como en el transcurso
de estas visitas:
EL DEMONIO TE COMA LAS OREJAS
estás hablando
con el retrato
de tu chorba:
tienes que levantar
mucho la voz
para que ella
pueda oírte:
el chao
acaba de abrirse las venas
con una hoja de afeitar
y está chillando
y pegando coces
en la puerta cerrada
tu novia cierra los ojos:
le gustaría también
tener manos
para taparse los oídos:
David
González. "EL DEMONIO TE COMA LAS OREJAS. (Los que viven
conmigo: 5)". 2017, Canalla Ediciones.
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