Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 31 de enero de 2018

David González (I)



POLICÍAS Y LADRONES


Me prestaba por la vida, de rapacín, más que ninguna
otra cosa, jugar con la mía propia. Lo peor no es que te
quedes en el sitio me reñía mi madre Lo peor es que te
quedes baldado para siempre. En un extremo de mi calle,
la plazuela de la Soledad, en donde ahora hay escaleras y
mañana Dios sabe lo que habrá, se alzaba entonces un
portón de madera, de arco de medio punto, que separaba
a los niños de los adultos o lo que es lo mismo: a la
ficción de la realidad. Al portalón le guardaban las
espaldas dos bodegas que fedían a pescado podre y
tres chimeneas en decadencia, corroídas por la edad, el
óxido y el salitre de la mar. El mismo salitre que, desde
la puntera de mis botas de piel, en cuanto llegábamos
a casa, nada más entrar por la puerta, se chivaba a mi
madre: David ha estado debajo de la iglesia de San Pedro,
saltando por las rocas, rocas llenas de verdín, tratando de
llegar a la peña de Santa Ana primero que la marea. Daba,
aquél portón, a una fábrica de pescado abandonada que
para nosotros, los que formábamos parte de la banda
del Chino, era, más bien, un fuerte, el Álamo, pues
desde allí repelíamos a pedradas y a horquillazos los
ataques de los críos de otras calles. Dentro, a una
altura considerable del suelo, una viga de aire servía de
puente entre los tejados de las dos bodegas. Sobre
esa viga, el hijo de la imprenta, Marco, y yo, qué
éramos los únicos que no teníamos vértigo, imitábamos
a los artistas de la cuerda floja, pero sin balancín,
haciendo equilibrios con los brazos. Así tan pronto
caminábamos por la viga a la pata coja que de espaldas
o que de espaldas, a la pata coja y con una venda en
los ojos, todo a la vez. Lo peor no es que te caigas y te
mates o te veas en una silla de ruedas para tosa la vida
volvía a reñirme mi madre Lo peor es para los que luego
tengan que hacerse cargo de ti y cuidarte. Saltábamos de
las resbaladizas rocas de la Cantábrica a las almenas
de la Condesa Isabel y de ahí, para disgusto, sobre todo,
de las tejas de caballete, a los tejados de la casa de los
Tamargo y de el Mesón del Chino. El chino, que se
llamaba Wei Hsiao Niu, era un un verdadero maestro en
el arte de la confección de farolillos y adornos de
papel. Una tarde, mientras las tejas se escachaban a
nuestro trote y los gatos huían en desbandada, Wei Hsiao
se asomó a su buhardilla: Uno, do, te, cuato, cinco...
¡Mecedes, Mecedes, llama a la policía! ¡Llama a la policía,
Mecedes!... Como si con eso fuera a asustarnos. Pues
no. Al revés. Estábamos acostumbrados a jugar a
policías y ladrones y los que hacían de defensores de
la ley nunca nos cogían. Ahora que lo pienso: nadie
quería ser policía. Luego, con el paso marcial de los años,
todo lo contrario: nadie, excepto yo, quería ser ladrón.
La última vez que me dio por jugar a este juego, los
policías eran de verdad. Las balas también.

Y me cogieron.





      LO MIRES POR DONDE LO MIRES


      comunicas con tu familia
      dos veces a la semana
      los martes y los jueves
      en un locutorio
      con un cristal de por medio:
      apenas son unos minutos
      en cada comunicación
      unos veinte o por ahí
      pero puedes estar seguro
      de que nunca te vas a comunicar
      tanto
      con tus padres
      sobre todo con tu padre
      como en el transcurso
      de estas visitas:







      EL DEMONIO TE COMA LAS OREJAS
       


      estás hablando
      con el retrato
      de tu chorba:
      tienes que levantar
      mucho la voz
      para que ella
      pueda oírte:
      el chao
      acaba de abrirse las venas
      con una hoja de afeitar
y    está chillando
y    pegando coces
      en la puerta cerrada
      tu novia cierra los ojos:
      le gustaría también
      tener manos
      para taparse los oídos:






David González. "EL DEMONIO TE COMA LAS OREJAS. (Los que viven conmigo: 5)". 2017, Canalla Ediciones.




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