MI
PADRE SE GOLPEABA LA CABEZA CON UNA PIEDRA
Mi
padre se golpeaba la cabeza con una piedra. Se paraba en el patio,
agarraba la piedra con las dos manos y la levantaba a la altura de la
frente. Luego la chocaba reiteradamente con la cabeza. Mi madre y mis
tres hermanas salían al patio gritando y llorando como locas. Luego
venía una ambulancia con dos enfermeros y se lo llevaban. Yo, que
miraba todo desde la ventana de mi dormitorio, me quedaba mirando la
piedra. La piedra, manchada de sangre, seguía ahí.
Después
mi padre desaparecía. Está de viaje, decía mi madre. Está en un
manicomio, decían mis tres hermanas. Ellas ya no gritaban y lloraban
como locas. Tejían para afuera. Yo iba al colegio y cada tanto,
desde la ventana de mi dormitorio, miraba la piedra. La piedra, sin
manchas de sangre, seguía ahí.
Del
viaje o del manicomio, mi padre siempre volvía y la piedra se teñía
de rojo y mi madre y mis tres hermanas gritaban y lloraban como locas
y venía una ambulancia con dos enfermeros y se lo llevaban, y la
piedra que yo miraba desde la ventana de mi dormitorio, con o sin
manchas de sangre, seguía ahí.
Un
día mi padre murió. La piedra tiene la culpa, dijeron mis tres
hermanas. Hay que esconderla, dijo mi madre. Yo, que miraba la piedra
desde la ventana de mi dormitorio, pensé, hay que romperla y tuve un
deseo enorme de golpear mi cabeza contra la piedra y que mi madre y
mis tres hermanas gritaran y lloraran como locas y que viniera una
ambulancia con dos enfermeros y que me llevaran a un manicomio…pero
dije no y la piedra, sin manchas de sangre, seguía ahí.
Un
día, mi madre me llamó a su dormitorio. Desde la cama me dijo: tu
abuelo se golpeaba la cabeza con esa piedra. Tu padre se golpeaba la
cabeza con esa piedra. Vos tenés que golpear tu cabeza con esa
piedra. Es tu destino, dijo, y murió. Yo, desde la ventana del
dormitorio de mi madre, miraba la piedra. La piedra, sin manchas de
sangre, seguía ahí.
Pasaron
muchos años. Mis tres hermanas se casaron. Yo también me casé. Hoy
con mi esposa, mirábamos desde la ventana del dormitorio cómo
nuestros hijos y los hijos de mis hermanas, jugaban en el patio.
Habían hecho una ronda alrededor de la piedra y cantaban.
La
piedra, sin manchas de sangre, sigue ahí.
SOLO
NO
De
niño con mi hermano mayor jugábamos a las escondidas. Un día
debajo de la cama de mis padres encontré una palabra. Se la mostré.
Dijo con desprecio: “Es solo una palabra”. A partir de ese
momento dejé de jugar a las escondidas con el. Jugaba con las
palabras. Siempre encontraba alguna. Un día encontré muchísimas en
el ropero, dentro de una caja. Ahí guardaba mi madre las fotos de mi
hermano y mías cuando éramos pequeños y no sabíamos leer ni
escribir.
Un
día le dije a mis padres que había encontrado un montón de
palabras. Mostraron mucho interés. Se las mostré. Las había pegado
a todas en una enorme hoja en blanco. Cuando vieron todas las
palabras juntas huyeron despavoridos de la casa. No los he visto más.
A mi hermano tampoco. ¿Dónde estarán escondidos?
Yo
vivo solo en la misma casa. Bueno, solo no. Están las palabras.
SU
OTRO CUERPO
A
mi abuelo le encantaba pescar. Antes de morir pidió que arrojaran sus
cenizas al mar. Con mi abuela cumplimos con su deseo. Esa tarde,
cuando las cenizas tocaron la superficie del agua, un montón de
pececitos las devoraron en un instante. Pensé: “Quizás el abuelo
reencarnó en un pez. A lo mejor estaba ahí. Si es así, acaba de
comer su otro cuerpo”.
Gustavo Borga. 2018, tres microrrelatos obtenidos a través del envío del propio autor.
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