Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Horacio Quiroga (I)





LA GALLINA DEGOLLADA




      Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
     El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
     Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
    El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
      Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
     Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
     Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
     —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
    El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
  —A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
   —¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
   —En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
    Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
   Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
    Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
   Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
   Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
    Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
     No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
    Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
    —Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
    Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
   —Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
   Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
   —De nuestros hijos, ¿me parece?
   —Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
   Esta vez Mazzini se expresó claramente:
   —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
   —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
   —¿Qué no faltaba más?
  —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
   Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
   —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
   —Como quieras; pero si quieres decir…
   —¡Berta!
   —¡Como quieras!
  Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
   Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
  Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. 
   No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
   Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. 
   De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
   Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
     —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
     —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
    Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
    —Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
    —¡Qué! ¿Qué dijiste?…
    —¡Nada!
    —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
    Mazzini se puso pálido.
    —¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
   —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
   —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
   Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
    Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
    A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
   El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
     —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
   Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
     —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
   Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
  Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
    De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
    Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
    Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
    —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
  —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
  —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
   —Me parece que te llama—le dijo a Berta.
  Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
   —¡Bertita!
  Nadie respondió.
   —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
   Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
   —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
    Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
    —¡No entres! ¡No entres!
   Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.







Horacio Quiroga. “Cuentos”. 1994, Ediciones Cátedra.





jueves, 22 de diciembre de 2016

Marcos Matacana Martín



A XMAS CAROL

"En cada charco
duermen las estrellas sordas."

Vicente Huidobro

en Navidad no hay calles más oscuras
que las iluminadas si estás solo
y todo está cerrado y ni siquiera
encuentro a quien poder pedirle fuego

recuerdo aquellas cenas de la infancia
mi abuelo aún no había muerto y nos reunía
a todos en su casa aunque mi padre
después de saludar tardaba poco
en salir a comprar hielo y tabaco

la última Nochebuena que pasamos
juntos yo ya tendría diecisiete
y acompañé a mi padre en su escapada
y me ofreció un cigarro y en las calles
vacías descubrí que algunos hombres
no saben celebrar la Navidad
y entonces lo abracé y sentí pena

en cambio años después estando en casa
borracho de mis suegros comprendí
que aquel mundo ordenado no era más
que un falso decorado en su derrumbe
después de la separación
tirado como un perro y sin un duro
aquella pensión que olía a mierda
el piso vacío y luego
el frío y la humedad
clavada como astillas en los huesos
la ropa siempre sucia en la maleta
sabiendo que ni las putas
trabajan en Nochebuena

me entristecía entonces estar solo
y me acordaba de mis hijos
y odiaba escuchar a los vecinos
que parecían felices y asomarme
a la ventana sin cortinas para ver
las hipnóticas luces
y cogía el móvil esperando
una llamada

ahora sin embargo creo
que es posible la felicidad
de la que me habló mi padre aquella noche
cuando volvíamos de la gasolinera
cargados de bolsas de hielo
como dos gilipollas

respirar
eso es todo
que el frío abra los pulmones
como un cuchillo
cerrar la puerta
dar dos vueltas a la llave
y seguir bebiendo

--MMM--






2016, de su muro de Facebook. 




martes, 20 de diciembre de 2016

Thomas Mann (II)



Fragmentos:



En efecto, la pasión es como el crimen, no se acomoda bien al orden y al bienestar asegurados, y toda alteración de la tranquila existencia burguesa, toda confusión y trastorno del mundo son bien recibidos, pues suscitan la vaga esperanza de poder sacar algún provecho de ellos. Así, también Aschenbach experimentó una obscura satisfacción ante el gran acontecimiento que la superioridad procuraba ocultar en los callejones de Venecia, aquel vergonzante secreto de toda una ciudad, que se fundía con su secreto personal más íntimo, que tanto le importaba conservar intacto. Lo único que al fogoso enamorado podía preocuparle era la posibilidad de que Tadzio partiera, y hubo de confesarse que, de ocurrir esto, carecería de fuerzas para seguir viviendo.

***





      Pues la belleza, Faidros, recuérdalo, sólo la belleza, es divina y a la vez tangible, y, por tanto, la única senda para lo sensible; es, pequeño Faidros, la senda del artista hacia el espíritu. Mas, ¿acaso imaginas, querido, que la sabiduría y la dignidad varonil pudieran jamás ser alcanzadas por aquel cuyo camino hacía lo espiritual le conduce a través de los sentidos? O, ¿crees más bien, quizá (y lo dejo a tu libre elección) que este camino delicioso, pero sembrado de peligros, es un falso camino de errores y pecados, que necesariamente ha de llevar a la locura? Debes saber que nosotros, los poetas, no podemos seguir el camino de la belleza sin que el dios Eros se nos imponga como compañero y como guía; y que por muy héroes que seamos, a nuestro modo peculiar, por muy aguerridos que nos creamos, somos como mujeres, pues sólo podemos elevarnos mediante la pasión, y nuestro anhelo ha de ser siempre amor: ésta es nuestra grandeza y nuestra miseria. ¿No comprendes que nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos y que forzosamente hemos de desviarnos por los senderos de lo absurdo, hemos de ser livianos, meros aventureros de los sentimientos? Nuestra postura de maestros, nuestro estilo, son pura mentira y tontería, nuestra fama y renombre son pura farsa; la confianza de las masas, en extremo ridícula, y la educación del pueblo y de la juventud mediante el arte, una empresa osadísima que debería estar prohibida. En efecto, ¿cómo podría ser buen educador el que lleva en su pecho una inclinación incorregible y natural hacia el abismo? ¡Cuánto nos agradaría, naturalmente, renegar de esta inclinación y cobrar dignidad! Mas, por mucho que nos debatamos, el abismo nos atrae. Y así, renunciamos, verbigracia, al conocimiento disolvente, pues el conocimiento, oh Faidros, no ofrece la menor dignidad ni el menor rigor; sabe, comprende y perdona, sin adoptar ninguna auténtica actitud, amorfamente; nuestras simpatías van sólo dirigidas al abismo, porque somos abismo. De modo que reprobamos el conocimiento con toda decisión, y en adelante toda nuestra ambición se cifra únicamente en la belleza, esto es en una sencillez, una grandeza, y un rigor renovado de la forma, la libertad, lo accidental y secundario. Mas forma y libertad, oh Faidros, conducen a la embriaguez y al deseo pasional, y en ocasiones arrastran al hombre noble y generoso a horripilantes pecados afectivos, que su propia disciplina tan hermosa reprueba como infames; también ellas conducen al abismo, ¡al abismo! Nosotros, los poetas, te digo, nos vemos arrastrados al abismo, pues no conseguimos elevarnos, sino sólo extraviarnos por los dédalos de la pasión. Y ahora, yo me voy, pequeño Faidros; tú quédate aquí; sólo cuando me hayas perdido de vista podrás irte también...

***




Thomas Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.



domingo, 18 de diciembre de 2016

Víctor Pérez (II)




MIENTRAS MI AMA DE LLAVES
DORMÍA


Yo era el primo segundo del capo de la mafia de Benavente
Había estado dos horas con Amanda.
En el puticlub había mucho zumbado tocándose la polla. Salí
Y me endiñé tres latas de atún en el Talbot Horizon mientras
Leía a Burroughs escuchando Los Chichos
Más solo que la una.
Allí, bajo el solaco
El tres de agosto del 96
Mi virulenta sed de fama
Esperando el apocalipsis y la permanencia
Del lenguaje molecular.






MI ALFOMBRA PERSA CANTA LOS
JUEVES


La metanfetamina me ayuda a pensar
En cosas emotivas de gente que ha muerto
La metanfetamina reanima a mis hermanos y a mi padre
A mi madre la hace hablar durante horas
Hitler la tomaba
Mis tíos la tomaban
Te da unos subidones perfectos
La fumo en pipa de vidrio
Mis padres se la chutan
A veces la imagino extendiéndose sola
Por las zonas rurales del sudoeste del país
Te hace aprender muchas cosas sobre la gente
Te ayuda a apuntar muy alto
Nos ponemos en familia, en círculo, es nuestro rollo
A la caída de la tarde limpiamos el material con fe
Los domingos antes de ir a misa la esnifamos para sentirnos vivos
Y vamos a escuchar la palabra del señor
Cada uno de nosotros se convierte en un brutal
Rayo de luz en un largo viaje bíblico
Somos unos yonkis campesinos
Yo la empecé a tomar a los once años
Y me ayudaba a ser de los que levantan la mano en clase
Como los efectos apenas duran una hora
La alternamos con canutos
Cuando la tomas eres tu propio guardián espiritual y sigiloso
Existe cierta competencia sana entre nosotros por ver quién se mete más
Desde el 2005 nos la pasa un camionero danés con
mucha clase llamado Guirs
Siempre nos deja material para un mes
Es mucho mejor que la que tomábamos antes
Que era la de los gitanos
A cambio, aparte de la pasta, le encontramos al amor de su vida
Mi hermana Tere y sus grandes tetas
Es la típica camarera borracha
Desde entonces va con él en el trailer por toda Europa
Guirs es perfecto y quisquilloso, nos ha marcado de por vida
La metanfetamina es algo clásico y tiene significado
Te deja las encías en 3D
Te ayuda a clavar las expresiones sobre cada momento
Me gustaría poner mi nombre a una cosa así.








LE HE ROTO EL PÓMULO A
KEROUAC EN UNA BATALLA POR EL
RELATO


Me tomo muy despacio los medicamentos de toda la familia
Y llamo a tu puerta
Y ahí estás
En tu piso sesentero que
Huele a gasolina con la
Play
Que tiene manchas de
Sangre en los mandos
Y dentro del juego merodeas
Por las calles de Mogadiscio
Quemada hasta los cimientos
Arrancando cabezas hasta
Que sale el sol
Entonces oleadas de frío en
El cerebro
Te dicen que no morirás
Nunca
Y que después de la poesía
Vienen el salto
A las artes marciales mixtas
Los zombis
Y el porno épico.






Víctor Pérez. “PRECIOSO RASTRO DE DESTRUCCIÓN”. 2016, Versátiles Editorial.



sábado, 17 de diciembre de 2016

Víctor Pérez (I)




FRESNO DE LA CARBALLEDA


Siempre empezábamos a beber a mediodía
Porque ya teníamos los huevos bastante negros
Como hacía calor nos liábamos a hostias entre nosotros
Con los luchacos para que volaran los putos días
Cuando volvíamos a casa
Matábamos un par de cerdos a cabezazos.







COMIDA DEL FUTURO


La orgullosa costumbre de escribir poemas
Hasta que reviente todo
Es el camino del amor verdadero
Cuando sólo te queda la intemperie del ano
Y el tao sombrío que la traiciona

Has tensado el destino y la distancia entre ejes te ha llevado al límite
Y la verdad y la frescura son unas auténticas leyendas en el negocio
Te inspira mucho embellecer el cinismo
Ahora que eres la aventura de los muertos
Dentro de la boca de las actrices mamadas

Cada poema es un cáncer para seducir a tu doble
Un ataque solitario que se transmite y controla el mundo
Con frecuencia acabas haciendo el poema de siempre
Para luego arrepentirte por no haber arriesgado más

Eres un loco y un necio pero te gusta la palabrería y el carisma
Detesta los lugares como preludios de la imaginación del pueblo
Asume riesgos, promete, tergiversa; a los que te hablan
De caza.








EL ODIO EN EL CINE
INDEPENDIENTE

Ojalá al final del paraíso haya un ring
Donde la venganza no te paralice
Sino que termine por ti las frases
Y tu gran coartada sea la misma
Que tu vergüenza.

Vence a la vida y vence a la muerte
Al poeta y a su madre, sujeta la piedra
Hasta que desaparezca y seas tú
La piedra que apunta hacia lo increíble.







Víctor Pérez. “PRECIOSO RASTRO DE DESTRUCCIÓN”. 2016, Versátiles Editorial.



jueves, 15 de diciembre de 2016

Thomas Mann (I)



Fragmentos:


Puesto que se proponía llevar muy lejos las tareas que imponía el talento a sus hombros delicados, precisaba actuar con suma disciplina. Para gran suerte suya, la disciplina era precisamente su herencia paterna. A los cuarenta, incluso a los cincuenta años (lo mismo que a una edad temprana, cuando otros despilfarran y se entregan a sueños románticos, aplazando la realización de sus grandes proyectos), solía empezar la jornada con duchas de agua fría sobre el pecho y la espalda. Luego sacrificaba las energías almacenadas en el sueño al arte, durante dos o tres horas matinales de labor apasionada y concienzuda, a la luz de un par de altas velas de cera en candelabros de plata, a la cabecera de su manuscrito.
Era muy perdonable e incluso podía considerarse como el triunfo de su moralidad que los pocos iniciados creyeran que el mundo de los Mayas o aquellas grandes moles épicas en las que se desarrollaba la heroica vida del gran Federico habían salido de una gran fuerza bajo presión y de un solo aliento prolongado; en realidad, se habían ido acumulando poco a poco, a base de los frutos de una breve labor cotidiana. Su grandeza era compendio y suma de centenares de breves inspiraciones singulares, cuya excelencia sólo se apreciaba en los detalles, porque su autor supo resistir durante años y años a la alta tensión de una y la misma obra, con la fuerza de voluntad y el tesón de quien antaño había conquistado su provincia natal. Sólo dedicaba a la producción propiamente dicha sus horas más intensas y dignas.

***



Así pues, el alma del viajero seguía intranquila a consecuencia de los fenómenos observados durante su trayecto: el horrible galán viejo con su chapurreo del amorcito, el gondolero boicoteado que perdió el premio de su trabajo. Sin ofrecer la menor dificultad a la razón, sin brindar en verdad tela cortada para reflexiones, de un carácter profundísimamente extraños, no obstante resultaron a juicio de Aschenbach, inquietantes, sin duda a raíz misma de aquella contradicción. Entretanto, saludó al mar con los ojos y sentía alegría de saber a Venecia a una distancia tan corta y asequible. Por fin, abandonó la ventana, se lavó la cara, y procedió a disponer los muebles de manera distinta de la de la cámara, para completar su confort y bajó a la planta baja en el ascensor servido por un suizo de uniforme verde.
Tomó su té en la terraza al lado del mar, bajó luego al malecón y dio una buena vuelta en dirección al Hotel Excelsior. Al regresar, le pareció ya hora de cambiarse para la cena. Lo hizo lentamente y con suma meticulosidad, a su manera, puesto que estaba acostumbrado a trabajar durante el aseo, y a pesar de ello se encontró en el vestíbulo algo temprano. Gran parte de los huéspedes del hotel estaban allí reunidos, en pintoresca mezcolanza y fingiendo los unos indiferencia hacia los otros, pero todos concordes en esperar la cena. Aschenbach cogió un periódico de una mesa, tomó asiento en uno de los sillones de cuero y se puso a contemplar la concurrencia que se diferenciaba de una manera muy agradable para él de aquella que había conocido allí durante su primera estancia.

***






Amaba el mar por motivos muy profundos: por el anhelo del reposo del escritor que trabaja duramente, el cual ansía cobijarse ante las exigencias de los fenómenos polifacéticos en el seno de lo sencillo e inmenso; a raíz de una prohibida propensión, diametralmente opuesta a su tarea y por esta misma razón seductora, a lo inarticulado, a lo desmedido, a lo eterno: a la nada. Descansar en el seno de lo perfecto, es el anhelo de quien labora con vistas a lograr siempre algo excelente; y, si bien se pensaba, la nada ¿no sería una forma de la perfección?


***


Thomas Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.





domingo, 11 de diciembre de 2016

John Fante (II)




HOGAR, DULCE HOGAR



Fragmento:


      Estoy cansado porque pronto llegaré a casa. Habrá ua gran bienvenida en mi honor. Habrá espaguetis, vino y salami. Mi madre preparará una mesa gigantesca, llena de todos lo manjares de mi niñez. Todo será por mí. El amor de mi madre llenará la mesa, y mis hermanos y mi hermana estarán contentos de verme entre ellos de nuevo, porque para ellos soy el hermano mayor que nunca se equivoca, y les dará algo de envidia la bienvenida que se me dedica, y cómo se reirán con lo que yo diga, y cómo sonreirán cuando me vean llevarme a la boca el tenedor cargado de escurridizos espaguetis, y pedir más queso a gritos, y gruñir de placer. Porque son mi familia, y yo habré vuelto a ellos y al amor de mi madre.
      Le pasaré el vaso a mi padre y diré:
      ―Más vino de ése, papá. Y él sonreirá y escanciará en mi vaso el líquido granate dulce sabor, y añadiré: ¡Venga! Y lo beberé lenta y profundamente, sintiendo que me calienta el estómago, me alegra el corazón, me canta una canción al oido.
      Y mi madre dirá:
      ―No tan aprisa, hijo mío. Y yo miraré a mi madre y veré los mismos ojos a los que he hecho llorar tantísimas veces, y sentiré en los huesos esa fuerte sensación de remordimiento, pero sólo durará un segundo, y le diré a mi madre:
      ―Ah, mamá, no te preocupes por este chico, estará bien. Y mi madre sonreirá con esa felicidad que sólo ella conoce, y mi padre también sonreirá ligeramente, porque estará mirando a alguien de su misma sangre, y yo sentiré un nudo en la garganta y en el pecho, y evitaré los ojos de mi padre, porque no serán capaces de ocultar su felicidad.

***




EL DIOS DE MI PADRE



Fragmento:


      Masticando un puro, él entornaba los ojos para que no le molestasen las volutas de humo y colaba los botones en los ojales con dedos torpes. Era la única contribución que hacía a aquellas ajetreadas mañanas.
      ―¿Por qué no vienes a misa con nosotros? preguntaba ella a menudo.
      ―¿Para qué?
      ―Para adorar a Dios. Para dar ejemplo a tus hijos.
      ―Dios ve familia en la iglesia. Es suficiente. Él sabe que yo los he mandado.
      ―¿No sería mejor que Dios te viera también a ti?
      ―Dios está en todas partes, así que ¿por qué tengo que ir a verlo a una iglesia? Él también está aquí, en esta casa, en esta habitación. Está en mi mano. Mira. Abría y cerraba la mano. Está justo aquí. En mis ojos, mi boca, mis orejas, mi sangre. Entonces, ¿qué sentido tiene recorrer ocho manzanas a través de la nieve, cuando lo único que tengo que hacer es sentarme aquí, con Dios, en mi propia casa?
      Los niños nos quedábamos escuchando embelesados aquella grandiosa y estimulante exposición teológica, con el cuello de la camisa que nos picaba, mientras la silenciosa nieve caía y nosotros desviábamos los ojos hacia la ventana y tiritábamos ante la sola idea de tener que cruzar los montones de nieve, camino de la fría iglesia.
      ―Papá tiene razón decía yo. Dios está en todas partes. Lo dice el catecismo.
      Mirábamos suplicantes a mi madre mientras ella se ponía su abrigo de lana con el cuello de piel de conejo, y mi hermana decía, con un sollozo en la voz:
      ―¿No podríamos arrodillarnos aquí y rezar un rato? A Dios no le importará.
      ―¡Mira lo que has hecho! exclamaba mi madre, mirando furiosa a mi padre.
     ―El único que reza en casa soy yo dijo. Los demás, andando.
     ―¡No es justo! gritaba yo. ¿Quién eres tú?
     ―Yo te diré quién soy replicaba con aire amenazador. Soy el dueño de esta casa. Voy y vengo a mi antojo. Puedo echaros cuando me dé la gana. ¡Y, ahora, arreando! Se levantó hecho una furia y señaló la puerta, y nosotros salimos en hilera, como humildes siervos, con la cabeza gacha, caminando con dificultad por una nieve de medio metro de espesor. ¡Joder, qué frío hacía! Y era muy injusto. Apreté los puños y anhelé el día en que me convirtierá en un hombre para machacarle los sesos a mi padre.

***







EN PRIMAVERA



Fragmento:


      Estábamos atacando el postre cuando silbó Burton. Mi viejo me dirigió una de sus miradas.
      ―Ahí está el inútil de tu amigo dijo.
      ―¿Inútil? Dejé de comer. Para el carro. No sabes lo que dices. Resulta que Ralph Burton es el mejor primer base que ha habido jamás en esta ciudad.
      ―Disculpa, chico, pero sigo diciendo que es un inútil.
      ―Eso es porque no te enteras de lo que pasa en el mundo.
Burton silbó de nuevo. Me levanté de la mesa y me apresuré a salir. El viejo se quedó allí sentado, mirando el pastel de manzana. Tenía casi cuarenta y tres años, un vejestorio como quien dice, y vivía desconectado de las cosas importantes.
      Eran casi las siete de la tarde, pero aún no había oscurecido. Burton estaba escondido detrás del olmo, en el patio delantero.
      ―¿Quieres que ensayemos unos lanzamientos?
      ―No dijo. Vamos a hablar.
      Recorrimos dos manzanas, hasta el arroyo que atraviesa Boulder. Burton sacó una cajetilla nueva de cigarrillos y nos sentamos en la orilla. Burton era muy afortunado: su viejo compraba el tabaco por cartones. El mío fumaba puros.
     ―Detesto esta ciudad con toda mi alma dijo Burton.
     ―Es para pueblerinos dije. No tiene categoría ni para el béisbol de tercera.
     Burton levantó los ojos al cielo.
     ―¿Por qué habré tenido que nacer aquí? ―preguntó. ¿Por qué no pude nacer en alguna ciudad que entre en una liga mayor? Aunque hubiera sido Kansas City o alguna otra ciudad de la American Association. Aunque hubiera sido en alguna otra ciudad de la American Association. Aunque hubiera sido en alguna ciudad de la Liga de East Texas. Aunque hubiera sido en Terre Haute, para estar en la Liga de las Tres Íes. ¿Por qué tuve que nacer en Boulder, Colorado?
      Era bueno soñar. Di una chupada y dejé que el humo me saliera de los pulmones con un suspiro.
      ―Si pudiera nacer de nuevo dije, nacería en una casa que estuviera delante del Estadio de los Yankees. Aunque fuera un viejo cobertizo con el techo lleno de goteras y sin pintar. ¿Qué es el dinero? No me importaría.
      ―El dinero no cuenta dijo Burton. Y da lo mismo el aspecto que tenga el lugar. Lo que importa es tener lo que hay que tener y colar la bola.
      Escuchamos el rumor del agua al pasar entre las piedras.
      ―Jake dijo Burton, quiero hacerte una pregunta. Una pregunta muy personal. Pero no te vayas por las ramas. Dime la verdad.
      ―Escupe, Burton, ya me conoces.
      ―Quiero saber una cosa: ¿soy en estos momentos lo bastante bueno para triunfar?
      No se puede dar una respuesta cualquiera a una pregunta así. Lo pensé durante un rato. Luego dije:
      ―Burton, en mi sincera opinión, en este momento eres lo bastante bueno para ser primera base de cualquier equipo de liga mayor del país. Te he visto en acción, muchacho. Eres como una serpiente en la base. En cuanto a batear, tienes la mirada más aguda que he visto en mi vida.
      ―Uf. Yo no diría tanto.
      ―Eres demasiado modesto, Burt. Yo afirmo que estás listo para jugar en una liga mayor. En este momento.
      ―Gracias, Jake. Agradezco que seas tan sincero.
      Había oscurecido y hacía frío. Al oeste, las montañas empezaron a desaparecer tras unas espesas nubes blancas. El aire olía a nieve primaveral. El aliento nos salía en forma de vaho blanco. Hicimos una hoguera entre dos piedras y la alimentamos con pequeñas ramas de un nido de rata almizclera. Miramos el fuego. Nos quemaba la cara y nos dejaba la espalda fría. El calor agrietó las piedras, que acabaron partiéndose. Observamos las llamas con ojos afectuosos.
      ―Burt dije, ahora me toca a mí hacerte una pregunta.
      ―Dispara.
      ―La verdad, Burt. Podré soportarla.
      ―Nunca miento, Jake.
      ―¿Soy lo bastante bueno para jugar en una liga mayor?
      ―Totalmente. Eres el más grande lanzador en ciernes que he visto nunca.
      ―No, Burt. Piénsalo con calma. No te limites a darme jabón. Piénsalo un poco.
      ―Vale.
      Guardo silencio durante cinco minutos. Luego dijo:
      ―En mi opinión, eres el mejor lanzador de pelotas erráticas de todo el país. Nunca he jugado contra Vic Raschi o Allie Reynolds, pero he jugado contra ti muchas veces, Jake. Sé de lanzamientos. Es mi trabajo, ya que soy bateador. Yo digo que eres tan bueno como cualquiera de los que están arriba y quizá mejor.
      No dejé de observale la cara mientras habló. No mentía. Lo sentía en los huesos.





John Fante. “El vino de la juventud”. 2013, Editorial Anagrama.