Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 27 de septiembre de 2016

John Fante



Fragmentos:



      La casa era grande porque nuestros proyectos también lo eran. El primero ya estaba allí, un bulto en el vientre de la futura madre, un bulto de movimiento sinuoso, deslizante y escurridizo, como un nido de serpientes. En las horas tranquilas que preceden a la medianoche, pego la oreja al lugar y oigo un rumor como de arroyo: gorgoteos, succiones, chapoteos.
      ―La verdad es que se comporta como el macho de la especie dije.
      ―No necesariamente.
      ―Ninguna niña da esos puntapiés.
      Pero mi Joyce no discutía. Llevaba aquello dentro y me trataba con distancia, con desdén e irradiando beatitud.
      Pero a mí el bulto no me gustaba.
      ―Es antiestético. Y le sugerí que se pusiese algo para comprimirlo.
      ―¿Y mirarlo?
      ―Hacen prendas especiales. Las he visto.
      Me miró con frialdad, a mí, al ignorante, al idiota con quien se había cruzado por la noche, ya no persona, maligno, absurdo.
      La casa tenía cuatro dormitorios. Era una casa bonita. Tenía una valla de madera alrededor. El tejado era a dos aguas y muy empinado. Entre la puerta de la calle y la puerta de la casa corría un pasillo de rosales. Un amplio arca de terracota cubría la entrada principal. En la puerta había una sólida aldaba de bronce. El número de la vivienda era el 37, mi número de la suerte. A menudo cruzaba la calle y me la quedaba mirando boquiabierta.
      ¡Mi casa! Cuatro dormitorios. Espacio. Dos ya estábamos instalados y otro venía en camino. Al final serían siete. Era mi sueño. Un hombre de treinta años aún estaba en condiciones de tener siete hijos. Joyce tenía veinticuatro. Un niño cada dos años. Llega uno, faltan seis. ¡Qué bello era el mundo! ¡Qué vasto el firmamento! ¡Qué rico el soñador! Naturalmente, tendríamos que añadir un par de habitaciones.

***




      Además, estaba aquella necesidad febril que sentía por ella. La había sentido desde el primer momento en que la vi. Aquella primera vez se me escapó, se fue de la casa de su tía, donde nos habíamos conocido a la hora del té, y me sentí fatal sin ella, un tarado absoluto hasta que la volví a ver. Por ella me habría ganado la vida en otras lides el periodismo, la albañilería, donde fuera. Todas las características de mi prosa se debían a ella. Porque yo no hacía más que bregar con el oficio, lo odiaba, me desesperaba, estrujaba cuartillas y las arrojaba al otro extremo de la habitación. Pero ella era capaz de dar utilidad al material desechado, encontraba elementos que había allí y la verdad es que yo nunca sabía cuándo hacía las cosas bien y cuándo no, creía que cuanto había escrito en mi vida estaba dentro de lo normal, ya que no tenía forma de estar seguro. Pero ella sabía revisar las cuartillas, dar con lo bueno y salvarlo, y pedir más, así que acabé acostumbrándome: yo escribía lo mejor que sabía, le entregaba las páginas y ella pulía, cortaba y pegaba, y cuando estaba todo terminado, con un planteamiento, un nudo y un desenlace, yo me quedaba más asombrado que si lo hubiera visto impreso, porque de entrada yo no habría podido hacerlo solo.
      Así tres años, cuatro, cinco, y empecé a tener los rudimentos del oficio, pero eran los rudimentos de ella, porque la opinión de cualquier otro lector me importaba poco, escribía sólo para ella, y si ella no hubiera estado allí, puede que yo no hubiera escrito ni una sola línea.

***




      Un rasgo propio de mi madre era que nada de cuando yo hiciera la alteraba. Si hubiera ido a la cocina para decirle que acababa de rebanarle el pescuezo a mi padre, habría respondido: <<Lástima..., ¿dónde está?>>
      La vi sentada a la mesa, pelando guisantes. Era muy fácil hablar con ella; se esforzaba por comprender incluso lo que no entendía. Me senté con ella y le expuse todo el asunto de la casa de Los Ángeles. No oí reproches; no emitió ni un suspiro, no chascó la lengua, no me sermoneó con lo que debería haber hecho. Peló guisantes y escuchó en silencio mientras le contaba por qué estaba en San Juan y que, dadas las circunstancias, tenía miedo de decirle a mi padre que ya era propietario de una casa.
      ―Yo se lo diré. No te preocupes por eso.
      Pero yo no quería estar cerca cuando se lo dijera.
      ―Me voy a dar un paseo por el pueblo.
      ―No te preocupes.
      Me levanté para irme. Me detuvo. Algo la inquietaba.
      ―Tú y Joyce, ¿dormís a la americana? Quería decir en camas separadas.
      ―Ahora que está embarazada, dormimos a la americana.
      ―Qué vergüenza. El niño no te conocerá.
      ―Nos haremos amigos cuando nazca.
      ―Dormid a la italiana. No comprendéis a los niños. Están muy solos en la matriz. Ahí no tienen a nadie. Necesitan a su padre.

***






      Recogimos el equipaje, lo metimos en la casa y lo dejamos en el vestíbulo, delante de la escalera. A la izquierda del vestíbulo, y un peldaño más abajo, se encontraba la sala de estar, con grandes puertas vidrieras y paredes verdes y frescas, una habitación grande y agradable, con moqueta beis y maderas de roble albar, cuidadosamente seleccionadas. Estando allí volví a pensar que era una buena casa, a pesar del agujero de la cocina; sí, una casa estupenda, una casa feliz, y me sentía orgulloso de ser el propietario, y pasé el brazo por los hombros de Joyce.
      ―Aquí la tienes, papá. Mi casa.
      Miró en todas direcciones mientras cortaba un puro con los dientes, se frotaba un fósforo contra el muslo y lo encendía.
      ―El suelo no está a nivel.
      ―Suelo de roble, papá. Suelo muy bueno.
      ―No está a nivel.
      Nos quedamos mirando el suelo. A mí me parecía impecable.
      ―Petate añadió.
      El petate de las herramientas estaba con el resto del equipaje.
      ―Petate repitió.
      ―Está ahí mismo.
      ―Petate insistió.
      Tarde unos segundos en comprender qué quería: quería que fuera yo a buscar el petate. Y mientras asimilaba esto comprendí también que el viejo se había hecho el amo, que nuestra relación había cambiado espontáneamente, que él era el jefe. Recordaba que cuando vivíamos bajo el mismo techo, mis hermanos y yo íbamos con él a las obras, de ayudantes. Era lo peor de trabajar para él y a ninguno de los hermanos nos gustaba. En aquella época decía: <<Lápiz>>, y aquello significaba <<dame el lápiz>>. O decía: <<Cinco o diez, de un metro de larga>>. Trabajar con él comportaba aquel misterio, que nunca explicaba para qué quería lo que pedía. Nunca explicaba nada y salíamos del trabajo contrariados y enfurecidos, porque nos trataba como si fuéramos esclavos. Y allí estaba otra vez, después de dieciséis años; el buen señor se plantaba en mi casa y decía: <<Petate.>>

***




      Diez minutos después vi al chico. Estaba desnudo en brazos de una enfermera con mascarilla. No podía tocarlo porque los dos se encontraban detrás de un vidrio. Parecía arrugado y feo, como un gnomo bañado en yema de huevo. Con bigote habría sido igual que su abuelo. Chilló cuando me lo enseñó la enfermera. Conté diez dedos en las manos, diez en los pies y un solo pene. La verdad es que un padre no podía pedir más. Asentí con la cabeza y la enfermera cubrió con mantas aquel cuerpecillo horriblemente pequeño y se lo llevó a algún lugar de la compleja maquinaria del gran hospital.
      En aquel momento sacaron a Joyce de la sala de partos. Sonreía con desánimo y parecía agotada.
      ―¿Lo has visto? murmuró.
      Le apreté la mano.
      ―No hables ahora, cariño. Duerme.
      ―Ha sido maravilloso dijo suspirando. Ningún dolor, nada.
      Cerró los ojos y se la llevaron por el pasillo.

***






John Fante. “Llenos de vida”. 2011, Anagrama.


lunes, 26 de septiembre de 2016

Javier Rodríguez Marcos




FELICIDAD



Tiende la ropa. Es todo
lo que hace, la cara colorada
por el frío de afuera, las manos, por el agua.
Diría que son felices, que se quieren, diría
que siempre ha sido así,
no lo sé a ciencia cierta,
tendría que aventurarlo.
Él es algo obsesivo, es verdad, se les oye
hablar se les ve poco
de lo mismo mil veces.
Todos tenemos nuestras obsesiones.

El niño estará bien con otros niños.
No se discute, a mí
también me aconsejaron
y he crecido sin traumas.
Yo también fui un muchacho
diferente. Tiene que hacerse un hombre.

Cosas de ésas, y ella
habla poco, no dice
más que hola y adiós en la escalera.
Felizmente
cansada, tiende la ropa ahora, con las manos
heladas, ropa fría
de sus dos hombres, ropa
vacía sin sus cuerpos.

Ella ha compuesto con su cobardía
una canción que canta
mientras tiende la ropa.
Felicidad se llama, y trata de eso,
de los sueños perdidos,
de las palabras que ya nunca más
han vuelto a decir nada.










Luis Antonio de Villena. “La lógica de Orfeo. (Antología)”. 2003, Visor.




domingo, 25 de septiembre de 2016

E. M. Cioran



Fragmentos:





Los pensadores expresan de ordinario su locura en sus obras y reservan su sensatez para sus relaciones con los demás; serán siempre más inmoderados y despiadados cuando combaten una teoría que cuando se dirijan a un amigo o un conocido. El diálogo a solas con la idea incita al desvarío, anula el juicio y produce la ilusión de la omnipotencia. En realidad, el enfrentamiento con una idea desequilibra, priva al espíritu de su seguridad y al orgullo de su calma. Nuestros trastornos y aberraciones proceden de la lucha que libramos contra irrealidades y abstracciones, de nuestra voluntad de triunfar sobre lo que no existe; de ahí el lado impuro, titánico, divagador de las obras filosóficas, como por otra parte de toda obra.

***



      

      Cada época tiende a pensar que es, de alguna manera, la última, que con ella se cierra un ciclo o todos los ciclos. Hoy, como ayer, concebimos más fácilmente el infierno que la edad de oro, el apocalipsis que la utopía, y la idea de una catástrofe cósmica nos es tan familiar como lo fue para los budistas, los presocráticos o los estoicos. La intensidad de nuestros terrores nos mantiene en un equilibrio inestable, propicio a la eclosión del don profético. Ello es particularmente cierto en los períodos posteriores a las grandes convulsiones. La pasión por profetizar se apodera entonces de todo el mundo y tanto los escépticos, entregándose de común acuerdo a la voluptuosidad de haberlo previsto y proclamado. Pero son sobre todo los teóricos de la Reacción quienes exultan, trágicamente sin duda, ante la realidad o la inminencia de lo peor de lo peor que constituye su razón de ser.

***





      La clase media, al afirmarse, debía necesariamente ser impermeable a la elegancia, al refinamiento, al escepticismo de calidad, a las maneras y al estilo que definían el Antiguo Régimen. Todo progreso implica un retroceso, toda ascensión una caída; pero, si se cae avanzando, la caída se limita a un sector circunscrito. La llegada de la burguesía liberó las energías que había acumulado durante su alejamiento forzoso de la vida política; desde ese punto de vista, el cambio provocado por la Revolución representa indiscutiblemente un paso adelante. Lo mismo sucedió con la aparición sobre la escena política del proletariado, destinado a su vez a sustituir a una clase estéril y anquilosada; pero, incluso en este caso, el principio de retrogradación deberá intervenir, puesto que los recién llegados no podrán salvaguardar una parte de los valores que compensan los vicios de la época liberal: horror hacia la uniformidad, sentido de la aventura y del riesgo, pasión por la libertad en materia intelectual, apetito imperialista del individuo más aún que de la colectividad.
      Una ley inexorable marca el ritmo y gobierna sociedades y civilizaciones. Cuando, por falta de vitalidad, el pasado zozobra, no sirve de nada aferrarse a él. Y sin embargo esa adhesión a formas caídas en desuso, a causas perdidas o equivocadas, lo que hace patéticos los anatemas de un Maistre o un Bonald. Todo parece admirable y todo es falso en la visión utópica; todo es execrable y todo parece verdadero en las constataciones de los reaccionarios.

***








      Desde que conozco a Beckett, me he preguntado con frecuencia (interrogación obsesiva y bastante estúpida, lo reconozco) qué relación puede manteber con sus personajes. ¿Qué tienen en común? ¿Es imaginable una disparidad más radical? ¿Debemos admitir que no sólo su existencia sino también la de su propio autor flota en esa <<luz de plomo>> de la que se habla en Malone muere? Más de una de sus páginas me parece un monólogo de después del final de algún período cósmico. Sensación de penetrar en un universo póstumo, en alguna geografía soñada por un demonio liberado de todo, hasta de su desgracia.
      Seres que ignoran si aún están vivos, víctimas de una inmensa fatiga, una fatiga que no es de este mundo (por utilizar ese lenguaje bíblico que tanto detesta Beckett), concebidos todos ellos por un hombre al que adivinamos vulnerable y que lleva por pudor la máscara de la invulnerabilidad no hace mucho tiempo tuve súbitamente la visión de los lazos que les unían a su autor, a su cómplice... Lo que en ese momento vi, lo sentí más bien, no podría traducirlo a una fórmula inteligible. Sin embargo, desde entonces, cualquier palabra de sus personajes me recuerda las inflexiones de una voz... Pero añado enseguida que una revelación puede ser tan frágil y tan falsa como una teoría.

***





      Su suicidio dejó a todo el mundo perplejo. ¿Cómo explicarlo? Lo extraordinario no necesita comentario. Se puede sin embargo emitir una hipótesis que sólo será una respuesta para quienes se han enfrentado al abismo de las noches de insomnio. De Stäel conocía ese abismo como un iniciado, como un especialista del vértigo. Lamentaré siempre haber ignorado la dimensión de sus tormentos. De haberla adivinado hubiéramos sin duda sido amigos, dada la complicidad que existe entre los insomnes, esos malditos castigados por crimen de lucidez. Velar es ser consciente más allá de lo soportable, es no poder olvidar, es experimentar la continuidad de lo intolerable. Mientras los que duermen comienzan cada mañana un nuevo día, para el insomne apenas es posible el olvido, puesto que noche y día arrostra sin interrupción el mismo infierno.








E. M. Cioran. “Ejercicios de admiración y otros textos”. 1992, Tusquets Editores.


viernes, 23 de septiembre de 2016

Max Aub



Fragmentos:



      ―Me está usted mirando porque estoy borracho a estas horas. ¿Pero usted es de los que creen que hay horas para emborracharse y otras no? Si es así permítame que le diga que es un infeliz. Todas las horas son buenas para hacer lo que le venga a uno en gana.
      Le hablaba un hombre con barba y ojos de Cristo, unos ojos melados, claros y con un extraño fulgor, seguramente producido por el alcohol. Iba vestido con harapos y tocado con un sombrero deshecho, lleno de mugre. El dueño del bar, gordo y en manga de camisa, el pelo cortado al rape, le habló desde el mostrador.
      ―Lope, no molestes.
      Agustín se extrañó de que aquel hombre no echara al vagabundo.
      ―No molesto: hablo. Dígame, señor, ¿le molesto? ¿O es usted también de los que no se atreven a contestar? Bonifacio no me echa, y no me puede echar porque el dueño de este establecimiento, que Dios tenga en su Santa Gloria, dejó establecido en su testamento, bendita sea su mano, que a mí, y solamente a mí, se me diera de beber de gratis en este bar vulgo tasca, hasta que me muera, y quiera Dios que sea lo más tarde posible. No crea, ya ha intentado Bonifacio echarme de cien mil maneras, pero el testamento es antes que todo y todos los jueces han reconocido mi derecho. Aquí me desayuno, aquí como, aquí ceno y aquí duermo. Y no crea que por eso dejan de venir los parroquianos. Se han acostumbrao. ¿Es verdad o no, Bonifacio? Porque el infeliz decía que yo le arruinaba el negocio, que ha heredado por chiripa, dicho sea con perdón. Antes yo era enemigo personal de las herencias, pero desde que Roberto Salcedo se portó como se portó, las herencias me parecen bien. ¿Usted quiere saber por qué dejó escrito esto de su puño y letra Roberto en su testamento? Pues lo siento mucho, caballero, pero no lo sabrá. Es una cuestión de honor y el honor es lo primero, porque sin honor no habría borrachos y sin borrachos no habría honor. ¿Con quién tengo el honor de cruzar la palabra? No se vaya, caballero, que luego Bonifacio me acusa de ahuyentar a la clientela y mi deseo es todo lo contrario. Mire usted, caballero, el estar borracho es el estado perfecto del hombre y únicamente así es como se explica la creación. La del mundo y la de la Quinta Sinfonía. Porque usted tiene cara de intelectual y debe de haber oído la Quinta Sinfonía. Eso le demostrará a usted de que yo soy de buena familia. Beba usted, caballero, y no sólo café. ¡Bonifacio, una copa de Fundador para el caballero! No es que yo invite, pero una copa de coñac no le hace nunca daño a nadie. ¿No me oyes, triste vendedor de embriagantes? Una copa de coñac para el caballero.
      ―¿La quiere usted?
      ―Tráigala.
      ―¡He aquí la fuerza del convencimiento!

***








      Agustín no la oía: miraba las numerosas fotografías de recién casados y nacidos, de primeras comuniones que llenaban la pared que tenía enfrente; estaba sentado al hilo de los pies de la cama.
      ―¿Los italianos pagarán en liras o en pesetas de las buenas? Usted no lo sabe. Bueno, ¿y qué quiere?
      ―Mujer...,yo...
      ―¿No me digas?, no me vayas a salir con que quieres una mujer...
      ―¿Por qué no?
      ―Ni éste es día, ni éstas son horas.
      ―¿No se acuerda de mí?
      ―Vagamente, y perdona.
      ―Estuve aquí con don Francisco... una noche en que estuvimos jugando al julepe hasta el amanecer.
      ―¡Hijo!, eso me ha pasado tantas veces...
      ―Estuve con una tal Tosca...
      ―¡Échale un galgo! Esa se fue a Águilas hace por lo menos dos años. Era una buena chica. Oye, ¿no será que tú te quieres esconder aquí?
      ―No, mujer, no. Yo no tengo nada que temer de nadie. No; me quiero ir a Ibi, a reunirme con la familia, que está en casa de don Francisco, y como todo está cerrado y no vale la pena meterse en un hotel, pues vine a tu casa a pasar el rato.
      ―Pues no tengo mujeres. Hasta hace tres días tenía dos, pero se asustaron y se fueron para su casa. Eran de aquí cerca. Como corrió la voz de que iban a arrasar el puerto... Yo también me fui a Elche, y no volví hasta anoche.







Max Aub. “Las buenas intenciones”. 1996, Alianza Editorial.





miércoles, 21 de septiembre de 2016

Charles Bukowski







*


Pasa un gato y se sacude a Shakespeare
del lomo.



No quiero pintar
como Mondrian,
quiero pintar como un gorrión en las fauces del gato.






*

Llego a casa, subo por el callejón de entrada, aparco, salgo del coche como cualquier otro matador acabado. Pero al abrir la puerta mi gato favorito, Gafe, me sube a los brazos de un salto y, de repente, vuelvo a estar enamorado.











otra víctima


atropellaron al gato
y ahora un tornillo de plata sujeta el fémur
roto
y una venda
de color rojo vivo
le cubre la pata derecha.

lo traje de vuelta a casa
y dejé de vigilarlo
unos
instantes

corrió por el suelo
arrastrando la pata
vendada
para perseguir a la
gata

lo peor que podía
habérsele ocurrido
al muy idiota

ahora está
en el
banquillo
sufriendo
por la espera

es como todos
nosotros

mira fijamente
con esos enormes ojos
amarillos

lo único que quiere
es
disfrutar
de la vida.









¿tragedia?


el gato se meó en el
ordenador
y lo dejó fuera
de combate.

he regresado a la
máquina de escribir
de toda la vida.

es más
resistente.
puede con las meadas de gato, la cerveza
y el vino derramados,
la ceniza de cigarrillos
y puros,
lo que le
echen.

me recuerda
a mí.

bienvenida de nuevo,
vieja amiga,
de parte
de un viejo amigo.










mis gatos


lo sé. lo sé
son limitados, sus necesidades
y problemas son
distintos.

pero los observo y aprendo de ellos.
me gusta lo poco que saben,
que es
mucho.

se quejan pero nunca
se preocupan.
caminan con una dignidad sorprendente.
duermen con una sencillez de lo más natural que
los humanos no
comprendemos.

sus ojos son más
hermosos que los nuestros.
y duermen hasta 20 horas
al día
sin vacilación ni
remordimiento.

cuando estoy
abatido
me basta
mirar a mis gatos
para
recuperar
el ánimo.

estudio a estas
criaturas.

son mis
maestros.






Charles Bukowski. “Gatos”. 2016, Visor.


martes, 20 de septiembre de 2016

Quim Monzó




LA DETERMINACIÓN



      Por la tarde, la mujer fatal y el hombre irresistible se encuentran en un café de paredes ocre; saben que esta vez será la última. Desde hace semanas, a uno y otra se les viene haciendo evidente la fragilidad del hilo que los ha unido desde hace más de tres años y que los hacía llamarse a todas horas, vivir el uno para el otro; una agitación tal que ni las tardes de domingo eran aburridas. Ahora el hilo está a punto de romperse. Ha llegado el momento de poner en duda el amor que se tienen y, en consecuencia, acabar.
      Antes se veían casi todos los días, y cuando no se veían se llamaban por teléfono aunque fuera en mitad de un congreso en Nueva Escocia. En las últimas semanas apenas se han visto tres veces, y los encuentros no han sido alegres. Sin habérselo dicho, los dos saben que el encuentro de hoy es para despedirse irremisiblemente. Han llegado a tal grado de compenetración que a ninguno de los dos le hace falta explicitar que se aburre; los dos se percatan simultáneamente. Se cogen de la mano y recuerdan (cada cual para sí, en silencio) la perfección fornicatoria a que han llegado últimamente: ellos mismos se maravillan. No es extraño que al lado de semejantes acrobacias el resto de sus vidas les parezca insípido. Toman el café, se dicen adiós y se va cada uno por su lado. Ella se ha citado a cenar con un hombre; él se ha citado a cenar con una mujer.
      Después de los postres, la mujer fatal tarda una hora y media en irse a la cama con el hombre con el que se ha citado. El hombre irresistible tarda tres en irse a la cama con su acompañante. Ambos se descubren haciéndolo con tanta torpeza que se emocionan. ¡Qué pasividad! ¡Qué impericia! ¡Cuánta ansiedad! ¡Cuánta impaciencia! Les queda por recorrer un camino muy largo antes de llegar con los nuevos amantes a la perfección a la cual han dicho adiós esta tarde, con un café.












LA DIVINA PROVIDENCIA



      El erudito que, de manera paciente y ordenada, ha dedicado cincuenta de sus sesenta y ocho años de vida a escribir la Gran Obra (de la que hasta el momento tiene a punto setenta y dos volúmenes) se da cuenta, una mañana, de que la tinta de las letras de las primeras páginas del primer volumen está empezando a desaparecer. El negro pierde intensidad y se vuelve grisáceo. Como ha adquirido la costumbre de repasar a menudo todos los volúmenes escritos hasta el momento, cuando se percata de la desgracia sólo se han estropeado las dos primeras páginas, las primeras que escribió hace cincuenta años. Y además, en la segunda página las letras de las líneas inferiores todavía son un poco legibles. Se apresura a rehacer una por una las letras borradas. Con tinta china y paciencia sigue el trazo hasta rehacer palabras, líneas y párrafos. Pero cuando termina advierte que ahora también han desaparecido las palabras de las últimas líneas de la página 2 y toda la página 3 (que cuando inició la reparación estaban unas en buen estado y otras en estado relativamente bueno). Esto le confirma que la enfermedad es progresiva.
      Hace cincuenta años, cuando decidió consagrar su vida a escribir la Gran Obra, el erudito ya era consciente de que debería prescindir de toda actividad que le robase aunque sólo fuera un poco de tiempo, de que debía vivir célibe y sin televisor. La Gran Obra sería realmente tan Grande que no podría perder ni un minuto en nada de los que pudiera privarse. Y de hecho se podía privar de todo menos de la Gran Obra. Por eso mismo decidió no perder ni un minuto buscando editor. El futuro se lo encontraría. Tan seguro estaba de la validez de lo que se había propuesto, que sabía que, indefectiblemente, cuando alguien descubriese los volúmenes mecanografiados de la Gran Obra, uno al lado del otro en los estantes del pasillo de su casa, el primer editor que tuviera noticia (fuera quien fuese) enseguida comprendería la importancia de lo que tenía ante sí. Pero si ahora se le borran las letras, ¿qué va a quedar de la Gran Obra?
      La degradación no para. En cuanto ha rehecho las tres primeras páginas, descubre que también desaparecen las letras de las páginas 4, 5 y 6. Cuando ha rehecho las de las páginas 4, 5 y 6, se encuentra con que se han borrado completamente las de las 7, 8, 9 y 10. Rehechas la 7, 8, 9 y 10, ve que se le han borrado desde la 11 hasta la 27.
      No puede perder tiempo intentando averiguar por qué se le borran las letras. Se apresura a rehacer el primer volumen (los primeros volúmenes: pronto observa que la degradación afecta asimismo a los volúmenes segundo y tercero) y advierte que el tiempo que dedica a esto le impide continuar con la redacción de los últimos volúmenes. Y sin el colofón que debe de dar sentido magnífico a los volúmenes ya escritos, los cincuenta años de dedicación no habrán servido de nada. Los volúmenes iniciales no son sino el andamiaje, necesario para situar las cosas en su lugar pero no esencial, sobre el cual ahora debe construir las propuestas auténticamente innovadoras: las de los últimos volúmenes. Sin éstas, la Gran Obra no será nunca una Gran Obra. De ahí la duda: ¿no es preferible quizá dejar que los primeros volúmenes se vayan borrando, no perder tiempo en rehacerlos? ¿No es mejor aplicarse a luchar contra el tiempo y acabar de una vez los últimos volúmenes (¿cuántos faltan exactamente: seis, siete?) para culminar así la Gran Obra, aun a riesgo de que algunos de los primeros volúmenes se borren para siempre? De los setenta y dos que ha escrito hasta ahora, bien puede aceptar la pérdida de los siete u ocho primeros, que, aunque le permitieron tomar impulso, no aportan nada esencialmente nuevo. Sin embargo, he aquí otra duda: cuando haya puesto el punto final, ¿se habrán borrado solamente los siete u ocho primeros volúmenes? Decidido a no perder ni un minuto, se sumerge en el trabajo. Muy pronto se detiene. ¿Cómo no se ha dado cuenta hasta ahora de que, si él muere y ese alguien debe descubrir la Gran Obra y presentársela a un editor tarda demasiado en descubrirla, los volúmenes estropeados no serán sólo siete u ocho sino todos? ¿Qué hacer, entonces: interrumpirse y empezar a buscar editor ahora mismo para evitar ese peligro, por mucho que sin los volúmenes finales resulte imposible demostrarle que lo que se trate entre manos es de auténtica importancia? Pero, si dedica esfuerzo y tiempo a buscar editor, no podrá dedicar el tiempo necesario a rehacer los volúmenes a medida que se vayan estropeando ni podrá dedicarse a escribir los volúmenes finales. ¿Qué debe hacer? Se angustia. ¿Es posible que toda una vida de trabajo haya sido en vano? Lo es. ¿De qué han servido tantos esfuerzos, la dedicación exclusiva, el celibato, los sacrificios? Le parece una burla gigantesca. Siente nacer el odio dentro de él: odio a sí mismo por haber malgastado la vida. Y no poder recuperar el tiempo perdido no le da tanto pánico como la certeza de que a estas alturas no estará a tiempo de saber cómo aprovechar el que le queda.







Quim Monzó. “El porqué de las cosas”. Editorial Anagrama (décima edición, septiembre 2001).




lunes, 19 de septiembre de 2016

Edgar Lee Masters




CHANDLER NICHOLAS



    CADA día me baño, me afeito cada día,
cada día me visto.
Pero no hay nadie en mi vida
que goce contemplando mi dengosa presencia.
Cada día paseo, respirando muy hondo,
que es cosa saludable.
¿Pero de qué me sirve mi energía?
Cada día adelanto cultivando mi espíritu
en la lectura y la meditación.

    Pero no tengo nadie con quien poder hablar.
En Spoon River no hay ágora
ni ningún lugar donde liquidar las ideas.
Busco y no soy buscado.
Maduro, afable y útil, no sirvo para nada.
Encadenado aquí, en mi Spoon River,
donde no hay ningún buitre que me devore el hígado,
¡me devoro yo mismo!











MI LUZ CON LA TUYA




    CUANDO el mar haya devorado
todas las naves,
y las torres y las espiras
se extiendan sobre las colinas,
y las ciudades
vuelvan de nuevo a ser llanuras,
y la dureza del acero,
y la hermosura del bronce
cubran silenciosos continentes,
como la arena del desierto,
mi polvo con el tuyo
se mezclará para siempre.

    Cuando locura y visión hayan muerto,
y el fuego no exista
porque ya no existirán los hombres;
cuando el mundo muerto, girando lentamente,
caiga en el vacío,
mi luz con la tuya se mezclará,
en la Luz de las Luces,
para siempre.






Agustí Bartra. “Antología de la poesía norteamericana”. 1974, Plaza & Janes.




sábado, 17 de septiembre de 2016

Percy B. Shelley



A... (<<DEMASIADO A MENUDO
UNA PALABRA...>>)


Demasiado a menudo una palabra
es profanada para que la profane yo,
un sentimiento es demasiado
menospreciado para que tú lo menosprecies;
una esperanza es demasiado como
una desesperanza
para que la prudencia la asfixie;
como la pena tuya es más querida
que la pena que viene de los otros.

Yo, no puedo dar eso que los hombres
llaman amor, mas ¿quieres rechazar
el culto que levanta el corazón
y el Cielo no rechaza,
el ansia del gusano por la estrella,
de la noche por la mañana,
la devoción a algo muy distante
de la esfera de nuestra pena?






ADONAIS


I


¡Oh! Por Adonais lloro. ¡Oh! ¡Está muerto!
Llorad por Adonais, aunque las lágrimas
no deshagan la escarcha que le cubre
tan querida cabeza.
Y tú, funesta hora,
elegida entre todos los momentos
para que por su pérdida suframos,
despierta a tus oscuras compañeras,
muéstrales tu dolor y di: <<Conmigo
murió Adonais y mientras el Futuro
a olvidar el Pasado no se atreva
su destino y su fama serán eco,
serán luz en la eternidad.






XIV

Todo lo que él había amado, todo
lo que su mente había modelado,
formas, tonos, olores, melodiosos sonidos
por Adonais gemían. La mañana buscó
su oriental atalaya, y su cabello suelto
estrellado de lágrimas que el suelo embellecían,
los aéreos ojos empañaba
ese día encendido;
lejano se quejaba el trueno melancólico,
el macilento Océano yacía
en agitado sueño
y los vientos indómitos soplaban
en torno, sollozando su congoja.






XXVI

¡Permanece un instante! Háblame una vez más.
Bésame tanto tiempo como un beso
pueda durar; y en mi cerebro ardiente
y aquí en mi pecho descorazonado
esas palabras, ese beso serán los únicos
que sobrevivirán
alimentados por las más tristes memorias,
ahora que estás muerto, como si fueran parte
de ti ¡mi Adonais! ¡Diera todo cuanto
soy por estar como tú ahora!
¡Pero al tiempo me encuentro encadenada
y no puedo marcharme de la vida!






XXXIV


Todos permanecían apartados
y a través de su llanto sonreían
ante el dolor parcial de él;
bien esa noble gente
sabía quién en la suerte del otro
lloraba su destino personal
cuando con el acento de un país desconocido
cantó su nueva pena. Triste Urania
escrutaba el semblante del Extraño
y murmuraba: <<¿Tú quién eres?>>
Él no contestó, pero con mano apresurada
desembozó su rostro marcado a fuego
y ensangrentado como el rostro de Caín
¡Oh, si así fuera! o el de Cristo.






XLVII


¿Quién por Adonais llora? ¡Oh, amante sin ventura!
Conócete a ti mismo y de verdad
conócelo a él. Con tu alma anhelante
abraza la oscilante tierra; y como desde un centro,
arroja la luz de tus espíritus
más allá de los mundos hasta
que su vasto poder sacie el vacío círculo:
Disminúyete luego hasta un único punto
dentro de nuestro día y nuestra noche;
y guarda tu ligero corazón
porque no se te hunda cuando alguna esperanza
encienda otra esperanza y te atraiga al abismo.






XLVIII


O marcha a Roma, el panteón,
ay, no de él sino de nuestro gozo.
Imperios, religiones, edades que allí yacen
enterrados en ruinas no son nada
pues, como quien prestar puede, no toman ellos
gloria prestada de lo que hicieron del mundo
su presa; y él está ya reunido
con los reyes del pensamiento
que emprendieron la lucha contra la decadencia
de su edad; del pasado son aquellos
que no pueden ir lejos.






LV


El soplo cuya fuerza he invocado
en este canto baja sobre mí;
la barca de mi espíritu es llevada
lejos de las riberas, lejos del tembloroso
tropel cuyas velas
jamás a la tormenta se entregaron.
¡Se quiebra la maciza tierra
y los cielos redondos!
Yo soy llevado oscuramente lejos,
temiblemente lejos,
entretanto que, encendida a través de los últimos
velos del firmamento
el alma de Adonais como una estrella
alumbra desde arriba, donde los Inmortales.







P. B. Shelley. “Adonais y otros poemas”. 1978, Editora Nacional.