LA
DETERMINACIÓN
Por
la tarde, la mujer fatal y el hombre irresistible se encuentran en un
café de paredes ocre; saben que esta vez será la última. Desde
hace semanas, a uno y otra se les viene haciendo evidente la
fragilidad del hilo que los ha unido desde hace más de tres años y
que los hacía llamarse a todas horas, vivir el uno para el otro; una
agitación tal que ni las tardes de domingo eran aburridas. Ahora el
hilo está a punto de romperse. Ha llegado el momento de poner en
duda el amor que se tienen y, en consecuencia, acabar.
Antes
se veían casi todos los días, y cuando no se veían se llamaban por
teléfono aunque fuera en mitad de un congreso en Nueva Escocia. En
las últimas semanas apenas se han visto tres veces, y los encuentros
no han sido alegres. Sin habérselo dicho, los dos saben que el
encuentro de hoy es para despedirse irremisiblemente. Han llegado a
tal grado de compenetración que a ninguno de los dos le hace falta
explicitar que se aburre; los dos se percatan simultáneamente. Se
cogen de la mano y recuerdan (cada cual para sí, en silencio) la
perfección fornicatoria a que han llegado últimamente: ellos mismos
se maravillan. No es extraño que al lado de semejantes acrobacias el
resto de sus vidas les parezca insípido. Toman el café, se dicen
adiós y se va cada uno por su lado. Ella se ha citado a cenar con un
hombre; él se ha citado a cenar con una mujer.
Después
de los postres, la mujer fatal tarda una hora y media en irse a la
cama con el hombre con el que se ha citado. El hombre irresistible
tarda tres en irse a la cama con su acompañante. Ambos se descubren
haciéndolo con tanta torpeza que se emocionan. ¡Qué pasividad!
¡Qué impericia! ¡Cuánta ansiedad! ¡Cuánta impaciencia! Les
queda por recorrer un camino muy largo antes de llegar con los nuevos
amantes a la perfección a la cual han dicho adiós esta tarde, con
un café.
LA
DIVINA PROVIDENCIA
El
erudito que, de manera paciente y ordenada, ha dedicado cincuenta de
sus sesenta y ocho años de vida a escribir la Gran Obra (de la que
hasta el momento tiene a punto setenta y dos volúmenes) se da
cuenta, una mañana, de que la tinta de las letras de las primeras
páginas del primer volumen está empezando a desaparecer. El negro
pierde intensidad y se vuelve grisáceo. Como ha adquirido la
costumbre de repasar a menudo todos los volúmenes escritos hasta el
momento, cuando se percata de la desgracia sólo se han estropeado
las dos primeras páginas, las primeras que escribió hace cincuenta
años. Y además, en la segunda página las letras de las líneas
inferiores todavía son un poco legibles. Se apresura a rehacer una
por una las letras borradas. Con tinta china y paciencia sigue el
trazo hasta rehacer palabras, líneas y párrafos. Pero cuando
termina advierte que ahora también han desaparecido las palabras de
las últimas líneas de la página 2 y toda la página 3 (que cuando
inició la reparación estaban unas en buen estado y otras en estado
relativamente bueno). Esto le confirma que la enfermedad es
progresiva.
Hace
cincuenta años, cuando decidió consagrar su vida a escribir la Gran
Obra, el erudito ya era consciente de que debería prescindir de toda
actividad que le robase aunque sólo fuera un poco de tiempo, de que
debía vivir célibe y sin televisor. La Gran Obra sería realmente
tan Grande que no podría perder ni un minuto en nada de los que
pudiera privarse. Y de hecho se podía privar de todo menos de la
Gran Obra. Por eso mismo decidió no perder ni un minuto buscando
editor. El futuro se lo encontraría. Tan seguro estaba de la validez
de lo que se había propuesto, que sabía que, indefectiblemente,
cuando alguien descubriese los volúmenes mecanografiados de la Gran
Obra, uno al lado del otro en los estantes del pasillo de su casa, el
primer editor que tuviera noticia (fuera quien fuese) enseguida
comprendería la importancia de lo que tenía ante sí. Pero si ahora
se le borran las letras, ¿qué va a quedar de la Gran Obra?
La
degradación no para. En cuanto ha rehecho las tres primeras páginas,
descubre que también desaparecen las letras de las páginas 4, 5 y
6. Cuando ha rehecho las de las páginas 4, 5 y 6, se encuentra con
que se han borrado completamente las de las 7, 8, 9 y 10. Rehechas la
7, 8, 9 y 10, ve que se le han borrado desde la 11 hasta la 27.
No
puede perder tiempo intentando averiguar por qué se le borran las
letras. Se apresura a rehacer el primer volumen (los primeros
volúmenes: pronto observa que la degradación afecta asimismo a los
volúmenes segundo y tercero) y advierte que el tiempo que dedica a
esto le impide continuar con la redacción de los últimos volúmenes.
Y sin el colofón que debe de dar sentido magnífico a los volúmenes
ya escritos, los cincuenta años de dedicación no habrán servido de
nada. Los volúmenes iniciales no son sino el andamiaje, necesario
para situar las cosas en su lugar pero no esencial, sobre el cual
ahora debe construir las propuestas auténticamente innovadoras: las
de los últimos volúmenes. Sin éstas, la Gran Obra no será nunca
una Gran Obra. De ahí la duda: ¿no es preferible quizá dejar que
los primeros volúmenes se vayan borrando, no perder tiempo en
rehacerlos? ¿No es mejor aplicarse a luchar contra el tiempo y
acabar de una vez los últimos volúmenes (¿cuántos faltan
exactamente: seis, siete?) para culminar así la Gran Obra, aun a
riesgo de que algunos de los primeros volúmenes se borren para
siempre? De los setenta y dos que ha escrito hasta ahora, bien puede
aceptar la pérdida de los siete u ocho primeros, que, aunque le
permitieron tomar impulso, no aportan nada esencialmente nuevo. Sin
embargo, he aquí otra duda: cuando haya puesto el punto final, ¿se
habrán borrado solamente los siete u ocho primeros volúmenes?
Decidido a no perder ni un minuto, se sumerge en el trabajo. Muy
pronto se detiene. ¿Cómo no se ha dado cuenta hasta ahora de que,
si él muere y ese alguien debe descubrir la Gran Obra y
presentársela a un editor tarda demasiado en descubrirla, los
volúmenes estropeados no serán sólo siete u ocho sino todos? ¿Qué
hacer, entonces: interrumpirse y empezar a buscar editor ahora mismo
para evitar ese peligro, por mucho que sin los volúmenes finales
resulte imposible demostrarle que lo que se trate entre manos es de
auténtica importancia? Pero, si dedica esfuerzo y tiempo a buscar
editor, no podrá dedicar el tiempo necesario a rehacer los volúmenes
a medida que se vayan estropeando ni podrá dedicarse a escribir los
volúmenes finales. ¿Qué debe hacer? Se angustia. ¿Es posible que
toda una vida de trabajo haya sido en vano? Lo es. ¿De qué han
servido tantos esfuerzos, la dedicación exclusiva, el celibato, los
sacrificios? Le parece una burla gigantesca. Siente nacer el odio
dentro de él: odio a sí mismo por haber malgastado la vida. Y no
poder recuperar el tiempo perdido no le da tanto pánico como la
certeza de que a estas alturas no estará a tiempo de saber cómo
aprovechar el que le queda.
Quim
Monzó. “El porqué de las cosas”. Editorial Anagrama (décima
edición, septiembre 2001).
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