Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Iván Rojo (I)





IMPALA


Me la sudan los coches
pero a veces quisiera tener un garaje
y un Impala negro reluciente en el garaje
subir la persiana por la noche
y verlo ahí bajo el sol escuálido de la bombilla
como un animal salvaje dormido
como una bestia enjaulada
acercarme y acariciarle el morro
sentir su necesidad de kilómetros
su apetito de paisajes
sentir su hambre voraz, desenfrenada
y acuclillarme a su lado y susurrarle
            Te entiendo, compañero
            Te entiendo perfectamente
            Espera un poco más
            Solo un poco más
            Tu momento llegará
            Te lo prometo
Y desearle felices sueños
Darle las buenas noches
Decirle
            Hasta mañana
Y qué sí, que por fin mañana sea el día.






CABLE


Mientras me preparo el café
el telepredicador
aparece en el canal 33
del cable
Lleva un traje de alpaca
Dice que puedo salvarme
Dice que aún puedo salvarme
Dice que el diablo me acecha
Dice que hoy también
intentará atraparme
Dice que está a mi espalda
ahora mismo
oh, sí
susurrándome mentiras
al oído
Y lleno de fe
me vuelvo
Pero no hay nadie
Tampoco esta mañana
hay nadie conmigo
Solo mi reflejo
en el cristal
del mueble de la cocina
Puto embustero







NADA


Hoy tampoco has hecho nada,
dices.
Me gritas:
    No has movido un puto dedo.
Y luego te duermes mientras un kilómetro oscuridad adentro las vacas de Sento elevan sus mugidos a las estrellas, y esta noche también, sí, también esta noche empleo todas mis fuerzas en imaginar que se trata de sirenas de barcos, preciosos barcos mercantes de bandera panameña, nigeriana, japonesa surcando mares lejanos, mares sin nombre, atravesando la tormenta hacia puerto.

Y eso, lograr a estas alturas convertir una vaca en un buque, es mucho más que nada. Debería despertarte y explicártelo. Pero son las 4:14. Y tú no sufres de insomnio. Me alegro.




Iván Rojo. "10000 CABALLOS DE GUERRA". 2016, Versátiles editorial.



martes, 29 de noviembre de 2016

Chantal Maillard (I)




<<¿Y dónde está escondido tu tesoro, Hainuwele?>>,
me pregunta, burlona,
la más anciana del poblado.
Se refiere, lo sé a lo que siempre buscan
los hombres cuando vuelven del combate.
Mi tesoro, contesto, es suave como el musgo, dulce
como leche de almendras,
tiene el frescor de los helechos
y sangra sin dolor hasta teñir de púrpura el crepúsculo
o para alimentar los cachorros de un tigre.

Mi tesoro no está escondido:
resplandece en el bosque como el oro,
mas sólo un hombre ciego
puede hallar el camino que a él conduce.

***




El muérdago se enreda en mis tobillos,
helechos y agavanzas me ciñen las caderas
y un nenúfar
se deshoja en el valle dócil
de mis nalgas.
Sobre la tierra húmeda me acuesto como un ojo que se cierra
(tienen mis muslos el sabor del humus en otoño)
y me hago raíz,
vegetal crisálida
aguardando la aurora.
Sobre mis labios quietos
lentamente
desova una culebra.

***






Cayó el rayo en mis manos y no ardieron.
¿Qué tengo yo, Señor, menos que un haya,
que tu fuego no quiere poseerme?

***




He muerto y has repartido mis miembros
sobre la tierra.
Mi cuerpo fue simiente de frutas abundantes,
de mis ojos nacieron granadas
y de mi lengua caquis,
sobre mi espalda se irguieron palmeras de dátiles,
crecieron piñas en mis muslos,
de mis pechos bebieron raíces
de los cocoteros
y de mi sexo brotaron los kiwis.

Has velado mi sueño.
Los hombres llenan de fruta sus cestas.
Las mujeres alumbran a sus hijos sobre mis manos.

Hainuwele ha danzado.
El Señor de los bosques la contempla.






Chantal Maillard. “HAINUWELE y otros poemas”. 2009, Tusquets editores.



viernes, 25 de noviembre de 2016

Luis Acebes






Castilla es una alfombra gastada, llena de islas y calvas que se extienden más allá de donde caen rendidas las miradas más atléticas del mundo. La mía es perezosa. Confía más en lo que recuerda que en lo que ve. No sé dónde andará el Duero. El tren lo rehúye. Ni lo quiere cortar. Río niño muerto que navega boca abajo entre pinares, con un espejo atado a la espalda. El niño cauce baja cadáver. Parece que lo diga Lorca. Suena ridículo sentado en este tren, rodeado de oficinistas y comerciales que responden emails. La tierra no es grata ni ingrata. No vive de adjetivos. Los escupe creando ese fuego que quema el campo con lenguas lentas. Ojalá me explicase mejor. Creo que Castilla es extender la mano y ponerla a ras de horizonte. La palma bien recta, procurando que tu imagen reflejada en la ventanilla no lo estropee.






Luis Acebes. 2016, de su muro de Facebook.



jueves, 24 de noviembre de 2016

Charles Bukowski / Robert Crumb




TRÁEME TU AMOR



      Harry bajó por la escalera hasta el jardín. Allí estaban muchos de los pacientes. Le habían dicho que allí estaba su mujer, Gloria. La vio sentada a una mesa, sola. Se acercó a ella en diagonal, por un lado y un poco por detrás. Caminó alrededor de la mesa y se sentó frente a ella. Gloria estaba muy erguida y muy pálida. Lo miró pero no lo vio. Entonces lo vio.
      —¿Eres el revisor? —preguntó.
      —¿El revisor de qué?
      —El revisor de la verosimilitud.
      —No, no lo soy.
      Estaba pálida y tenía ojos de un azul muy, muy pálido.
      —¿Cómo te sientes, Gloria?
      Era una mesa de hierro pintada de blanco, una mesa que duraría siglos. En el centro había un pequeño florero donde unas flores mustias, apagadas, colgaban de tallos tristes y marchitos.
      —Eres un putañero, Harry. No haces más que follar putas.
      —No es cierto, Gloria.
      —¿También te la chupan? ¿Te chupan la polla?
      —Pensaba traer a tu madre, Gloria, pero está en cama con gripe.
      —Esa vieja bruja siempre está en cama con algo... ¿Eres el revisor?
      Había pacientes en otras mesas o de pie contra los árboles o tendidos en el césped. Todos inmóviles y en silencio.
      —¿Qué tal es aquí la comida, Gloria? ¿Tienes amigos?
      —Terrible. Y no. Putañero.
      —¿Quieres algo para leer? ¿Qué puedo traerte?
      Gloria no respondió. Levantó la mano derecha, la miró, cerró el puño y se pegó de lleno en la nariz, con fuerza. Por encima de la mesa, Harry le sujetó las dos manos.
      —¡Gloria, por favor!
     Gloria se echó a llorar.
     —¿Por qué no me traes bombones?
     —Gloria, me dijiste que detestabas los bombones.
      Por las mejillas de Gloria rodaban abundantes lágrimas.
     —¡No detesto los bombones! ¡Me encantan los bombones!
     —No llores, Gloria, por favor... Te traeré bombones, lo que quieras... Escucha, he alquilado una habitación en un motel a un par de calles, sólo para estar cerca de ti.
     Aquellos ojos pálidos se agrandaron.






      —¿Una habitación de motel? ¡Estás allí con una puta de mierda! ¡Veis juntos películas porno y hay un espejo de los que ocupan todo el techo!
     —Estaré cerca un par de días, Gloria —dijo Harry con voz tranquilizadora—. Te traeré todo lo que quieras.
      —Entonces tráeme tu amor —exclamó—. ¿Por qué demonios no me traes tu amor?
      Algunos de los pacientes volvieron la cabeza y miraron.
     —Gloria, estoy seguro de que no hay nadie que se preocupe por ti tanto como yo.
     —¿Así que quieres traerme bombones? ¡Pues métetelos en el culo!
     Harry sacó una tarjeta de la cartera. Una tarjeta del motel. Se la entregó a Gloria.
     —Quiero darte esto antes de que me olvide. ¿Te dejan llamar al exterior? No dudes en llamarme si precisas algo.
     Gloria no respondió. Cogió la tarjeta y la dobló hasta formar un pequeño cuadrado. Después se agachó, se quitó uno de los zapatos, metió la tarjeta dentro y se lo puso de nuevo.
     Entonces Harry vio que el doctor Jensen se acercaba atravesando el jardín. Sonriente, el doctor Jensen se detuvo delante de ellos.
     —Bueno, bueno, bueno... —dijo.
     —Hola, doctor Jensen.
     En las palabras de Gloria no había emoción.
     —¿Puedo sentarme? —preguntó el médico.
     —Por supuesto —dijo Gloria.
     El médico era un hombre corpulento. Rezumaba corpulencia y responsabilidad y autoridad. Sus cejas parecían gruesas y pesadas, eran gruesas y pesadas. Querían deslizarse hacia aquella boca circular y húmeda y desaparecer, pero la vida se lo impedía.
     El médico miró a Gloria. El médico miró a Harry.
     —Bueno, bueno, bueno —dijo—. Estoy muy contento con el progreso que hemos hecho hasta ahora...
     —Sí, doctor Jensen. Le estaba contando a Harry lo estable que me siento, lo que me han ayudado las consultas y las sesiones de grupo. Se me ha ido en gran medida aquella ira irracional, aquella frustración inútil y buena parte de aquella autocompasión tan destructiva...
     Gloria, las manos cruzadas sobre el regazo, sonreía.
     El médico miró a Harry con una sonrisa.
     —Gloria ha tenido una notable recuperación.
     —Sí —dijo Harry—, me he dado cuenta.
     —Creo, Harry, que en muy poco tiempo más tendrá a Gloria con usted en casa.
     —Doctor —dijo Gloria—, ¿me da un cigarrillo?
     —Por supuesto —respondió el médico sacando un paquete de cigarrillos y haciendo asomar uno con un golpecito. Gloria lo sacó y el médico alargó la mano haciendo funcionar el encendedor bañado en oro. Gloria inhaló, exhaló...
      —Tiene bellas manos, doctor Jensen —dijo.
      —Muchas gracias, querida.
      —Y una bondad que salva, una bondad que cura...
      —Bueno, aquí hacemos lo que podemos... —dijo el doctor Jensen con voz suave—. Ahora, si me disculpan, iré a hablar con otros pacientes.
     Levantó con facilidad el corpachón de la silla y fue hacia una mesa donde había otra mujer visitando a otro hombre.
     Gloria miró a Harry.
     —¡Gordo imbécil! ¡Almuerza con mierda que cagan las enfermeras!
     —Gloria, me ha encantado verte, pero hice un viaje largo y necesito descansar un poco. Y creo que el médico tiene razón. He notado cierta mejoría.
     Gloria se echó a reír. Pero no era una risa alegre, era una risa falsa, como ensayada.
     —No he mejorado nada; más bien he empeorado...
     —Eso no es cierto, Gloria...
     —Yo soy la paciente, Cabeza de Pez. Me puedo diagnosticar mejor que nadie.
     —¿Qué es eso de «Cabeza de Pez»?
     —¿Nadie te ha dicho nunca que tienes la cabeza parecida a la de un pez?
     —No.
     —La próxima vez que te afeites, fíjate. Y procura no cortarte las agallas.
     —Ahora me voy... pero mañana te visitaré de nuevo.
     —La próxima vez trae al revisor.
     —¿Estás segura de que no quieres nada?
     —¡Vuelves a la habitación de ese motel sólo para follar a una puta!
     —¿Qué te parece si te traigo un ejemplar de la New York? Te gustaba esa revista...
     —¡Métete New York en el culo, Cabeza de Pez! ¡Y después, métete Time!
     Harry se inclinó sobre la mesa y apretó la mano con la que ella se había golpeado la nariz.
     —Sigue así, no te desanimes. Pronto te vas a poner bien...
     Gloria no dio señales de haberlo oído.
     Harry se levantó despacio, dio media vuelta y caminó hacia la escalera. Al llegar a la mitad de los escalones, miró hacia atrás y saludó a Gloria con la mano. Ella seguía inmóvil.

     Estaban en la oscuridad, follando bien, cuando sonó el teléfono.
     Harry siguió, y también el teléfono. Era muy molesto. Pronto se le ablandó la polla.





     —Mierda —dijo mientras rodaba hacia un lado. Encendió la luz y cogió el teléfono.
     —Hola.
    Era Gloria.
    —¡Estás follando a una puta!
    —Gloria, ¿te dejan hablar por teléfono tan tarde? ¿No te dan una pastilla para dormir o algo por el estilo?
    —¿Por qué tardaste tanto tiempo en coger el teléfono?
    —¿Tú nunca cagas? Estaba en plena acción cuando se te ocurrió llamar.
    —No lo dudo... ¿Vas a terminar de hacerlo cuando hayas logrado que cuelgue?
    —Gloria, es esa maldita paranoia extrema lo que te ha llevado al sitio donde estás.
    —Cabeza de Pez, mi paranoia ha anunciado muchas veces una inmediata verdad...
    —Oye, estás diciendo incoherencias. Trata de dormir un rato. Mañana iré a verte.
    —¡Sí, Cabeza de Pez, termina de follar!
    Gloria colgó.

     Nan, con la bata puesta, estaba sentada en el borde de la cama; en la mesilla de noche tenía un whisky con agua. Encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
     —¿Y? —preguntó—. ¿Cómo está la dulce esposa?
    Harry se sirvió un trago y se sentó al lado.
    —Lo siento, Nan...
    —¿Qué dices? ¿Hablas de mí, de ella o de qué?
    Harry apuró su trago de whisky.
    —No hagamos de esto una maldita telenovela.
    —¿Ah, sí? Bueno, ¿qué quieres que sea entonces? ¿Un simple revolcón? ¿Vas a tratar de terminar lo que empezaste? ¿O prefieres ir al baño a cascártela?
    Harry miró a Nan.
    —Maldita sea, no te hagas la lista. Conocías tan bien como yo la situación. ¡Quisiste acompañarme!
    —¡Lo hice porque sabía que si no venía traerías a una puta!
    —Mierda —dijo Harry— otra vez esa palabra.
    —¿Qué palabra? ¿Qué palabra?
    Nan vació el vaso y lo arrojó contra la pared.
    Harry se levantó y fue a buscarlo, lo llenó de nuevo y se lo entregó a Nan; después llenó el suyo.
    Nan miró el vaso, tomó un sorbo y lo dejó sobre la mesilla de noche.
    —¡Voy a llamarla, voy a contarle todo!
    —¡Ni lo sueñes! ¡Es una mujer enferma!
    —¡Y tú eres un hijo de puta enfermo!
    En ese momento volvió a sonar el teléfono. Estaba en el suelo, en el centro de la habitación, donde lo había dejado Harry. Los dos saltaron de la cama hacia él. Al sonar por segunda vez, ambos agarraron el auricular. Rodaron una y otra vez sobre la alfombra, resoplando, todo brazos y piernas y cuerpos desesperadamente yuxtapuestos como reflejó con fidelidad el espejo que ocupaba todo el techo.







"TRÁEME TU AMOR y otros relatos". Charles Bukowski / Robert Crumb. 2014, Libros del Zorro Rojo.





miércoles, 23 de noviembre de 2016

Beatriz Olivenza Bernardo




      No pude transformarme en princesa porque el imbécil seguía mirando, sonriéndose, burlón. Yo tenía los ojos clavados en mis zapatos, a varios centímetros del suelo. Los segundos pasaban arrastrándose, eternos. Entonces ocurrió el milagro. Alguien gritó: <<¡Alfredo!>>, y el imbécil sonriente se volvió, y yo comencé a volar en mi columpio. Ocurrieron tantas cosas: fui hechicera en la alfombra mágica, y hada surcando el aire, y princesa sobre el dragón. Entonces volví a sentir sus ojos fijos en mí, y me vi en ellos como me veían todos: feúcha, miope, torpe. Sonó el timbre, bajé del columpio. Cojeando, me esforcé por alcanzar la fila de niños que regresaban del recreo.






Beatriz Olivenza Bernardo. “Relatos en cadena”. 2008, Alfaguara.


lunes, 21 de noviembre de 2016

Fernando Sarría Abadía




El lodo, la maleza, los pasos perdidos, la holgura de una mano en otra mano, el roce, la hogaza de pan, el calor humano, la humedad del aire, el viento, el frío, la escarcha, una boca, la lengua ciega, los latidos de un corazón, el hilo de sangre, el silencio, el vaho de los cristales, la anuencia de un cuerpo con otro cuerpo, la querencia diaria, la verdad y sus múltiples pliegues, la hondura, las hélices del tiempo, la sombra, la tempestad, la lluvia, la oscuridad y sus variadas noches, el calor del mediodía, la suma de unos, la labor de las hormigas, casi el abismo, el vértigo, el jugo de un limón, las cucharillas del café, un árbol, el bosque de hayas, los muelles vacíos, los pájaros del sur, siempre el mar, una mirada, la sed, el desierto, los lobos del páramo, la umbría, el deseo, el hambre suicida, el mercurio asesino, los puentes, el crepúsculo, los astros, la luna de Escorpio, todavía las lágrimas, todavía un escalofrío...París, Venecia, todo lo que nunca seremos...alguna palabra de más para hacer un poema que no hable de mí.

f.
Encadenados







Fernando Sarría Abadía. 2016, de su muro de Facebook.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Carlos Marzal (II)




LA FRUTA CORROMPIDA


                                                                                         A Vicente Gallego


Durante un meditado desayuno
en una portentosa mañana de verano
la gloria de un verano escolar y salvaje,
pelé la fruta lento, fervoroso.
Sabía ya que el verano y la fruta
son tesoros a flote de un paraíso hundido.
Y cuando satisfecho la mordí,
apareció su hueso descompuesto,
su carne corrompida y un gusano.

Para la mayor parte de este mundo,
una anécdota así no es más que un accidente
del mundo natural, y para otros
una amarga metáfora
en donde se resume la existencia.
Quién sabe...
                           Ahora recuerdo
aquella noche en que me desperté
confundido de un sueño en donde había agua,
y encaminé mi sed a la cocina.
Como un resucitado di la luz,
llevé mi aturdimiento al fregadero,
aproximé mis labios hasta el agua
y, justo en el instante en el que fui a beber,
alcé la vista
y vi a la cucaracha sobre el grifo,
observándome, ciega, entre los ojos.

Quién sabe, otro accidente...

                                                  Aquella cucaracha
todavía me observa, complacida,
detrás de la mirada de algún tipo,
desde detrás de los absurdos límites
de la podrida carne de los días.











LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

                                                                              
                                                                              A Luis Antonio de Villena



Unos cientos de libros, una casa en la playa,
muebles que el corazón fue envejeciendo
y que hicieron el mundo hospitalario,
fetiches de algún viaje, talismanes
que no pudieron nada contra el mundo,
un puñado de cartas de unos cuantos amigos,
alguna carta oculta, inconfesable,
papeles ordenados, papeles sin sentido,
medicamentos, cuadros, ropa usada
y ropa por usar, varias cuentas bancarias,
una viuda aturdida, un automóvil,
una amante aturdida, un peine con cabellos,
una caligrafía que ha perdido el pulso de su mano,
un olor familiar camino de la nada.

Este es el inventario de los bienes de un muerto,
y como todo censo y toda lista
supone un ejercicio de modestia.
Nuestras cosas, que a veces parecían preservarnos,
habitarnos el mundo que habitábamos,
en un golpe de vista se convierten
en un prolijo catálogo de absurdos,
rutas desdibujadas de un mapa inexistente,
pájaros disecados cuyos ojos
no saben recordar un cielo que ya ha ardido.





Carlos Marzal. “Los países nocturnos”. 1996, Tusquets Editores.





jueves, 17 de noviembre de 2016

Carlos Marzal (I)





DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS



Todo lo que ha empezado ya no importa,
lo que estrené dejó de interesarme,
regalos abiertos de nuestras ilusiones,
inocencia perdida a quién le importa cuándo.
El principio es el fin, y cualquier medio
para empezar de nuevo no es lícito.
Las palabras se agotan al pensarlas,
los libros se terminan en sus títulos,
qué cansancio insistir, nos han anticipado
cuál será el desenlace de la trama.
No hay posible sorpresa, y lo que nos aguarda
son unos aburridos minutos de basura.






UN GOLPE DE SUERTE


Apura ya la copa de una vez,
o pisa a fondo y no vuelvas atrás.
Hasta que te haga daño, pégale:
dale gusto al gatillo. La verdad
es un golpe de suerte. Escríbele
a tu dios, si lo tienes, un final
para esta antigua historia que no entiendes;
o haz un jardín, o un hijo, qué más da.
Tropiézate esa suerte que creías
que no tropezaría en ti jamás
y acuéstate con ella hasta robarle el alma.
Se trata de que tengas otro golpe de suerte.
Otro golpe de suerte nada más.






EPITAFIO PARA WILLIAM CUTHBERT FAULKNER


                                                     
                                                  Para Ramiro Fonte, de Oxford, Mississippi



Aspiró a la holgazanería y la contemplación;
él, que escribió infatigable.
Hizo de casi todo en este perro mundo.
La vida, observada tras su lente de aumento,
aparece siniestra con frecuencia,
un perverso lugar donde sucede
algo que no sabemos explicar ni explicarnos.
Bebió más de la cuenta,
amó, montó a caballo.
Su recuerdo y su prosa
son un puerto, un emblema
y un dique contra ese perro mundo,
para los holgazanes y los contemplativos.










JUEGO DE NIÑOS



Cuatro o cinco palabras aprendidas
en la noche del tiempo, siendo niños,
nada más que esas cuatro o esas cinco
palabras aprendidas son precisas,
para nombrar los dos o tres asuntos
que merecen nombrarse en esta vida.

El resto es lo que queda cuando a la poesía
le hemos quitado todo lo que es la poesía.





Carlos Marzal. “Los países nocturnos”. 1996, Tusquets Editores.





miércoles, 16 de noviembre de 2016

Francisco Umbral (II)



Fragmentos:





      Me estaba toda la mañana mirando la vida que hacían los osos, una vida parecida a la de un oficinista de Palencia. Al despertarse orinaban, luego reunían comida, porque aún no habían llegado los turistas generosos. Hacían el amor con las osas sin perder la pudibundez ni la educación burguesa que debía de venir de generaciones. Un oso bien educado es más educado que el embajador de España adonde sea. Me recordaban a mi gata madrileña, que estaba en el pequeño apartamento de Argüelles durmiendo veinte horas al día y las otras cuatro lavándose con la lengua, como los nueve gatos de Bukowski. En Suiza creo que vivía también el poeta español José Ángel Valente, hombre tan inteligente y tan insoportable que vivía siempre en el extranjero porque los españoles le resultábamos un poco agrarios. Destacado poeta de la generación de los 50 o generación del Adonais. Valente murió hace poco. Tenía amigos y enemigos rampantes y al escribir esto ya sé quiénes van a salir en su defensa y quiénes en la mía.

***




Creo que descubrí la escritura en los poetas del 27. Si hago ahora un repaso o balance resulta que en mi juventud leí más poesía que prosa, con mucha diferencia. Yo estaba al día, incluso, de las posibilidades económicas de escribir versos. Nadie vivía de lo que escribía. De modo que yo seguía haciendo versos por desahogar la influencia literaria del momento. Los del 98 eran unos bohemios y los del 27 una generación de profesores en su mayoría. Primero se habían asegurado la vida con un sueldo modesto y luego habían entregado su tiempo y su espacio al menester poético. Escribir poesía, o simplemente leerla, es uno de los menesteres más arrasadores que puede tentar al hombre. Ni siquiera la filosofía puede absorver a un hombre tan absolutamente. Leer y escribir versos, vivir en poeta, equivale a tomar drogas o ensayar otro método de locura. De hecho, Baudelaire estimuló la experiencia poética con la experiencia de sus paraísos artificiales.

***



      En este momento en que escribo me parece que la poesía está en baja. El último gran poeta en sentido absoluto, José Hierro, se nos murió hace unos meses. Los jóvenes poetas andan algo perdidos buscando una poesía sencilla, narrativa, que no acaba de salirles. Los grandes poetas ya no me envían sus libros y he descubierto que lo que pasa es que ya no hay grandes poetas. Y los jóvenes, cuando hablan de poesía, se remontan a modelos extranjeros, como Bukowski, Patty Smith, etc. Los viejos modelos del 98 y el 27, o siquiera de los años 50, ya son poco frecuentados.
      Por mi parte, he dedicado libros enteros a García Lorca, Gómez de la Serna, y muchos ensayos a Juan Ramón, Jorge Guillén, etc. La poesía sigue siendo uno de los motores de mi escritura, pero cada vez me voy más atrás en las influencias o las abandono definitivamente. La impregnación poética de mi prosa creo que se percibe todavía con intensidad. Dijo Eugenio d´Ors que el dibujo es la honradez de la pintura. Digo yo que la poesía es la honradez de la prosa. Creo que sigo siendo honrado.

      El poeta más vigente en mí es Pablo Neruda, que dio y tomó mucho del 27. El verso libre de Pablo Neruda es quizá el que me ha calado más profundamente. Hay lagunas en mi prosa donde si se metiera la mano saldría, sin duda, algo de Neruda, una palabra, un adjetivo, una imagen, una sorpresa. Neruda es uno de los poetas más fuertes e impregnantes del castellano. Pudiéramos definirle como el 27 americano, cosa que también ocurre con César Vallejo, pero en Vallejo se más al cholo, al manito, al desposeído. Neruda, por el contrario, nos comunica una impresión de poderío que se fija en nosotros para siempre. Recuerdo que cuando compré y llevé Veinte poemas de amor y un canción desesperada, a mi madre le pareció pornografía y hube de esconder el libro, pero, como casi todo el mundo, me lo sé de memoria, aunque para mí el gran libro de Neruda es Residencia en la tierra. Ésa es la poesía que quisiera uno hacer, pero ya está hecha.

***








Mi vida, aunque no muy movida, no creo que dé sólo para este puñado de páginas que ahora sopeso antes de enviarlo a la editorial. Quiere decirse que se me deben de haber olvidado muchas cosas, quizá las que más lucen en una memorias, que tampoco he querido demasiado sistemáticas o minuciosas, sino como un airón de tiempo y vitalidad que debo recoger antes de que se apague.
      El epílogo de un libro habría que ponerlo al principio porque luego cuesta despedirse y quisiera uno seguir refugiándose todos los días en estas páginas, que son al mismo tiempo una inmersión en el agua bautismal de la literatura y una huida hacia tiempos más felices o que ahora nos parecen tales, porque conservan un resol de juventud que irá empalideciendo. Ahora comprendo que escribir unas memorias, aunque ligeras como éstas, es más metafísico y corazonal de lo que uno pensaba.

***





Francisco Umbral. “Días felices en Argüelles”. 2005, Planeta.