<<¿Y
dónde está escondido tu tesoro, Hainuwele?>>,
me
pregunta, burlona,
la
más anciana del poblado.
Se
refiere, lo sé a lo que siempre buscan
los
hombres cuando vuelven del combate.
Mi
tesoro, contesto, es suave como el musgo, dulce
como
leche de almendras,
tiene
el frescor de los helechos
y
sangra sin dolor hasta teñir de púrpura el crepúsculo
o
para alimentar los cachorros de un tigre.
Mi
tesoro no está escondido:
resplandece
en el bosque como el oro,
mas
sólo un hombre ciego
puede
hallar el camino que a él conduce.
***
El
muérdago se enreda en mis tobillos,
helechos
y agavanzas me ciñen las caderas
y
un nenúfar
se
deshoja en el valle dócil
de
mis nalgas.
Sobre
la tierra húmeda me acuesto como un ojo que se cierra
(tienen
mis muslos el sabor del humus en otoño)
y
me hago raíz,
vegetal
crisálida
aguardando
la aurora.
Sobre
mis labios quietos
lentamente
desova
una culebra.
***
Cayó
el rayo en mis manos y no ardieron.
¿Qué
tengo yo, Señor, menos que un haya,
que
tu fuego no quiere poseerme?
***
He
muerto y has repartido mis miembros
sobre
la tierra.
Mi
cuerpo fue simiente de frutas abundantes,
de
mis ojos nacieron granadas
y
de mi lengua caquis,
sobre
mi espalda se irguieron palmeras de dátiles,
crecieron
piñas en mis muslos,
de
mis pechos bebieron raíces
de
los cocoteros
y
de mi sexo brotaron los kiwis.
Has
velado mi sueño.
Los
hombres llenan de fruta sus cestas.
Las
mujeres alumbran a sus hijos sobre mis manos.
Hainuwele
ha danzado.
El
Señor de los bosques la contempla.
Chantal
Maillard. “HAINUWELE y otros poemas”. 2009, Tusquets editores.
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