LA
SIESTA
El
tulipán y el oro. Las tijeras de cobre.
La
cafetera roja, el barandal
viendo
pasar la tarde en pan caliente,
cristalina
y caliza, como si fuera ya
una
tarde más larga que la vida.
(El
aire que sacude
esta
misma terraza, en alquiler,
es
una arqueología del instante).
La
telera del sol, con las pesas de lata
rellenas
del cemento, el óxido gimiente
en
los viejos tensores de madera rojiza.
Mientras
tu cormorán nos esperaba
en
un carey de cuerpos horneados,
protegiendo
el empeine, madrigal del quiosco,
tú
levantaste el muro sobre las costanillas
para
aplacar el fuego de la fábrica oscura:
música
pendular, atmosférica y ágil
bajo
los soportales barnizados de Alaska.
Cuando
tu propio cuerpo reposó
quizá
como la piedra, como esa misma piedra
dispersa
y retenida, volátil y agitada
por
el ciento que azota cualquier piedra,
recibí
como herencia la llave del jardín.
Somos
los defensores del banquete nupcial.
VIDA
DE ANTONIO AMARO
Antonio
Amaro tiene la voz de hierbabuena.
Así
acaricia el aire con la palma encendida
bajo
la colcha rubia de las lomas de agosto,
ungidas
por la flama natural de la alberca
mientras
florece al fondo un chapoteo de niños.
Antonio
Amaro lleva romero en la solapa,
jacarandá
en los hombros, y por eso tus manos
aromaron
las mías, residentes de espliego.
Antonio
Amaro tiene los dedos como espigas
que
hicieran germinar el pan del desayuno,
levadura
social, destello de un jazmín
en
la nuca morena de su hija más alta,
susurro
de algarroba junto al brocal del pozo:
los
ecos sobre el agua, yacimientos de piel,
con
una encina parva guareciendo los cantos
cuando
acaba el domingo y su fe de alameda.
Antonio
Amaro tiene puños como martillos
modelados
de bronce por la la forja escondida
en
la cueva profunda que me recuerdas hoy:
“Nadie
debe saber que estamos aquí dentro.
Tú
cuida de tu madre y tus hermanos.
No
desfallezcas nunca.
Tienes
brasa en los ojos
y
pestañas de niebla cinceladas por dioses
de
volcanes sin fraguas.
No
volveré ya más, pero estaré
contigo
en el fanal de cada día que alientes
con
esta fortaleza de toda la familia.
Pero
no estarás sola, tú nunca estarás sola,
ni
siquiera al final”.
Todo
esto es lo que piensa Antonio Amaro
cuando
sale empujado o se lo llevan
a
cruzar una huerta de pasos tenebrosos,
y
no regresará. Poco después la vida,
tu
propia ensoñación llenando este poema.
(Antonio
Amaro tiene el pelo aceituna,
la
mirada serena de algunos hombre buenos,
con
la tranquilidad segura de los juncos
en
los atardeceres del domingo
y
unos labios carnosos sobre el mentón romano
en
la foto que un día enseñas a tu nieto).
LA
MISIÓN
Se
escribe contra todo y contra todos.
Es
una realidad:
la
vida no es proclive a la escritura.
Esto
se comprende en un principio:
luego
ya se ha hecho tarde para una retirada.
Primero
es un fuerza colosal
y
hay que revelarla en la familia,
definir
un destino y una vocación.
La
etapa dura años. Unos libros después,
comprendes
que la pugna empieza ahora,
que
no acabará nunca, si es que en el trayecto
no
terminas tú contigo mismo.
Y
no va a pasar nada.
Ver
nacer a los hijos, ver sentarse a los viejos
y
advertir en sus rasgos nuestros rasgos también.
Escribo
como recuerdo,
escribo
para acordarme de mí mismo.
Me
gustaría volver a escribir:
Al
principio dormíamos desnudos.
O
escribir: Me despierto. Anochece
y
escucho unos murmullos sobre el agua,
el
aleteo aterido sin las gotas de sol.
Creo
ver a mi padre, anciano y aún robusto,
guiando
las primeras brazadas de mi hijo.
Me
gustaría, sí, pero no puedo,
por
más que esto se trate de una confesión,
aunque
yo sea más viejo, aunque mi padre
sea
mucho más joven que hace años.
Sin
embargo, ¿qué hacer, y hacia dónde mirar,
si
no es a la sustancia de un buen texto?
No
se trata tanto de realismo,
ni
de una exactitud artificial:
quizá
ser un licántropo del tiempo
consista
únicamente en recoger
todos
los fragmentos de la foto,
para
poder guardarla en el armario
de
las horas futuras.
Joaquín
Pérez Azaústre. “Las Ollerías”. 2011, Visor.
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