Fragmentos:
Me
estaba toda la mañana mirando la vida que hacían los osos, una vida
parecida a la de un oficinista de Palencia. Al despertarse orinaban,
luego reunían comida, porque aún no habían llegado los turistas
generosos. Hacían el amor con las osas sin perder la pudibundez ni
la educación burguesa que debía de venir de generaciones. Un oso
bien educado es más educado que el embajador de España adonde sea.
Me recordaban a mi gata madrileña, que estaba en el pequeño
apartamento de Argüelles durmiendo veinte horas al día y las otras
cuatro lavándose con la lengua, como los nueve gatos de Bukowski. En
Suiza creo que vivía también el poeta español José Ángel
Valente, hombre tan inteligente y tan insoportable que vivía siempre
en el extranjero porque los españoles le resultábamos un poco
agrarios. Destacado poeta de la generación de los 50 o generación
del Adonais. Valente murió hace poco. Tenía amigos y enemigos
rampantes y al escribir esto ya sé quiénes van a salir en su
defensa y quiénes en la mía.
***
Creo
que descubrí la escritura en los poetas del 27. Si hago ahora un
repaso o balance resulta que en mi juventud leí más poesía que
prosa, con mucha diferencia. Yo estaba al día, incluso, de las
posibilidades económicas de escribir versos. Nadie vivía de lo que
escribía. De modo que yo seguía haciendo versos por desahogar la
influencia literaria del momento. Los del 98 eran unos bohemios y los
del 27 una generación de profesores en su mayoría. Primero se
habían asegurado la vida con un sueldo modesto y luego habían
entregado su tiempo y su espacio al menester poético. Escribir
poesía, o simplemente leerla, es uno de los menesteres más
arrasadores que puede tentar al hombre. Ni siquiera la filosofía
puede absorver a un hombre tan absolutamente. Leer y escribir versos,
vivir en poeta, equivale a tomar drogas o ensayar otro método de
locura. De hecho, Baudelaire estimuló la experiencia poética con la
experiencia de sus paraísos artificiales.
***
En
este momento en que escribo me parece que la poesía está en baja.
El último gran poeta en sentido absoluto, José Hierro, se nos murió
hace unos meses. Los jóvenes poetas andan algo perdidos buscando una
poesía sencilla, narrativa, que no acaba de salirles. Los grandes
poetas ya no me envían sus libros y he descubierto que lo que pasa
es que ya no hay grandes poetas. Y los jóvenes, cuando hablan de
poesía, se remontan a modelos extranjeros, como Bukowski, Patty
Smith, etc. Los viejos modelos del 98 y el 27, o siquiera de los años
50, ya son poco frecuentados.
Por
mi parte, he dedicado libros enteros a García Lorca, Gómez de la
Serna, y muchos ensayos a Juan Ramón, Jorge Guillén, etc. La poesía
sigue siendo uno de los motores de mi escritura, pero cada vez me voy
más atrás en las influencias o las abandono definitivamente. La
impregnación poética de mi prosa creo que se percibe todavía con
intensidad. Dijo Eugenio d´Ors que el dibujo es la honradez de la
pintura. Digo yo que la poesía es la honradez de la prosa. Creo que
sigo siendo honrado.
El
poeta más vigente en mí es Pablo Neruda, que dio y tomó mucho del
27. El verso libre de Pablo Neruda es quizá el que me ha calado más
profundamente. Hay lagunas en mi prosa donde si se metiera la mano
saldría, sin duda, algo de Neruda, una palabra, un adjetivo, una
imagen, una sorpresa. Neruda es uno de los poetas más fuertes e
impregnantes del castellano. Pudiéramos definirle como el 27
americano, cosa que también ocurre con César Vallejo, pero en
Vallejo se más al cholo, al manito, al desposeído. Neruda, por el
contrario, nos comunica una impresión de poderío que se fija en
nosotros para siempre. Recuerdo que cuando compré y llevé Veinte
poemas de amor y un canción desesperada, a mi madre le pareció
pornografía y hube de esconder el libro, pero, como casi todo el
mundo, me lo sé de memoria, aunque para mí el gran libro de Neruda
es Residencia en la tierra. Ésa es la poesía que quisiera
uno hacer, pero ya está hecha.
***
Mi
vida, aunque no muy movida, no creo que dé sólo para este puñado
de páginas que ahora sopeso antes de enviarlo a la editorial. Quiere
decirse que se me deben de haber olvidado muchas cosas, quizá las
que más lucen en una memorias, que tampoco he querido demasiado
sistemáticas o minuciosas, sino como un airón de tiempo y vitalidad
que debo recoger antes de que se apague.
El
epílogo de un libro habría que ponerlo al principio porque luego
cuesta despedirse y quisiera uno seguir refugiándose todos los días
en estas páginas, que son al mismo tiempo una inmersión en el agua
bautismal de la literatura y una huida hacia tiempos más felices o
que ahora nos parecen tales, porque conservan un resol de juventud
que irá empalideciendo. Ahora comprendo que escribir unas memorias,
aunque ligeras como éstas, es más metafísico y corazonal de lo que
uno pensaba.
***
Francisco
Umbral. “Días felices en Argüelles”. 2005, Planeta.
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