Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Francisco Umbral (II)



Fragmentos:





      Me estaba toda la mañana mirando la vida que hacían los osos, una vida parecida a la de un oficinista de Palencia. Al despertarse orinaban, luego reunían comida, porque aún no habían llegado los turistas generosos. Hacían el amor con las osas sin perder la pudibundez ni la educación burguesa que debía de venir de generaciones. Un oso bien educado es más educado que el embajador de España adonde sea. Me recordaban a mi gata madrileña, que estaba en el pequeño apartamento de Argüelles durmiendo veinte horas al día y las otras cuatro lavándose con la lengua, como los nueve gatos de Bukowski. En Suiza creo que vivía también el poeta español José Ángel Valente, hombre tan inteligente y tan insoportable que vivía siempre en el extranjero porque los españoles le resultábamos un poco agrarios. Destacado poeta de la generación de los 50 o generación del Adonais. Valente murió hace poco. Tenía amigos y enemigos rampantes y al escribir esto ya sé quiénes van a salir en su defensa y quiénes en la mía.

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Creo que descubrí la escritura en los poetas del 27. Si hago ahora un repaso o balance resulta que en mi juventud leí más poesía que prosa, con mucha diferencia. Yo estaba al día, incluso, de las posibilidades económicas de escribir versos. Nadie vivía de lo que escribía. De modo que yo seguía haciendo versos por desahogar la influencia literaria del momento. Los del 98 eran unos bohemios y los del 27 una generación de profesores en su mayoría. Primero se habían asegurado la vida con un sueldo modesto y luego habían entregado su tiempo y su espacio al menester poético. Escribir poesía, o simplemente leerla, es uno de los menesteres más arrasadores que puede tentar al hombre. Ni siquiera la filosofía puede absorver a un hombre tan absolutamente. Leer y escribir versos, vivir en poeta, equivale a tomar drogas o ensayar otro método de locura. De hecho, Baudelaire estimuló la experiencia poética con la experiencia de sus paraísos artificiales.

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      En este momento en que escribo me parece que la poesía está en baja. El último gran poeta en sentido absoluto, José Hierro, se nos murió hace unos meses. Los jóvenes poetas andan algo perdidos buscando una poesía sencilla, narrativa, que no acaba de salirles. Los grandes poetas ya no me envían sus libros y he descubierto que lo que pasa es que ya no hay grandes poetas. Y los jóvenes, cuando hablan de poesía, se remontan a modelos extranjeros, como Bukowski, Patty Smith, etc. Los viejos modelos del 98 y el 27, o siquiera de los años 50, ya son poco frecuentados.
      Por mi parte, he dedicado libros enteros a García Lorca, Gómez de la Serna, y muchos ensayos a Juan Ramón, Jorge Guillén, etc. La poesía sigue siendo uno de los motores de mi escritura, pero cada vez me voy más atrás en las influencias o las abandono definitivamente. La impregnación poética de mi prosa creo que se percibe todavía con intensidad. Dijo Eugenio d´Ors que el dibujo es la honradez de la pintura. Digo yo que la poesía es la honradez de la prosa. Creo que sigo siendo honrado.

      El poeta más vigente en mí es Pablo Neruda, que dio y tomó mucho del 27. El verso libre de Pablo Neruda es quizá el que me ha calado más profundamente. Hay lagunas en mi prosa donde si se metiera la mano saldría, sin duda, algo de Neruda, una palabra, un adjetivo, una imagen, una sorpresa. Neruda es uno de los poetas más fuertes e impregnantes del castellano. Pudiéramos definirle como el 27 americano, cosa que también ocurre con César Vallejo, pero en Vallejo se más al cholo, al manito, al desposeído. Neruda, por el contrario, nos comunica una impresión de poderío que se fija en nosotros para siempre. Recuerdo que cuando compré y llevé Veinte poemas de amor y un canción desesperada, a mi madre le pareció pornografía y hube de esconder el libro, pero, como casi todo el mundo, me lo sé de memoria, aunque para mí el gran libro de Neruda es Residencia en la tierra. Ésa es la poesía que quisiera uno hacer, pero ya está hecha.

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Mi vida, aunque no muy movida, no creo que dé sólo para este puñado de páginas que ahora sopeso antes de enviarlo a la editorial. Quiere decirse que se me deben de haber olvidado muchas cosas, quizá las que más lucen en una memorias, que tampoco he querido demasiado sistemáticas o minuciosas, sino como un airón de tiempo y vitalidad que debo recoger antes de que se apague.
      El epílogo de un libro habría que ponerlo al principio porque luego cuesta despedirse y quisiera uno seguir refugiándose todos los días en estas páginas, que son al mismo tiempo una inmersión en el agua bautismal de la literatura y una huida hacia tiempos más felices o que ahora nos parecen tales, porque conservan un resol de juventud que irá empalideciendo. Ahora comprendo que escribir unas memorias, aunque ligeras como éstas, es más metafísico y corazonal de lo que uno pensaba.

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Francisco Umbral. “Días felices en Argüelles”. 2005, Planeta.





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