LA
FRUTA CORROMPIDA
A
Vicente Gallego
Durante
un meditado desayuno
en
una portentosa mañana de verano
―la
gloria de un verano escolar y salvaje―,
pelé
la fruta lento, fervoroso.
Sabía
ya que el verano y la fruta
son
tesoros a flote de un paraíso hundido.
Y
cuando satisfecho la mordí,
apareció
su hueso descompuesto,
su
carne corrompida y un gusano.
Para
la mayor parte de este mundo,
una
anécdota así no es más que un accidente
del
mundo natural, y para otros
una
amarga metáfora
en
donde se resume la existencia.
Quién
sabe...
Ahora
recuerdo
aquella
noche en que me desperté
confundido
de un sueño en donde había agua,
y
encaminé mi sed a la cocina.
Como
un resucitado di la luz,
llevé
mi aturdimiento al fregadero,
aproximé
mis labios hasta el agua
y,
justo en el instante en el que fui a beber,
alcé
la vista
y
vi a la cucaracha sobre el grifo,
observándome,
ciega, entre los ojos.
Quién
sabe, otro accidente...
Aquella
cucaracha
todavía
me observa, complacida,
detrás
de la mirada de algún tipo,
desde
detrás de los absurdos límites
de
la podrida carne de los días.
LOS
RESTOS DEL NAUFRAGIO
A
Luis Antonio de Villena
Unos
cientos de libros, una casa en la playa,
muebles
que el corazón fue envejeciendo
y
que hicieron el mundo hospitalario,
fetiches
de algún viaje, talismanes
que
no pudieron nada contra el mundo,
un
puñado de cartas de unos cuantos amigos,
alguna
carta oculta, inconfesable,
papeles
ordenados, papeles sin sentido,
medicamentos,
cuadros, ropa usada
y
ropa por usar, varias cuentas bancarias,
una
viuda aturdida, un automóvil,
una
amante aturdida, un peine con cabellos,
una
caligrafía que ha perdido el pulso de su mano,
un
olor familiar camino de la nada.
Este
es el inventario de los bienes de un muerto,
y
como todo censo y toda lista
supone
un ejercicio de modestia.
Nuestras
cosas, que a veces parecían preservarnos,
habitarnos
el mundo que habitábamos,
en
un golpe de vista se convierten
en
un prolijo catálogo de absurdos,
rutas
desdibujadas de un mapa inexistente,
pájaros
disecados cuyos ojos
no
saben recordar un cielo que ya ha ardido.
Carlos
Marzal. “Los países nocturnos”. 1996, Tusquets Editores.
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