Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Francisco Umbral (I)



Fragmentos:



      Yo colaboré muy poco en el Arriba. Ahora sólo recuerdo un cuento titulado La actriz y donde no pasaba nada. La actriz era María Asquerino y el cuento me lo había pedido Salvador Jiménez, el hombre útil de la casa, otro ruanista completo que se nos ha muerto hace poco, retirado ya en su levante para hacer versos bellos y breves. Salvador Jiménez era el único hombre con el que yo me he acostado en mi vida. Fue en Barcelona. Había en la ciudad grandes exposiciones y alardes, y ambos estábamos allí en función periodística. Desesperado de no encontrar una cama en Barcelona para dormir, de pronto me encontré con Salvador. Le conté mi problemas y me dijo:
<<Hombre, a lo mejor te parece mal oferta, pero si no te importa yo te ofrezco mi cama en el hotel. Es una cama grande y podemos compartirla. Si tú quieres yo se lo explico ahora mismo al director del hotel.>> Le dijo que bueno y por la noche estábamos ambos metidos en la cama, exageradamente separados, con nuestros pijamas y nuestro pudor. Pasamos la noche hablando de literatura porque ninguno de los dos se decidió al gesto definitivo de apagar la luz y hundirse en la cama. Se lo he agradecido siempre a Salvador. De todos modos era un hombre de peculiaridades sentimentales un poco sorprendentes. Vivía con su mujer, los niños y una cuñada hermana gemela de su esposa. Un día la esposa murió de cáncer y Salvador, rodeado de niños y de problemas domésticos, no tuvo ninguna duda. Se casó con su cuñada y todo siguió igual.

***




      Pasaba el tiempo, le hicieron académico, todos los días le daban algún premio, tenía la prisa de vivir y de fumar, iba con su ala de oxígeno volando España y posándose en las más altas almenas de la lírica. Una conferencia suya era una conversación, un relato, una representación, una sorpresa. Algunas tardes vino a buscarme a casa para irnos en un coche a Segovia, a Ávila, a Cuenca, para dar nuestras conferencias. Pepe hablaba de todo y yo hablaba de él. Nada más entrar en mi huerto se ponía a dar botes con una pelota o una fruta. Cuando trabajó en la radio, lo primero que hacía, al llegar por la mañana, era quitarse la chaqueta y hacer el pino durante un rato. Nunca supe qué es lo que escribía en la radio. Lo del pino tenía bastante desconcertados a los otros redactores.
      Partíamos en el coche hacia la provincia inmedaita. Había un chofer, estaba Lines, estaba Pepe, dormido y delirante, y estaba yo. Conocía los hoteles, conocía las posadas, entraba y pedía vino, se ponía y se quitaba la bombona de oxígeno, un día le llamaron por teléfono al coche para decir que le habían dado el Premio Miguel Hernández de poesía. Dio las gracias, colgó y seguimos hablando de otra cosa. Conocía los ambientes, los campos, conocía España, después de los primeros vinos se ponía a dibujar en un rincón, hasta la hora de la cena.
      En mitad de una conferencia donde yo estaba leyendo algo sobre él, me quitó el libro de las manos, lo cerró y lo guardó. No soportaba que se hablase tanto de José Hierro. Pero era igual, porque yo seguí hablando de él, ya sin libro, y tuvo que aguantarse. Cenaba bien, pero exquisito, sabio, selectivo, alternando los manjares rurales con los lujosos pescados de gran hotel y los vinos, el vino blanco, el vino tintón, el chinchón del pueblo, le gustaba comer pero estaba delgado, cuando salíamos del hotel, ya la pequeña ciudad cerrada y dormida, preguntaba a gritos por la casa de prostitución, sólo para alborotar. Luego volvíamos en el coche a Madrid:
      ―Me verás bebido, pero nunca borracho.
      Cuando le hospitalizaron definitivamente yo iba a verle algunas tardes. Compartía la habitación con un señor del Seguro. A lo mejor él también era del Seguro. Dibujaba sentado en la cama, cumplía encargos que le habían hecho como pintos, sacaba de debajo de la almohada un artículo mío, recortado del periódico, que le había gustado.
      ―Qué bueno es esto, por qué no escribes versos, cabrón. Eres un poeta exquisito pero te gusta ir de hombre terrible.
      Esto me lo dijo muchas veces, pero yo nunc aquise decirle que escribía prosa porque la prosa se cobra y el verso no. Incluso él tenía que ayudarse de la prosa. Había un cielo muy alto, un clima muy raro, pero yo veía que eran las últimas tardes del amigo, del poeta. Le dejaba unas flores para que pintase y me iba. Se venía conmigo, en pijama y descalzo, hasta el ascensor. Recuerdo la última tarde, que fue como otras, pero yo salí del hospital con la pesadumbre de la muerte invadiendo un sol excesivo. Luego, en el tanatorio, tuve la cabeza frágil de Lines en mi pecho.

***







      La pintura de Dalí tiene una cosa húmeda, blanda y eso no se lo ha dado el sequizo Ampurdán sino la temporada de París. Dalí es más parisino que los surrealistas parisienses, que acabaron expulsándole del grupo para que fuese a explicar su paranoia crítica a otros paranoicos.
Fue la noche en que se presentó en una reunión surrealista con un smoking blanco ilustrado con vasos de leche que temblaban a cada movimiento del artista. Louis Aragon fue el que se lo dijo:
      ―Con esa leche se podría haber dado de cenar a muchos niños del mundo.
      Este arranque de beata caritativa no pudo soportarlo Dalí y ahí rompieron para siempre. Perdidos los amigos, Dalí se dedicó, sin ataduras, a ganar dinero, a comercializar su surrealismo, que a pesar de todo era el mejor del grupo.


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Francisco Umbral. “Días felices en Argüelles”. 2005, Planeta.



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