Fragmentos:
Yo
colaboré muy poco en el Arriba. Ahora sólo recuerdo un
cuento titulado La actriz y
donde no pasaba nada. La actriz era María Asquerino y el cuento me
lo había pedido Salvador Jiménez, el hombre útil de la casa, otro
ruanista completo que se nos ha muerto hace poco, retirado ya en su
levante para hacer versos bellos y breves. Salvador Jiménez era el
único hombre con el que yo me he acostado en mi vida. Fue en
Barcelona. Había en la ciudad grandes exposiciones y alardes, y
ambos estábamos allí en función periodística. Desesperado de no
encontrar una cama en Barcelona para dormir, de pronto me encontré
con Salvador. Le conté mi problemas y me dijo:
<<Hombre,
a lo mejor te parece mal oferta, pero si no te importa yo te ofrezco
mi cama en el hotel. Es una cama grande y podemos compartirla. Si tú
quieres yo se lo explico ahora mismo al director del hotel.>>
Le dijo que bueno y por la noche estábamos ambos metidos en la cama,
exageradamente separados, con nuestros pijamas y nuestro pudor.
Pasamos la noche hablando de literatura porque ninguno de los dos se
decidió al gesto definitivo de apagar la luz y hundirse en la cama.
Se lo he agradecido siempre a Salvador. De todos modos era un hombre
de peculiaridades sentimentales un poco sorprendentes. Vivía con su
mujer, los niños y una cuñada hermana gemela de su esposa. Un día
la esposa murió de cáncer y Salvador, rodeado de niños y de
problemas domésticos, no tuvo ninguna duda. Se casó con su cuñada
y todo siguió igual.
***
Pasaba
el tiempo, le hicieron académico, todos los días le daban algún
premio, tenía la prisa de vivir y de fumar, iba con su ala de
oxígeno volando España y posándose en las más altas almenas de la
lírica. Una conferencia suya era una conversación, un relato, una
representación, una sorpresa. Algunas tardes vino a buscarme a casa
para irnos en un coche a Segovia, a Ávila, a Cuenca, para dar
nuestras conferencias. Pepe hablaba de todo y yo hablaba de él. Nada
más entrar en mi huerto se ponía a dar botes con una pelota o una
fruta. Cuando trabajó en la radio, lo primero que hacía, al llegar
por la mañana, era quitarse la chaqueta y hacer el pino durante un
rato. Nunca supe qué es lo que escribía en la radio. Lo del pino
tenía bastante desconcertados a los otros redactores.
Partíamos
en el coche hacia la provincia inmedaita. Había un chofer, estaba
Lines, estaba Pepe, dormido y delirante, y estaba yo. Conocía los
hoteles, conocía las posadas, entraba y pedía vino, se ponía y se
quitaba la bombona de oxígeno, un día le llamaron por teléfono al
coche para decir que le habían dado el Premio Miguel Hernández de
poesía. Dio las gracias, colgó y seguimos hablando de otra cosa.
Conocía los ambientes, los campos, conocía España, después de los
primeros vinos se ponía a dibujar en un rincón, hasta la hora de la
cena.
En
mitad de una conferencia donde yo estaba leyendo algo sobre él, me
quitó el libro de las manos, lo cerró y lo guardó. No soportaba
que se hablase tanto de José Hierro. Pero era igual, porque yo seguí
hablando de él, ya sin libro, y tuvo que aguantarse. Cenaba bien,
pero exquisito, sabio, selectivo, alternando los manjares rurales con
los lujosos pescados de gran hotel y los vinos, el vino blanco, el
vino tintón, el chinchón del pueblo, le gustaba comer pero estaba
delgado, cuando salíamos del hotel, ya la pequeña ciudad cerrada y
dormida, preguntaba a gritos por la casa de prostitución, sólo para
alborotar. Luego volvíamos en el coche a Madrid:
―Me
verás bebido, pero nunca borracho.
Cuando
le hospitalizaron definitivamente yo iba a verle algunas tardes.
Compartía la habitación con un señor del Seguro. A lo mejor él
también era del Seguro. Dibujaba sentado en la cama, cumplía
encargos que le habían hecho como pintos, sacaba de debajo de la
almohada un artículo mío, recortado del periódico, que le había
gustado.
―Qué
bueno es esto, por qué no escribes versos, cabrón. Eres un poeta
exquisito pero te gusta ir de hombre terrible.
Esto me lo dijo muchas veces, pero yo nunc aquise decirle que escribía prosa porque la prosa se cobra y el verso no. Incluso él tenía que ayudarse de la prosa. Había un cielo muy alto, un clima muy raro, pero yo veía que eran las últimas tardes del amigo, del poeta. Le dejaba unas flores para que pintase y me iba. Se venía conmigo, en pijama y descalzo, hasta el ascensor. Recuerdo la última tarde, que fue como otras, pero yo salí del hospital con la pesadumbre de la muerte invadiendo un sol excesivo. Luego, en el tanatorio, tuve la cabeza frágil de Lines en mi pecho.
Esto me lo dijo muchas veces, pero yo nunc aquise decirle que escribía prosa porque la prosa se cobra y el verso no. Incluso él tenía que ayudarse de la prosa. Había un cielo muy alto, un clima muy raro, pero yo veía que eran las últimas tardes del amigo, del poeta. Le dejaba unas flores para que pintase y me iba. Se venía conmigo, en pijama y descalzo, hasta el ascensor. Recuerdo la última tarde, que fue como otras, pero yo salí del hospital con la pesadumbre de la muerte invadiendo un sol excesivo. Luego, en el tanatorio, tuve la cabeza frágil de Lines en mi pecho.
***
La
pintura de Dalí tiene una cosa húmeda, blanda y eso no se lo ha
dado el sequizo Ampurdán sino la temporada de París. Dalí es más
parisino que los surrealistas parisienses, que acabaron expulsándole
del grupo para que fuese a explicar su paranoia crítica a otros
paranoicos.
Fue
la noche en que se presentó en una reunión surrealista con un
smoking blanco ilustrado con vasos de leche que temblaban a cada
movimiento del artista. Louis Aragon fue el que se lo dijo:
―Con
esa leche se podría haber dado de cenar a muchos niños del mundo.
Este
arranque de beata caritativa no pudo soportarlo Dalí y ahí
rompieron para siempre. Perdidos los amigos, Dalí se dedicó, sin
ataduras, a ganar dinero, a comercializar su surrealismo, que a pesar
de todo era el mejor del grupo.
***
Francisco
Umbral. “Días felices en Argüelles”. 2005, Planeta.
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