Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 30 de abril de 2016

Miguel Ángel Ortega Lucas.



Artículo:








27 DE ABRIL DE 2016

¿Cuántos hay aquí, esta noche, capaces de sostener la mirada de la noche y no salir despavoridos? ¿Cuántos de vosotros sois capaces de aguantar, aquí en las sombras, y no escapar? ¿Cuántos podéis escuchar esas voces de vuestra gruta (no vayas a creer que están vivos, no vayas a creer que no están vivos), mirar a los ojos en llamas del lobo, y no correr, buscar la salida del bosque, pedir socorro y luz y compañía?

...Toda la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama...”

Sólo unos pocos resisten. Sólo los leales a su propio escalofrío se quedan y escuchan el cuento, la nana bellísima y cruel, la tonada de niebla que salmodia una sombra cuando los niños tienen miedo a crecer, al otro lado de los muros. La canción sonámbula de Alejandra Pizarnik, dando asilo a nuestro terror –al suyo, al mío, al tuyo–para que no canten ellos, / los funestos, los dueños del silencio.

Este 29 de abril se cumplen 80 años desde que cayó en este mundo Alejandra Pizarnik. Cayó,literalmente. Porque es dudoso que fuera de este mundo, adonde –diría su hermano mellizo César Vallejo– ella tampoco pidió nunca que la trajeran. La mayor poeta argentina de la historia, con la cortesía de Borges, su obra es una de las más altas manifestaciones de la lengua castellana en cualquier tiempo. La Rimbaud de América, la llamó, por ejemplo, su biógrafa Cristina Piña. Pero Pizarnik llegó más lejos que Rimbaud en esa orgía violenta contra el lenguaje de este mundo, contra la realidad que el lenguaje de este mundo nos refleja: hay criaturas para las que el don que recibieron no es un modo de (mal) vivir, sino la única, precaria espada de madera con que defenderse de las dentelladas de la intemperie, de la orfandad, del frío.

El enfrentamiento bélico y erótico de Alejandra Pizarnik con el idioma hasta las últimas consecuencias –literalmente: hasta las últimas– es uno de los más estremecedores testimonios de cómo vivimos, sepámoslo o no, con el alma orientada hacia el misterio, y de cómo nuestra vida es toda ofrenda, un puro errar de loba en el bosque para decir la palabra inocente que nos salve: el conjuro para nuestros mil años de soledad.

Todos estamos heridos”, declaró en una de las últimas entrevistas de su vida, con Martha I. Moia. Todos nacemos heridos: arrojados, separados de la unión. Como ángeles caídos tras una guerra de la que no recordamos nada (soldados viejos ya, quizás: soldados amnésicos), llegamos al mundo extranjeros ya de él, en las afueras de nosotros mismos. Y nuestra vida no será otra cosa que ese errar de nómada en busca de nación, de posada en que dormir y lamernos las heridas. “Entre otras cosas –decía también a Moia en 1972, el mismo año de su suicidio–, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. El quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura”.

Es, con toda seguridad, esa lesión, esa niña jugando con su espejo roto, el primer candil de la ceremonia demasiado pura que es la obra (en prosa o verso: no hay frontera) de Alejandra Pizarnik. Tratando de curar su herida fundamental, Alejandra anhela atrapar al reflejo de sí misma en el fantasma al otro lado de la noche. Pero, ante el innegociable fracaso de la misión, no le quedará otra alternativa que erigir en el poema un dolmen nocturno como un llanto.

en la otra orilla de la noche
el amor es posible
–llévame–
llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria.

Por debajo estoy yo”

Qué lógicos resultan los testimonios de quienes la conocieron y afirman que era un ser absolutamente inútil para las cosas cotidianas, como una niña para resolver los extenuantes asuntos de la llamada vida real. No ser de este mundo.
No encajar. No comprender las arbitrarias reglas y los códigos mezquinos de esta vida en este mundo. La bautizaron Flora Pizarnik. Y su primera rebelión contra la dictadura del lenguaje, ante la que se sublevaría toda su vida en llamas de 36 años, fue efectivamente hacia la misma palabra que pretendía definirla desde el origen: se cambió el nombre (alejandra alejandra / por debajo estoy yo / alejandra).

Hija de inmigrantes ruso-judíos que recalarán en Avellaneda, al sur del Gran Buenos Aires, su infancia no pudo ser ajena a la ascensión del horror nazi, en cuyos campos de concentración perecieron casi todos los familiares de sus padres (Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker). Su hermana Myriam se escondía debajo de las sábanas por miedo a que llegara Hitler hasta la Argentina. Ella empezó muy pronto (para alejar al Malo) a tratar de dibujar mediante los símbolos de esta especie el contorno de la desolación. Su misión ciega, su compromiso fatal: arrancar a la realidad sus máscaras para poder vislumbrar en lo que dura un poema el verdadero rostro de la belleza o de la muerte, de la miseria o de la misericordia.

Necesitamos un lugar donde lo imposible se vuelva posible –garabateó en unos apuntes hacia 1964, respondiendo a ‘para qué sirve la poesía en el mundo de hoy’–. Es en el poema, particularmente, donde el límite es transgredido de buena ley, arriesgándose. El poeta trae nuevas de la otra orilla. Es el emisario o depositario de lo vedado puesto que induce a ciertas confrontaciones con las maravillas del mundo pero también con la locura y la muerte.

La poesía –escribía en su diario a los 21 años– no como sustitución, sino como creación de una realidad independiente. Ésa será su lección; su causa y su condena; la irrenunciable guerra íntima por la que acabará sacrificándose. Porque su poesía no era sólo una estética en que vivir su intimidad, sino también una ética con que sobrevivir al mundo: una moral de rebelión. Por eso, ellos son todos [ellos: eso que llaman Sociedad] y yo soy yo

Como la poesía es su vida de una manera profunda, radical, la manera de mirar el mundo será inevitablemente lo que pueda divisarse desde la maleza de ese jardín que decía haber venido a ver, su secreta madriguera. Al responder a cierto cuestionario que la revista Sur realizó en 1971 a ocho mujeres relevantes de los ámbitos de la cultura, la ciencia y el espectáculo, señalaba: No creo que la sociedad actual necesite una reforma. Creo que necesita un cambio radical, y es en ese sentido que pueden redundar beneficios para la mujer. (…)” En este caso, y en otros, la consigna sigue siendo [la de Rimbaud]: Changer la vie.

Cambiar la vida. Cuestionar y reventar los cimientos podridos de nuestra forma de ver el mundo, más allá de conflictos políticos de primeros términos. Cambiar nosotros, primero, desmantelarnos y asaltar nuestro particular palacio de invierno –congelado de miedos, de complejos, de prejuicios atávicos–; pues ninguna revolución será real si no emana previamente de la consciencia: el exterior no es más que el reflejo de lo interno. Claro que –concluye en la misma entrevista– nada temen tanto, mujeres u hombres, como los cambios.

Ella lo supo en propia piel: mujer, judía, poeta, estrafalaria y, de corolario, bisexual (o pansexualista, más bien), en una sociedad bien acostumbrada (la argentina, pero podría ser la española, o la estadounidense, o…) a decretar qué es lo deseablemente transgresor –o sedición infantiloide teledirigida desde el poder– y lo que es directamente marginal. De igual forma que se margina al diferente, de manera pueril, en los planos más inmediatos de la raza, la religión, etc., también se ha marginado siempre, por acción u omisión, al que piensa distinto, al que actúa distinto, al que siente distinto, al que hace distinto: al loco.

Hasta pulverizarse los ojos”

Estuvo siempre, sí, su desamparo insalvable, su abandono; su infancia implorando desde sus noches de cripta. Su soledad estruendosa, a pesar de la familia, de los amigos, de su temprano reconocimiento artístico (que en el fondo no le importaba nada por entre su angustia); su verse imperdonablemente fea (qué culpable me siento, desarreglada, despeinada, triste, con mi expresión neurótica, y mi ropa ambigua, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles). Su ansiedad y su comer atropellado para luego echarlo todo porque comer era normalmente una humillación, aferrarme a la fuerza a una vida que me rechaza. Su tomar pastillas “para estar bien, para estar mal, para todo” –como contaba Roberto Yahni en el maravilloso documental que le dedicaron Virna Molina y Ernesto Ardito en el Canal Encuentro argentino–. Su anhelante voracidad sexual, fruto del hambre incurable por un abrazo.

Pero también tuvo abrazos, Alejandra Pizarnik. También dejó evidencias de su capacidad de seducción, y de cómo a pesar de su aislamiento irreversible aún podía coquetear con la vidareal: No. No soy feliz –le contaba a una amiga a los 19 años–, pero hay en mi vida pequeños trozos felices, soplos de dicha que suavizan el permanente estado angustioso. Y esos momentos me permiten vivir.

Esos soplos de dicha, más frecuentes durante su primera juventud, fueron remitiendo poco a poco, de manera silente, hasta dejarla a merced de una quietud siniestra en que las palabras ya no hacían más el amor; hacían la ausencia (si digo pan ¿comeré? / si digo agua ¿beberé?). Alejandra empieza a caer del todo, a no vivir en el claroscuro del jardín sino en el sol negro de un páramo, al descubrir en las últimas lindes de su lucidez insoportable que el lenguaje no le sirve ya para nombrar (defenderse de) la realidad:

Escribir no es más lo mío. (…) Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. (…) si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada.
[8 de agosto de 1971]

Antes, la poesía la salvaba, podía salvarla al darle a elegir, como en la canción, entre el dolor y la nada: ahora ya no. Consiguió finalmente poner fin a todo, con pastillas, el 25 de septiembre de 1972, en el Hospital Pirovano de Buenos Aires.

Acecha siempre la tentación, el riesgo, de atribuir a ciertos suicidas célebres –o sencillamente muertos prematuros– una extraña tanatofilia de leyenda, digna de mejor causa. Como si el dimitir uno de absolutamente todo lo que tiene (todo) fuera una admirable tarea romántica, o trámite más o menos aparatoso para entrar en eso que llaman Posteridad. No: no debe de ser tan fácil. En esa confrontación en carne viva de lo que Camus llamó el único problema filosófico verdaderamente serio (saber si la vida merece ser vivida o no) no hay tal. No hay ya belleza posible en el vacío y el horror absolutos: por la sencilla razón de que, si hay belleza, puede haber salvación. Por lo demás, cuando alguien se mata, lo hace generalmente contra algo.

No: no era el abismo de la muerte quien la llamaba, sino el abismo de una vida que no es de este mundo. Que sólo se entrevé en ciertas noches compasivas, y que apenas puede arañarse tras la cortina de brisa del lenguaje: al otro lado del fantasma imposible que jamás llegará a decir su nombre. (Y todas las pestes y las plagas para los que puedan dormir en paz.)

La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo

[Septiembre de 1972]




Miguel Ángel Ortega Lucas. Artículo extraído de: “ctxt contexto y acción. Culturas. Gentes de mal vivir”. 
Más de este autor en: https://ortegalucas.wordpress.com/


jueves, 28 de abril de 2016

E.E. Cummings




                                           RETRATO


   BUFFALO BILL
que murió
          cabalga
          un aguargentado
                   caballo
y rompió unodostrescuatrocinco palomas como aquellas
                                                                                  Jesús
fue un hombre hermoso
                    pero lo que quiero saber es
cómo te gusta tu chico de ojos azules
Señora Muerte.





                             LAS HORAS SE LEVANTAN...


    LAS horas se levantan apagando estrellas y es
el alba
en la calle del cielo la luz pasea sembrando poemas
en la tierra se extingue
una vela la ciudad
despierta
con una canción en los labios
y la muerte en los ojos
y es el alba
el mundo
avanza para asesinar sueños...
en la calle veo hombre
fuertes cavando en busca de pan
y veo los rostros brutales de
gente satisfecha repugnante sin esperanza cruel feliz

    y es de día,

    en el espejo
veo un hombre
endeble
soñando sueños
sueños en el espejo
y cae
el crepúsculo sobre la tierra

se enciende una vela
y hay oscuridad.
la gente está en sus casas
el hombre endeble se ha acostado
la ciudad
duerme con la muerte en la boca y una canción en los
     ojos
las horas descienden,
prendiendo estrellas...
   en la calle del cielo la noche pasea sembrando poemas










                                 MI DULCE ANCIANA ETCÉTERA...

    MI dulce anciana etcétera
tía lucy durante la última

    guerra podía decir y lo que es más
os decía exactamente
por qué
luchábamos todos

mi hermana
    Isabel creó centenares
(y
centenares) de calcetines sin
mencionar camisetas a prueba de pulgas
orejeras etcétera mitones etcétera, mi
madre creía que

    yo moriría etcétera
valerosamente claro está mi padre acostumbraba
a enronquecer hablando acerca del privilegio
que esto era y si por lo menos él
pudiera mientras tanto que mi
yo etcétera yaciera tranquilo
en el fango profundo et
cétera
soñando,
et
    cétera, en
Su sonrisa
ojos rodillas y en su Etcétera.






Agustí Bartra. “Antología de la poesía norteamericana”. 1974, Plaza & Janes.




martes, 26 de abril de 2016

Ezra Pound.






            LA LLEGADA DE LA GUERRA: ACTEÓN



UNA imagen del Leteo,
                                       y los campos
llenos de luz tenue
                             pero dorada,
grises riscos
                     debajo de los cuales
hay un mar
más áspero que el granito,
                                           inquieto, siempre moviente;

altas formas
                      con el movimiento de los dioses,
peligroso aspecto.
                              Alguien dijo:
<<Ése es Acteón.>>
                                  ¡Acteón de las grebas doradas!

    En los hermosos prados,
en la fría faz de aquel campo,
inquietas, siempre movientes,
hay las huestes de un pueblo antiguo,
el silencioso cortejo.











                      UN PACTO


    HAGAMOS un pacto, Walt Whitman.
Largo tiempo te he detestado.
Voy hacia ti como un rapaz
crecido cuyo padre tuvo
cabeza de cerdo.
A mi edad, puedo hacer amigos.
Cortaste la madera nueva,
llegó el tiempo ya de tallarla.
Tu savia y raíz son las mías.
¡Que haya comercio entre nosotros!










                                   ITÉ


    ¡ID, cantos míos! Buscad las alabanzas de los jóvenes
     y de los intolerantes,
moveos entre los que aman sólo la perfección.
Permaneced siempre en la difícil luz de Sófocles
y sufrid alegremente sus heridas.






                    EN UNA ESTACIÓN DEL METRO

    ESOS rostros en la apretada multitud
son como pétalos de una rama negra y húmeda.






Agustí Bartra. “Antología de la poesía norteamericana”. 1974, Plaza & Janes.




viernes, 22 de abril de 2016

José Luis Piquero.



ELOGIOS DEL PEZ-LUNA

(por P.F.)


Ese vértigo-abajo de los días peores
al fin no es más terrible
que ese vértigo-arriba de la infancia
mientras alguien se inclina hacia nosotros
desde torres monstruosas y nos deja
un pellizco de susto en la mejilla.

Acaso tu problema fue quedarte
en aquellas regiones tanto tiempo
y no haber asumido esta estatura;
ser siempre el niño atónito
al que cambian sustos y juguetes
por miradas de pasmo y unas gracias.
Apostaría a que fuiste un niño silencioso.

De las mañanas tontas de cafés y sin clase
(hace no muchos años) me han quedado
unas cuantas imágenes sucesivas de ti:
Pelayo en blanco y negro, muy de acuerdo
con lo que ha dicho alguien y está claro.
Pelayo un disparate de voces, consiguiendo
que nos echen. Pelayo
con la mirada fría y en silencio. Por fin,
Pelayo desolado frente al vértigo
de sus peores días, ya inconexo y terrible,
lejos de todos, roto.    
                               Lo confieso:
Casi te aborrecí por habernos dejado
solos, por asumir
ese papel confuso, desgraciado, que hacía
de nosotros inútiles testigos
de tu dolor, figurones sin frase;
y porque nos pusiste
frente a frente con algo que se parece al miedo.
Eras un ser extraño: un pez de charco,
un comedor de tierra, un joker triste
perdido no sé dónde entre los naipes,
y me acuerdo de días
en que te despedí ya para siempre
y sin sentir nada.

                                Vienen luego
las escenas cruentas: Un cristal
que se rompe. Gritos en la escalera.
Alguien que pide un taxi. Una bufanda
empapada en sangre. La negrura
del lobo en una cándida cama del hospital.

No fueron buenos tiempos, quién lo duda.

Pero hoy que, ya de vuelta de esos años,
sano y salvo, te sientas junto a mí,
pido café y charlamos tan a gusto,
e incluso nos reímos al pensar
en los viejos errores, yo quisiera
saber más, comprenderlo.

Preguntarte (quizá porque es preciso
saber que hubo una justificación
para tanto dolor) qué te tentaba
del lado oscuro, si valió la pena
y si aprendiste algo. O si fue sólo
una forma egoísta de salvarte,
o un ajuste de cuentas con la vida
y el ensayo de otra vida imposible.

O simplemente eras como un niño
rompiendo en mil pedazos el espejo,
dando cuerda al reloj de tal manera
que aún le dicen dormido,
sin escuela, y se ríen.






PALABRAS DE CAÍN ADOLESCENTE


Yavé se complació en Abel y su ofrenda,
mientras que le desagradó Caín y la suya.
Caín entonces se encolerizó y su rostro
se descompuso. Yavé le dijo: ¿Por qué te
encolerizas y te muestras malhumorado?

Gén 4, 4-6


Me he pasado la vida malgastando favores en personas que
    nunca me quisieron.
Yo sólo deseaba ser del grupo.

Tratado como un corruptor de sueños,
mantenido a distancia de niños y mascotas, como a quien
por extraño no se recibe en casa,
he tenido que oír ya demasiadas veces que soy un
     impostor.

Tarde para los besos, para estrechar las manos,
tarde para las lágrimas y el arrepentimiento,
tarde para cualquier palabra.
                                              Tarde:
por lo visto yo siempre llego tarde.

Y de noche, en la casa en donde todos duermen,
mientras fumo asomado a la ventana,
o en la mañana sórdida de cafés y cristales empañados, a
     solas con el mundo
o en la blancura estéril de una página,
he comprendido tarde que es inútil querer ser otra
     cosa que el fantasma embustero que habéis hecho de mí,
u no-muerto cortado a la medida de todo lo que nunca
     quise ser,
alguien a quien sin duda me parezco, como un hombre a
     su máscara:
el hipócrita, el sucio y el que no es de fiar,
a un paso del ridículo (el cantante de moda o el bachiller
      con granos),
a un paso del horror (el buen chico que sale en los sucesos).

Soy el que traicionó tus confidencias.
El que maltrató al tonto de la clase.
El que lo enredó todo cuando los dos amigos disputaban la
     misma chica idiota.
El que habló mal de ti cuando no estabas y trató de poner
     en contra tuya al grupo.
El que usó del chantaje
sentimental (es fácil entre amigos)
para ahuyentar del grupo a los extraños,
vuestros otros amigos, que eran más ocurrentes, más
     experimentados y, qué pena,
más incautos.
El que juró y juró, <<podéis creerme...>> y <<no sabía...>>, y sí
sabía y consiguió que le creyeran.

Soy el que habló al oído de una chica asustada y aún me
      acuerdo
le imaginó un futuro más honorable, una salida digna,
      <<hazlo, mujer>>,
y durante un momento era todo posible, matar con una
       frase, aquel horror...
Mi máscara lo ha dicho, que soy ese:
agazapado, sórdido,
al que puedes tumbar con un buen puñetazo y zumba en
     torno tuyo,
pero nadie es al fin tan peligroso piensas cuando
     puedes tumbarlo con un buen puñetazo,
y luego es tarde, mira, ya te tengo.
Todos llegamos tarde alguna vez.

¿Y nada más? ¿Acaso os preguntásteis un instante qué
      oculta la máscara de un monstruo?
Me acuerdo de esa infancia interminable,
a caballo en la rama más valiente del árbol de los juegos.
Eso era algo; no
el paraíso exactamente, pero
ternura pronta, cándido heroísmo y la avidez legítima
    del cachorro intocado
allí existía el orden. Y es curioso
que a la luz de una infancia ideal los enemigos sean menos
     enemigos.
También ellos tuvieron ese miedo indefenso que redime
y una conmovedora propensión al llanto.

¿Sabéis quién soy a solas? El que escucha
canciones tristes.

He soñado a menudo redimir mi egoísmo con un gesto,
      dar mi vida
a cambio de otra vida,
ser el súbito héroe que muere en el incendio.
Pensad en mí lejano, la cabeza inclinada.
Toda esa gente afuera, tanto frío, las calles se bifurcan y el
     camino que lleva a la casa segura no se termina nunca.

Yo he pensado en la muerte y a menudo he ensayado una
      muerte inofensiva, de poca sangre y mucho, mucho
      miedo,
sólo para ahuyentar de mí todo el ridículo y el asco de mí
      mismo,
cuchilla en las muñecas, quemadura en los brazos para
      seguir viviendo,
porque al final el dolor es la consciencia, es el ruido del
      mundo que a tu alrededor chilla y te agita los hombros.

Te aferras a esa vida con desesperación y, sin embargo,
eres adolescente: nunca sabes qué hacer ni qué decir, dónde
      poner las manos y los ojos.
Tu cuerpo ya es grotesco y esas chicas se ríen. No te gusta
      tu cara.
Estás enamorado. Más allá de las fórmulas, los libros te
      insinúan una vida más fácil en cualquier otra parte.

Los libros te consuelan en todo lo esencial.

Y tú en tu jaula estéril te revuelves, inútil, sudoroso, como
      en la noche insomne cuando el calor te ahoga.
Dando palos de ciego. La novia de tu amigo. Matarías con
      gusto cualquier signo de amor.
Usa ese poder, usa los libros,
porque luego el perdón de Dios es una fórmula
y tú eres el no-muerto que debe defenderse, el hipócrita, el
      sucio y el corruptor de sueños.

Dolorosa esa edad en que siempre estás solo
y a tu alrededor nace
la flor limpia de un mundo que nunca es para ti.











LO QUE DIJO JUDAS ESA NOCHE


Los discípulos se miraban unos a otros, pues
no sabían de quién hablaba.
Jn 13, 22


Largamente adiestrados en la sospecha, y hartos
de mentirnos los unos a los otros,
canallas que sonríen
mientras sorben sus whiskys.

Tiempo de contricción: nos hemos hecho daño.

Y hoy, si intento mirarnos como quien desde fuera
alcanza a ver el centro de las cosas,
veo monstruos perfectos: moscas contra un cristal.

Y sin embargo,
hubo un tiempo de rosas salvajes en el mundo
que habitamos a solas como amantes plurales,
y era buena esa mano distraída en un hombro,
beber del mismo vaso en lentas ceremonias de saliva,
desnudos de verdad
contra el cielo borracho de una noche inventada.

La noche es el salón que llenamos de humo casi a oscuras.
Tengo miedo a la noche que nos quita lo poco que aún nos
    queda:
esas rosas, las manos sobre el hombro.

Amigos tantas veces traicionados:
después de las mentiras, perdonémonos
aún, mientras hay tiempo.
En el fondo seguimos siendo aquellos amantes.
Luego, si la verdad sólo nos hace daño,
volvamos a mentirnos, pero esta vez en serio, como
      entonces.

Refugiémonos juntos en una gran mentira redentora:
la cascada salvaje donde nadar desnudos,
las copas de cristal,
cabezas reposando sobre pechos tranquilos.

Ah, no quiero, no quiero
que muera lo que acaso dura un día,
su huella inolvidable frente al humo disperso de este bar.

Porque la noche, el humo, nos asfixian;
somos agua de hielo sin sabor,
bultos entre la niebla. Nos estamos muriendo
y qué poco os importa.

Se hace tarde. Pensad en esa música
silbada entre dos luces, cuando sonríe el agua
y los cuerpos están en paz consigo.
Juguetes de calor, islas agradecidas.

¿Preferís la verdad de un destino automático?

Adiós, mis traicionados amigos. Mucho tiempo
amé vuestras facciones que ya otra luz afea y enrarece.

Va a amanecer el día sobre las flores secas.

Clausuremos el mundo con un beso.






Luis Antonio de Villena. “La lógica de Orfeo. (Antología)”. 2003, Visor.