Fragmentos:
Mi
primer encontronazo con la fama no fue precisamente memorable. Yo era
ayudante de camarero en Marx´s Deli. El año era 1934. El local
estaba en el centro de Los Ángeles, en el cruce de las calles
Tercera y Hill. Tenía veintiún años, vivía en un mundo que
limitaba al oeste con el barrio de Bunker Hill, al este con Los
Ángeles Street, al sur con Pershing Square y al norte con el Civic
Center. Yo era un mozo sin parangón, tenía empuje y mucho estilo
para el oficio, y aunque el salario era de hambre (un dólar al día
más las comidas) llamaba mucho la atención mientras volaba de mesa
en mesa, con una bandeja en la mano, ganándome las sonrisas de los
clientes. Pero podía ofrecer al jefe algo más que mis dotes de
camarero, ya que también era escritor. El hecho se hizo público un
día que un fotógrafo borracho de Los Ángeles Times se sentó
a la barra y me hizo varias fotografías mientras yo servía a una
clienta que me contemplaba con admiración. Al día siguiente la foto
apareció en Times con un artículo. Hablaba de la lucha y el triunfo
del joven Arturo Bandini, un muchacho de Colorado, ambicioso y muy
trabajador, que había irrumpido en el difícil mundo de las revistas
colocando su primer cuento en The American Phonenix, que, como todo
el mundo sabe, dirigía el personaje más famoso de la literatura
americana, nada menos que Heinrich Muller. ¡El bueno de Muller!
¡Cuánto amaba a aquel hombre! Si he de ser franco, mis primeros
experimentos literarios fueron las cartas que le escribí pidiéndole
consejo, sugiriéndole argumentos para cuentos que yo mismo podía
escribir y finalmente enviándole los cuentos ya escritos, muchos
cuentos, uno por semana, hasta que el mismísimo Heinrich Muller,
viejo gruñón del mundo literario, el amo del cubil, pareció por
darse por vencido y accedió a enviarme una carta de dos líneas, y
luego otra de cuatro líneas, y luego, oh maravilla, un cheque de 150
dólares por la adquisición de mi primer relato.
***
La
señora Brownell me dio una serie de indicaciones por la mañana y
tomé el autobús de Sunset hasta Gower Avenue. Los estudios ocupaban
media manzana. Subí en el ascensor al tercer piso y busqué el
despacho de Schindler. Su secretaria estaba sentada tras un
escritorio, leyendo una novela. Era rubia, peinada con austeridad,
con un moño en el cogote. Tenía las cejas doradas y sus ojos era
topacio puro, hostiles, nada cordiales.
―¿Sí?
―preguntó.
Le
dije mi nombre. Se levantó y fue a la puerta del despacho de
Schindler. Llevaba un vestido de terciopelo verde. Inmediatamente vi
su sensacional trasero, un auténtico corazón hollywoodense. Se
movía como una serpiente, una culebra de las grandes, una lujurioso
boa constrictor. Me gustó mucho. Llamó a la puerta de Schindler y
la abrió.
―El
señor Bandini ―anunció.
Schindler
se levantó y nos dimos la mano.
―Siéntate
―dijo―.
Estás en tu casa.
Era
un hombre bajo, con forma de proyectil, pelo cortado al rape y un
puro sin encender en la boca.
―He
leído todas las historias que has publicado ―dijo―.
Tienes
mucho estilo, chaval. Eres exactamente lo que necesito. ¡H. L.
Muller ataca de nuevo! ―Se
echó a reír―.
H. L. Muller y yo somos viejos amigos. Trabajábamos juntos en el
Baltimore Sun. Hace
veinte años que lo conozco.
―Ya
le dije que nunca había escrito para el cine. No espere mucho.
―Déjame
eso a mí―
dijo Schindler.
―¿En
qué ha pensado usted exactamente?
―De
momento en nada. Primero acostúmbrate al lugar. Aclimátate.
Oriéntate. Lee algunos guiones míos, ve algunas películas mías.
Conoce a los demás guionistas de este piso: Benchley, Ben Hecht,
Dalton Trumbo, Nat West. Estás en buena compañía muchacho.
***
Hay
que tener un agente. Sin agentes eres un marginado, un desconocido.
Tener agente da profesionalidad, aunque nunca consiga nada. Cuando
otro escritor nos pregunta: <<¿Con qué agente estás?>>,
y respondemos: <<Con ninguno>>, el primero deduce
automáticamente que no tenemos talento. El agente de Edgington era
Cyril Korn.
―Te
resultará antipático ―me
advirtió Edgington―,
pero es bueno.
Envié
tres cuentos de revista a las oficinas de Korn en Beverly Hills y
esperé a que me llamara.
No
me llamó. Acabó llamándolo Edgington, que concertó una cita en mi
nombre. Las oficinas estaban en un edificio de Beverly Drive de
construcción reciente. Su secretaria me anunció y me senté a
esperar. Al cabo de dos horas me dejaron pasar al despacho del gran
hombre.
Estaba
en el centro de la enmoquetada habitación, metiendo pelotas de golf
en un vaso. Ni siquiera me saludó. Por fin, tras dar un concentrado
golpe con el palo, dijo sin mirarme:
―He
leído sus cuentos.
―¿Le
han gustado?
―Los
encuentro abominables. No tiene usted ninguna posibilidad de colocar
esa basura en el cine.
***
Encontré
una habitación en Temple Street, encima de un restaurante filipino.
Costaba dos dólares por semana, sin toallas, sábanas ni fundas de
almohada. La tomé, me senté en la cama y medité sobre mi vida en
la tierra. ¿Por qué estaba allí? ¿Y qué hacía ahora? ¿A quién
conocía? Ni siquiera a mí mismo. Me miré las manos. Eran manos
lisas de escritor, manos de escritor plueblerino, no aptas para el
trabajo duro, sin igual para componer frases. ¿Qué podía hacer?
Miré la habitación, las paredes manchadas de vino, el suelo sin
enmoquetar, la pequeña ventana que daba a Figueroa Street. Olí la
comida del restaurante filipino de abajo. ¿Sería el final de Arturo
Bandini? ¿Sería aquel el lugar en el que moriría, en aquel colchón
gris? Pasarían semanas y yo allí tendido sin que nadie me
encontrase. Me puse de rodillas y recé.
***
Dejé
el coche en un garaje y subí al Greyhound con dos maletas. El
autobús salió de Los Ángeles a las siete de la tarde de un día
muy caluroso. En realidad, era el último día caluroso que a
soportar en un mes. El interior del autobús estaba aún más tórrido
que el día, los asientos de cuero hervían de calor cuando te
sentabas y los pasajeros se removían, agotados e incómodos, cuando
salimos del área metropolitana. Era como si llevaran varios días de
viaje y el aire estaba lleno de humo de tabaco.
Cuando
entramos en Nevada, empezaron a caer los primeros copos de nieve.
Cruzamos Nevada con una tormenta en ciernes, con la nieve cuajando y
el autobús reduciendo la velocidad en la enceguecedora ventisca.
Cuando llegamos a Utah e hicimos una parada, la nieve llegaba por
encima de las ruedas. Corrimos a refugiarnos en la estación, tomamos
un café nauseabundo y volvimos al autobús. Las horas pasaban y la
nieve seguía cayendo con insidiosa determinación, como si quisiera
enterrarnos en la llanura. En Wyoming nos alcanzaron los quitanieves
que habían salido de Rock Springs para rescatarnos y la velocidad
del viaje se redujo hasta alcanzar la de los cangrejos. Cuando
llegamos a la estación de Boulder, tuve que hacer un esfuerzo para
no caerme de lado mientras bajaba.
***
Llegamos
a casa y bajé del coche, procurando no dar un porrazo al cerrar.
Kelly se fue. Cogí un puñado de nieve y me lo puse en la nariz
hasta que dejó de sangrar. Atravesé el patio nevado en silencio
hasta la ventana de mi hermano. Golpeé el vidrio. Corrió a abrirme
la puerta lateral. Se llevó un susto al ver la sangre.
―¿Qué
te ha pasado? ―dijo.
―Me
caí y me casqué la nariz. No digas nada. No quiero que se entere
mamá. ¿Está el viejo en la casa?
―Acostado.
―Me
voy ―susurré―.
Me largo; esta noche, ahora mismo. No hagas ruido
Cruzamos
la puerta lateral. Abrí las maletas encima de la cama y fui
llenándolas en silencio con la ropa que sacaba del armario y el
cuarto ropero. Mario se vistió y me miró mientras yo me limpiaba la
sangre de la cara y las manos. Me cambié la ropa, doblé las prendas
ensangrentadas y las puse en la maleta.
―Andando
―susurré.
Mi hermano cogió una maleta y yo la otra. Sin hacer el menor ruido
salimos a la nieve y fuimos hasta su viejo coche.
―¿Qué
le digo a mamá? ―preguntó
con voz trémula.
―Nada
―dije.
―¿Seguro
que te has caído? ―preguntó―. ¿Seguro que no te han dado de
hostias?
―Totalmente.
Metimos
el equipaje en el coche y fuimos a la estación de autobuses. El
autobús de Denver estaba aparcado delante, jadeando como un animal.
Adquirí un billete para Los Ángeles y subí. Mario se quedó al
lado de mi ventanilla, mirándome con lágrimas en los ojos. Bajé a
toda prisa del autobús y lo abracé.
―Gracias,
Mario. Nunca lo olvidaré.
Mario
sollozaba y apoyó la cabeza en mi hombro.
―Ten
cuidado ―dijo―. No te pelees, Arturo.
―Sé
cuidar de mí mismo.
Di
media vuelta y subí al autobús. Era miércoles por la noche.
Viajamos con nieve casi todo el trayecto y llegamos a Los Ángeles un
soleado sábado por la mañana.
John
Fante. “Sueños de Bunker Hill”. 2002, Anagrama.
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