Frente al silencio.

Frente al silencio.

lunes, 11 de abril de 2016

John Fante.



Fragmentos:




      Mi primer encontronazo con la fama no fue precisamente memorable. Yo era ayudante de camarero en Marx´s Deli. El año era 1934. El local estaba en el centro de Los Ángeles, en el cruce de las calles Tercera y Hill. Tenía veintiún años, vivía en un mundo que limitaba al oeste con el barrio de Bunker Hill, al este con Los Ángeles Street, al sur con Pershing Square y al norte con el Civic Center. Yo era un mozo sin parangón, tenía empuje y mucho estilo para el oficio, y aunque el salario era de hambre (un dólar al día más las comidas) llamaba mucho la atención mientras volaba de mesa en mesa, con una bandeja en la mano, ganándome las sonrisas de los clientes. Pero podía ofrecer al jefe algo más que mis dotes de camarero, ya que también era escritor. El hecho se hizo público un día que un fotógrafo borracho de Los Ángeles Times se sentó a la barra y me hizo varias fotografías mientras yo servía a una clienta que me contemplaba con admiración. Al día siguiente la foto apareció en Times con un artículo. Hablaba de la lucha y el triunfo del joven Arturo Bandini, un muchacho de Colorado, ambicioso y muy trabajador, que había irrumpido en el difícil mundo de las revistas colocando su primer cuento en The American Phonenix, que, como todo el mundo sabe, dirigía el personaje más famoso de la literatura americana, nada menos que Heinrich Muller. ¡El bueno de Muller! ¡Cuánto amaba a aquel hombre! Si he de ser franco, mis primeros experimentos literarios fueron las cartas que le escribí pidiéndole consejo, sugiriéndole argumentos para cuentos que yo mismo podía escribir y finalmente enviándole los cuentos ya escritos, muchos cuentos, uno por semana, hasta que el mismísimo Heinrich Muller, viejo gruñón del mundo literario, el amo del cubil, pareció por darse por vencido y accedió a enviarme una carta de dos líneas, y luego otra de cuatro líneas, y luego, oh maravilla, un cheque de 150 dólares por la adquisición de mi primer relato.

***





      La señora Brownell me dio una serie de indicaciones por la mañana y tomé el autobús de Sunset hasta Gower Avenue. Los estudios ocupaban media manzana. Subí en el ascensor al tercer piso y busqué el despacho de Schindler. Su secretaria estaba sentada tras un escritorio, leyendo una novela. Era rubia, peinada con austeridad, con un moño en el cogote. Tenía las cejas doradas y sus ojos era topacio puro, hostiles, nada cordiales.
      ―¿Sí? preguntó.
      Le dije mi nombre. Se levantó y fue a la puerta del despacho de Schindler. Llevaba un vestido de terciopelo verde. Inmediatamente vi su sensacional trasero, un auténtico corazón hollywoodense. Se movía como una serpiente, una culebra de las grandes, una lujurioso boa constrictor. Me gustó mucho. Llamó a la puerta de Schindler y la abrió.
      ―El señor Bandini anunció.
      Schindler se levantó y nos dimos la mano.
      ―Siéntate dijo. Estás en tu casa.
Era un hombre bajo, con forma de proyectil, pelo cortado al rape y un puro sin encender en la boca.
      ―He leído todas las historias que has publicado dijo.
Tienes mucho estilo, chaval. Eres exactamente lo que necesito. ¡H. L. Muller ataca de nuevo! Se echó a reír. H. L. Muller y yo somos viejos amigos. Trabajábamos juntos en el Baltimore Sun. Hace veinte años que lo conozco.
      ―Ya le dije que nunca había escrito para el cine. No espere mucho.
      ―Déjame eso a mí dijo Schindler.
      ―¿En qué ha pensado usted exactamente?
      ―De momento en nada. Primero acostúmbrate al lugar. Aclimátate. Oriéntate. Lee algunos guiones míos, ve algunas películas mías. Conoce a los demás guionistas de este piso: Benchley, Ben Hecht, Dalton Trumbo, Nat West. Estás en buena compañía muchacho.

***





      Hay que tener un agente. Sin agentes eres un marginado, un desconocido. Tener agente da profesionalidad, aunque nunca consiga nada. Cuando otro escritor nos pregunta: <<¿Con qué agente estás?>>, y respondemos: <<Con ninguno>>, el primero deduce automáticamente que no tenemos talento. El agente de Edgington era Cyril Korn.
      ―Te resultará antipático ―me advirtió Edgington―, pero es bueno.
      Envié tres cuentos de revista a las oficinas de Korn en Beverly Hills y esperé a que me llamara.
      No me llamó. Acabó llamándolo Edgington, que concertó una cita en mi nombre. Las oficinas estaban en un edificio de Beverly Drive de construcción reciente. Su secretaria me anunció y me senté a esperar. Al cabo de dos horas me dejaron pasar al despacho del gran hombre.
      Estaba en el centro de la enmoquetada habitación, metiendo pelotas de golf en un vaso. Ni siquiera me saludó. Por fin, tras dar un concentrado golpe con el palo, dijo sin mirarme:
      ―He leído sus cuentos.
      ―¿Le han gustado?
      ―Los encuentro abominables. No tiene usted ninguna posibilidad de colocar esa basura en el cine.

***









      Encontré una habitación en Temple Street, encima de un restaurante filipino. Costaba dos dólares por semana, sin toallas, sábanas ni fundas de almohada. La tomé, me senté en la cama y medité sobre mi vida en la tierra. ¿Por qué estaba allí? ¿Y qué hacía ahora? ¿A quién conocía? Ni siquiera a mí mismo. Me miré las manos. Eran manos lisas de escritor, manos de escritor plueblerino, no aptas para el trabajo duro, sin igual para componer frases. ¿Qué podía hacer? Miré la habitación, las paredes manchadas de vino, el suelo sin enmoquetar, la pequeña ventana que daba a Figueroa Street. Olí la comida del restaurante filipino de abajo. ¿Sería el final de Arturo Bandini? ¿Sería aquel el lugar en el que moriría, en aquel colchón gris? Pasarían semanas y yo allí tendido sin que nadie me encontrase. Me puse de rodillas y recé.

***




      Dejé el coche en un garaje y subí al Greyhound con dos maletas. El autobús salió de Los Ángeles a las siete de la tarde de un día muy caluroso. En realidad, era el último día caluroso que a soportar en un mes. El interior del autobús estaba aún más tórrido que el día, los asientos de cuero hervían de calor cuando te sentabas y los pasajeros se removían, agotados e incómodos, cuando salimos del área metropolitana. Era como si llevaran varios días de viaje y el aire estaba lleno de humo de tabaco.
      Cuando entramos en Nevada, empezaron a caer los primeros copos de nieve. Cruzamos Nevada con una tormenta en ciernes, con la nieve cuajando y el autobús reduciendo la velocidad en la enceguecedora ventisca. Cuando llegamos a Utah e hicimos una parada, la nieve llegaba por encima de las ruedas. Corrimos a refugiarnos en la estación, tomamos un café nauseabundo y volvimos al autobús. Las horas pasaban y la nieve seguía cayendo con insidiosa determinación, como si quisiera enterrarnos en la llanura. En Wyoming nos alcanzaron los quitanieves que habían salido de Rock Springs para rescatarnos y la velocidad del viaje se redujo hasta alcanzar la de los cangrejos. Cuando llegamos a la estación de Boulder, tuve que hacer un esfuerzo para no caerme de lado mientras bajaba.

***




      Llegamos a casa y bajé del coche, procurando no dar un porrazo al cerrar. Kelly se fue. Cogí un puñado de nieve y me lo puse en la nariz hasta que dejó de sangrar. Atravesé el patio nevado en silencio hasta la ventana de mi hermano. Golpeé el vidrio. Corrió a abrirme la puerta lateral. Se llevó un susto al ver la sangre.
      ―¿Qué te ha pasado? dijo.
      ―Me caí y me casqué la nariz. No digas nada. No quiero que se entere mamá. ¿Está el viejo en la casa?
      ―Acostado.
      ―Me voy susurré. Me largo; esta noche, ahora mismo. No hagas ruido
      Cruzamos la puerta lateral. Abrí las maletas encima de la cama y fui llenándolas en silencio con la ropa que sacaba del armario y el cuarto ropero. Mario se vistió y me miró mientras yo me limpiaba la sangre de la cara y las manos. Me cambié la ropa, doblé las prendas ensangrentadas y las puse en la maleta.
      ―Andando susurré. Mi hermano cogió una maleta y yo la otra. Sin hacer el menor ruido salimos a la nieve y fuimos hasta su viejo coche.
      ―¿Qué le digo a mamá? ―preguntó con voz trémula.
      ―Nada ―dije.
      ―¿Seguro que te has caído? ―preguntó―. ¿Seguro que no te han dado de hostias?
      ―Totalmente.
      Metimos el equipaje en el coche y fuimos a la estación de autobuses. El autobús de Denver estaba aparcado delante, jadeando como un animal. Adquirí un billete para Los Ángeles y subí. Mario se quedó al lado de mi ventanilla, mirándome con lágrimas en los ojos. Bajé a toda prisa del autobús y lo abracé.
      ―Gracias, Mario. Nunca lo olvidaré.
      Mario sollozaba y apoyó la cabeza en mi hombro.
      ―Ten cuidado ―dijo―. No te pelees, Arturo.
      ―Sé cuidar de mí mismo.
      Di media vuelta y subí al autobús. Era miércoles por la noche. Viajamos con nieve casi todo el trayecto y llegamos a Los Ángeles un soleado sábado por la mañana.






John Fante. “Sueños de Bunker Hill”. 2002, Anagrama.



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