Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Julio Llamazares




7. El frío



      Hay recuerdos, como fotografías, que, cuando los revelamos en la cubeta de la memoria esa cubeta mágica y secreta que todos ocultamos en el cuarto de atrás de nuestras vidas, aparecen movidos o velados parcialmente. Son los recuerdos que preceden al olvido. Vemos su imagen, queremos reproducir el tiempo al que pertenecen, o su lugar concreto, o lo que para nosotros supusieron en su día, pero, por alguna razón, por más que lo intentamos, no podemos conseguirlo. Por eso nos producen una gran melancolía.
      Entre cada recuerdo como entre cada fotografía, quedan siempre unas zonas en sombra bajo las que se nos ocultan trozos de nuestra propia vida; trozos de vida que a veces tan importantes, o tan significativos, como los que recordamos o como los que viviremos todavía. Son esos cortes en negro que sustituyen en las películas a los fotogramas rotos o quemados por las máquinas y que hacen que cada vez sea más complicado poder seguirlas. Al final, cuando se repiten mucho, terminan por hacer el relato incomprensible.
      Recuerdo aún algunas películas, en aquel cine de Olleros, que, de tan viejas y tan cortadas, era imposible ya saber de qué trataban o cuáles eran sus títulos. Las enviaban en lotes junto con las más recientes o las vendían de saldo a los cines de pueblo para que las explotaran mientras pudieran o las utilizaran para empalmar las nuevas cuando éstas, con el uso, se rompían. La mayoría eran de la época muda. Algunas de ellas recuerdo haberlas visto varias veces cuando, por circunstancias (la nieve, normalmente, en invierno, o un retraso imprevisto en el envío), la película anunciada no llegaba y tenían que sustituirla, sin conseguir enterarme de nada y, en bastantes ocasiones, sin saber si faltaban si faltaban más metros de cinta de los que nos ofrecían. Pero a mí eso, entonces, no me importaba. Ni siquiera me importaba que, como más de una vez pasó, el señor Mundo se confundiese (cosa lógica teniendo en cuenta el estado de las películas) y nos la proyectase con el orden de los rollos confundido. Habituado como estaba a inventar las de los mayores mirando las carteleras de la vitrina, incluso me gustaba no poderlas entender porque ello me permitía inventar una distinta cada vez aunque la que proyectaran fuera la misma. Pero ahora no es igual.. Ahora es mi propia película la que estoy viendo, iluminada por mi memoria y animada por las voces que se quedaron grabadas en estas fotografías, y los cortes en negro que descubro entre ellas me desazonan tanto como la dificultad que siento para darle movimiento a algunas de las que existen. Es lo que me pasó antes con la del puente, que de repente se convirtió ella misma en un abismo, y es lo que me pasa ahora con esta otra en la que aparezco solo, caminando por la carretera con el rostro cubierto por un pasamontañas y las manos hundidas en los bolsos del abrigo.
      La miro y no me recuerdo nada, absolutamente anda salvo el frío. Aquel frío feroz, afilado y terrible, a veces blando de nieve y otras negro por el polvo de la mina, que se adueñaba de Olleros cuando llegaba el invierno y que se respira aún, como un aliento lejano, en esta fotografía. Seguramente me la hicieron un domingo. Lo digo por los zapatos, que están muy limpios pese a la nieve y el barro que se ven en las cunetas, y por ese abrigo azul negro en la fotografía que me hizo la modista de Cistierna, una mujer contrahecha, o tullida, o paralítica (ya no lo recuerdo bien, pero sé que algo tenía), y que posiblemente estrené ese día. O, si no, ¿por qué esta foto que, por no recordar ya nada, ni siquiera me recuerda su motivo?
      A lo mejor no lo tuvo nunca. Hay fotos, como recuerdos, que nacen fortuitamente, sin justificación alguna, y que por eso, precisamente, nos acompañan toda la vida. Son como esos perros perdidos que nos persiguen a todas partes porque un día les dimos de comer y de los que no conseguimos desembarazarnos porque no conocemos ni su nombre ni su origen. El nombre de ésta es el frío; pero su origen lo desconozco igual que también ignoro de dónde llega la luz que se filtra entre la nieve y la ilumina. Es una luz irreal, planetaria, casi pura, como la de las postales viejas o los cuadros de Hopper, que invade toda la foto y la llena de dulzura. Es la luz azul del frío, aquella luz sideral que se adueñaba de Olleros cuando llegaba el invierno y se extendía sobre la nieve como una segunda capa cuando helaba por las noches o cuando, tras las montañas, salía la luna. Todavía me da frío. Al revés que la anterior, que me hablaba de un verano lleno de sol y nostalgia, o que la de mi familia en la cocina (en la que aún puedo sentir el rescoldo amoratado de la estufa), ésta me trae el recuerdo de aquellos días de invierno de mis once y doce años, cuando para ir a Sabero, que era donde o estudiaba, pues había comenzado el bachiller, me levantaba temprano y, por esa carretera, andaba los tres kilómetros que tenía desde Olleros, muchas veces con la nieve a la cintura. Aún me veo como en una pesadilla: caminando de lado para buscar el lado amable del viento y siguiendo muchas veces las huellas de los mineros o las de mis compañeros que habían pasado antes, el camino se me hacía interminable y, pese al pasamontañas y los guantes, las orejas se me llenaban de sabañones y las manos se me hinchaban con el frío. Por eso, a veces, lo hacía corriendo, sin importarme el frío del viento ni los copos que me daban en la cara y se me colaban entre la ropa como si fueran cuchillas, o, cuando nevaba mucho, me levantaba antes antes del amanecer y esperaba el autobús que recogía a los hombres que trabajaban en la oficina. Evitaba así bajar andando, pero, a cambio, tenía luego que esperar más de una hora dando vueltas por la nave de la antigua fundición, que ahora era una catedral vacía, o en la panadería que había instalada en uno de sus hornos primitivos. Cuando el colegio abría sus puertas, y, sobre todo, cuando llegaba a casa de nuevo (en diciembre y en enero, ya de noche), el frío me había calado tan hondamente que ni la estufa podía quitármelo por más que a esa hora estuviera siempre con el hierro de la chapa al rojo vivo.
      Uno de aquellos días, recuerdo, fue cuando murió Celino. Lo encontró el cura de Olleros en el portal de la iglesia, que era uno de sus sitios preferidos, envuelto entre varias mantas y completamente rígido. Al parecer había muerto de frío. Celino estuvo un día en el hospital (el pequeño hospitalillo de la mina), donde le hicieron la autopsia y donde yo lo vi por última vez a través de una ventana que daba a la carretera y de donde lo sacaron para enterrarlo, seguramente con las postales de las actrices que Celino tanto amaba escondidas todavía en los bolsos del abrigo. Celino era un tipo duro. Tenía el baile de San Vito, enfermedad que le condenaba a mover el cuerpo constantemente, y la cabeza torcida, pero nunca se arredró antes los inviernos ni le tuvo ningún miedo a los caminos. Ese valor, que yo tanto admiré en él por más que me diera miedo encontrarlo a solas, sobre todo por la noche, es el que yo recordaba cuando bajaba a Sabero para animarme a mí mismo y es el que intento imitar en esta fotografía: el abrigo calado, la mirada fija, el pasamontañas puesto y esa manera de andar y de mirar a la cámara como si, a pesar de mi corta edad, ni la eternidad ni el frío me asustaran lo más mínimo. Pero es inútil. Por más que la foto mienta y yo continúe fingiendo un valor que no tenía, el frío de aquellos años quedó tan impreso en ella como la música en la del baile o el sonido de la lluvia en la del cine. No importa que la película esté ya rota ni que los cortes en negro la arrastren hacia el olvido. Basta una fotografía, un fotograma perdido, para que la memoria se ponga en marcha y me llene el corazón esa pantalla vacía de imágenes congeladas y de recuerdos que son como perros perdidos.





Julio Llamazares. “Escenas de cine mudo”. 1994, Seix Barral.




martes, 18 de diciembre de 2018

Isabel María Hernández Robles




Litio


Dicen que la verdad siempre entristece,
no saben que muchas veces,
la verdad da paz al sentimiento.
Yo quiero pensar como el que respira,
y ser, de vez en cuando, infeliz
por natural.
Sé que el día muere
y me alegro
porque lo sé por lo mismo que sé
que cuando dices que quieres morir
no es tu voluntad sino tu cuerpo.




De su muro de Facebook. 2018.




lunes, 10 de diciembre de 2018

Edgar Allan Poe




Capítulo 1


Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un acreditado comerciante en los almacenes navales de Nantucket, lugar donde nací. Mi abuelo materno fue un abogado de múltiple actividad. Tenía suerte en todo, y había especulado muy favorablemente con acciones del Edgarton New Bank como se le llamaba antes. Gracias a estos y otros medios llegó a reunir una apreciable fortuna. Creo que me quería más que a nadie en el mundo, y esperaba yo heredar la mayor parte de sus bienes. Cuando cumplí seis años me envió a la escuela del anciano Mr. Ricketts, caballero a quien faltaba un brazo y que se caracterizaba por sus excéntricos modales; casi todos los que han visitado New Bedford han de recordarlo bien. Permanecí en su escuela hasta los dieciséis años, en que la abandoné para entrar en la academia de Mr. E. Ronald, situada en la colina. No tardé en llegar a ser íntimo amigo del hijo de Mr. Barnard, capitán de la marina mercante que, por lo regular, navegaba por cuenta de Lloyd y Vredenburgh. Mr. Barnard es asimismo bien conocido en New Bedford, y estoy seguro de que tiene muchos amigos en Edgarton. Su hijo se llamaba Augustus y era casi dos años mayor que yo. Había hecho un viaje con su padre en el John Donaldson para pescar ballenas, y me hablaba continuamente de sus aventuras en el Pacífico meridional. Con frecuencia iba yo a su casa, donde pasaba el día y a veces la noche. Dormíamos en la misma cama, pero Augustus me mantenía despierto hasta casi el alba narrándome historias de los nativos de la isla de Tinián y de otros lugares que había visitado en el curso de sus viajes. Al final empecé a interesarme por lo que decía y poco a poco me entraron grandísimos deseos de hacerme a la mar. Poseía un bote de vela, llamado Ariel, que valdría unos setenta y cinco dólares. El bote contaba con un medio puente o tumbadillo y estaba aparejado como una balandra. No recuerdo su tonelaje, pero podía contener diez personas holgadamente. Teníamos la costumbre de embarcarnos en este bote y lanzarnos a las peores locuras imaginables; cuando pienso en ellas me maravilla profundamente estar vivo hoy en día.




Edgar Allan Poe. “Narración de Arthur Gordon Pym”. 2013, Alianza.



viernes, 7 de diciembre de 2018

Apsley Cherry-Garrard








      Aunque me resulta difícil encontrar la expresión adecuada para mostrar al lector que esta virginal tierra austral posee múltiples regalos que dilapidar entre quienes la cortejan, diré que el más importante de todos es el de la hermosura. Es posible que los más destacados sean después su esplendor e inmensidad, sus gigantescas montañas e ilimitados espacios, que sobrecogerán a los más indiferentes y aterrarán a los menos imaginativos de los mortales. Pero hay un regalo del que hace entrega con ambas manos, un regalo más prosaico aunque quizá más deseable. Se trata del sueño. No sé si les habrá ocurrido a otros, pero en mi caso no cabe duda de que cuanto más horribles eran las condiciones en que dormíamos, más tranquilizadores y maravillosos eran los sueños que nos visitaban. Algunos dormimos en medio de un infierno de oscuridad, vientos huracanados y nieve arremolinada, sin un techo sobre nuestra cabeza, sin una tienda que nos facilitara el camino de regreso, sin la menor posibilidad de volver a ver a nuestros amigos y sin comida que llevarnos a la boca. Lo único que teníamos era la nieve que se nos metía en los sacos de dormir, que podíamos beber día tras día y noche tras noche. No solo dormíamos profundamente la mayor parte de aquellos días y noches, sino que lo hicimos con una especie de placentera insensibilidad. Queríamos algo dulce para comer, preferiblemente melocotones en almíbar. Pues bien, esa es la clase de sueño que la Antártida le ofrece a uno en el peor de los casos o cuando falta poco para ello. Si realmente ocurre algo peor (o lo mejor) y la Muerte se le aparece a uno en la nieve, vendrá disfrazada de Sueño, y uno la recibirá como a un buen amigo más que como a un terrible enemigo. Tal es el trato que dispensa cuando uno llega al límite del peligro y la privación. Quizás ahora pueda el lector imaginar los profundos y saludables tragos de reposo que da en verano al explorador cuando, cansado tras una larga jornada arrastrando el trineo, y después de una buena cena caliente, se mete en su suave, seco y cálido saco de piel con la luz que se filtra por la tela de seda verde de la tienda, el entrañable olor del tabaco que flota en el ambiente y un único ruido: el que hacen los ponis que hay atados fuera mientras mastican su cena a la luz del sol.

***




      Inglaterra conoce a Scott como héroe, pero del hombre apenas sabe nada. Desde luego, era la persona que más llamaba la atención en nuestra comunidad, que ya era bastante interesante de por sí. Es más, no cabe duda de que su presencia se haría notar en cualquier grupo de seres humanos. Pero pocos de quienes le conocían se daban cuenta de lo tímido y reservado que era, lo cual contribuyó a que se expusiera con harta frecuencia a que lo malinterpretaran.
      Si a esto se añade que era sensible como una mujer y que su susceptibilidad podía llegar a resultar desmedida, se comprenderá que para un hombre de tales características ser jefe podía equivaler a un suplicio, y que la confianza tan necesaria entre un jefe y sus subordinados, que ha de basarse por necesidad en la fe y el conocimiento recíprocos, se volviera en sí mismo más difícil. Era preciso ser una persona comprensiva para darse cuenta rápidamente de cómo era Scott; los demás llegaron a conocerle gracias a la experiencia.
      No era un hombre muy fuerte físicamente; de niño fue debilucho, y llegaron a temer por su vida. Pero estaba bien proporcionado, era ancho de espaldas y recio de pecho, más fuerte que Wilson y menos que Bowers o el marinero Evans. Padecía de indigestiones, y en la cima del glaciar Beardmore me dijo que durante la primera parte del ascenso había pensado que no conseguiría llegar.
      Era de temperamento débil, y fácilmente podría haber sido un autócrata irritable. En realidad sufría cambios de humor y depresiones que podían durarle semanas, de las cuales hay abundantes testimonios en su diario. Las personas nerviosas acaban las cosas que empiezan, pero a veces lo pasan fatal mientras las hacen. Scott lloraba con más facilidad que ningún hombre de los que he conocido.
      Lo que le salvaba era el carácter: estaba hecho de una fibra excelente que recorría su débil persona por dentro y por fuera y le permitía mantenerse entero. Sería estúpido decir que poseía todas las virtudes: tenía poco sentido del humor, por ejemplo, y no sabía juzgar a los hombres; pero basta con leer una sola de las páginas que escribió durante sus últimos días para percibir su sentido de la justicia. Para él la justicia era Dios. En realidad, creo que el lector hará bien en leer todas esas páginas; y si ya las ha leído en una ocasión, es probable que vuelva a leerlas. No le hará falta mucha imaginación para comprobar qué clase de hombre era.
      A pesar de las enormes depresiones que le atenazaban, se daba en él la combinación más impresionante de fortaleza de ánimo y fuerza física que yo haya conocido nunca. ¡Y ello se debía precisamente a lo débil que era! Aunque por naturaleza fuera picajoso, irritable, nervioso, taciturno y propenso al abatimiento, en la práctica tenía tanto afán de superación como vitalidad, empuje y determinación, y además poseía encanto y magnetismo personal. Era por naturaleza un hombre holgazán; él mismo ha dejado constancia de ello. Fue pobre en su día, y le aterraba dejar en apuros a quienes dependían de él. El lector encontrará abundantes pruebas de todo esto en sus últimas cartas y comunicados.
      Scott pasará a la historia como el inglés que conquistó el polo Sur y que murió de la forma más honorable que pueda imaginar. Cosechó muchos triunfos, pero no cabe duda de que el más importante de todos fue el conseguir vencer su debilidad y convertirse en un jefe fuerte al que empezamos obedeciendo y acabamos queriendo.

***



      Diario de Scott.

      Jueves, 29 de marzo. Desde el día 21 hemos tenido un vendaval del oestesuroeste que no ha dejado de soplar en ningún momento. El 20 nos quedaba combustible para preparar dos tazas de té para cada uno y la comida justa para dos días. No ha habido día en que no hayamos intentado salir en dirección a nuestro depósito, que se encuentra a 11 millas, pero fuera de la tienda lo único que se ve es un remolino de nieve. Creo que ya no podemos esperar que mejore la situación de ninguna manera. Aguantaremos hasta el final, pero estamos cada vez más débiles, por supuesto, y ya no debe de quedarnos mucho.
      Me parece una lástima, pero creo que no puedo seguir escribiendo

R. SCOTT

      Ultima anotación: Dios mío, por lo que más quieras, cuida de nuestra gente.

***

      A continuación un par de fragmentos de las cartas escritas por Scott y halladas junto a su diario.

      Nos encontramos en una situación desesperada, con los pies congelados, etc. No hay combustible, y la comida nos queda muy lejos, pero te reconfortaría estar en nuestra tienda, oír nuestras canciones y nuestra animada conversación acerca de lo que haremos cuando lleguemos a la punta de la Cabaña.
      Más tarde. Tenemos las horas contadas, pero ni hemos perdido el ánimo ni vamos a perderlo. Llevamos cuatro días dentro de la tienda a causa de la tormenta, y no queda nada de comida ni de combustible. Nuestra intención era quitarnos la vida si las cosas se ponían así, pero hemos decidido morir de forma natural cuando corresponda.

***



      Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten, pero estoy completamente seguro de que un país grande y rico como el nuestro se ocupará de que quienes dependen de nosotros tengan su bienestar debidamente asegurado.

R.SCOTT



Apsley Cherry-Garrard. “El peor viaje del mundo (La expedición de Scott al polo Sur)”. 2017, Biblioteca Grandes Viajeros.


sábado, 1 de diciembre de 2018

Adelaida García Morales





El Sur

¿Qué podemos amar que no sea una sombra?
Hölderlin



      Mañana, en cuanto amanezca, iré a visitar tu tumba, papá. Me han dicho que la hierba crece salvaje entre sus grietas y que jamás lucen flores frescas sobre ella. Nadie te visita. Mamá se marchó a su tierra y tú no tenías amigos. Decían que eras tan raro... Pero a mí nunca me extrañó. Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre grandes solitarios. Quizás por eso elegiste aquella casa, a dos kilómetros de la ciudad, perdida en el campo, sin vecino alguno. Era muy grande para nosotros, aunque así podía venir tía Delia, tu hermana, a pasar temporadas. Tú no la querías mucho: yo, en cambio, la adoraba. También teníamos sitio para Agustina, la criada, y para Josefa, a quien tú odiabas. Aún puedo verla cuando llegó a casa, vestida de negro, con una falda muy larga, hasta los tobillos, y aquel velo negro que cubría sus cabellos rizados. No era vieja, pero se diría que pretendía parecerlo. Tú te negaste a que viviera en casa. Mamá dijo: <<Es una santa.>> Pero eso a ti no te conmovía, no creías en esas cosas. <<Está sufriendo tanto...>>, dijo después. Su marido, alcoholizado, le pegaba para obligarla a prostituirse. Tampoco esa desgracia logro emocionarte. Pero ella se fue quedando un día y otro, y tú no te atreviste a echarla. Y años más tarde fue ella la que incitó a mamá para que rompiera todas las fotografías tuyas que había por la casa, a pesar de que acababas de morir. Pero yo no las necesito para evocar tu imagen con precisión. Y no sabes qué terrible puede ser ahora, en el silencio de esta noche, la representación nítida de un rostro que ya no existe. Me parece que aún te veo animado por la vida y que suena el timbre de tu voz, apagada para siempre. Recuerdo tu cabello rubio y tus ojos azules que ahora, al traer a mi memoria aquella sonrisa tuya tan especial, se me aparecen como los ojos de un niño. Había en ti algo limpio y luminoso y, al mismo tiempo, un gesto de tristeza que con los años se fue tornando en una profunda amargura y en una dureza implacable.







Adelaida García Morales. “EL SUR seguido de BENE”. 1985, Anagrama





miércoles, 28 de noviembre de 2018

Virgilio





La edad de oro


Antes que Jove, nadie cultivaba los campos,
ni se ponían cotos ni linderos en ellos;
la tierra era común: lo daba todo con largueza
y producía frutos por sí misma, abundante.
Fue él quien intridujo el veneno en las sierpes,
quien prescribió a los lobos el pillaje
y al mar el movimiento, quien despojó
a las hojas de su miel y retiró el fuego,
y secó los ríos de vino por doquier fluían.
Lo hizo a fin de que el ingenio de los hombres
forjase poco a poco las variadas artes,
y buscase en los surcos el trigo, y descubriese
el fuego oculto entre las venas del pedernal.
Fue entonces cuando, por primera vez,
sintieron los ríos el peso de los huecos
alisos; cuando el marinero dio nombre a las estrellas:
Pléyades, Híades y la Osa brillante de Licaón;
fue entonces cuando se empezó a cazar fieras
con trampas, engañándolas con lazos y con cebos,
y a rodear con perros los dilatados bosques.







Los misterios de la naturaleza


Recíbanme las Musas, criaturas dulcísimas,
cuyos sagrados ritos celebro
y en cuyo amor me consumo.
Muéstrenme los caminos del cielo, las estrellas,
los diversos eclipses del sol y de la luna;
por qué tiembla la tierra; con qué fuerza los mares
profundos, sin barreras, se hinchan y calman;
por qué el sol del invierno se apresura a bañarse
en el Océano; qué detiene a las noches de estío.
Mas si no puedo conocer estos secretos de la Naturaleza,
y el torno al corazón se me hiela la sangre,
agrádenme los campos y las aguas que riegan
los valles; que, sin gloria, ame ríos y selvas.
¡Oh campos, y Esperqueo, y Taigeto festivo,
en cuya falda danzan las doncellas laconias!
¿Dónde estáis? ¡Oh fresquísimas hondonadas del Hemo!
¡Quién pudiera llegarse hasta allí y cobijarse
bajo la sombra protectora de vuestras ramas!





ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.



sábado, 24 de noviembre de 2018

Charles Bukowski




LA MUERTE DEL PADRE (II)



      Mi madre había muerto el año anterior. Una semana después de la muerte de mi padre, estaba yo en su casa, solo. Estaba en Arcadia, y hacía años que lo más cerca que había llegado a estar del lugar, era cuando pasaba por la autopista camino de Santa Anita.
      Los vecinos no me conocían. El funeral había terminado y me acerqué al fregadero, me serví un vaso de agua, lo bebí y luego salí al porche. Como no se me ocurría otra cosa que hacer, cogí la manguera, abrí el agua y empecé a regar las plantas. Mientras estaba allí regando, empezaron a correrse cortinas. Luego empezaron a salir de las casas. Una mujer cruzó la calle y se acercó.
      —¿Eres Henry? —me preguntó.
      Le dije que era Henry.
      —Conocíamos a tu padre desde hace años.
      Luego vino su marido.
      —Conocimos también a tu madre -—dijo.
      Me incliné y cerré la manguera.
      —¿Quieren pasar? —pregunté.
      Se presentaron como Tom y Nellie Miller. Entramos en la casa.
     —Eres igual que tu padre.
     —Sí, eso dicen.
     Nos sentamos, nos miramos.
     —Oh —dijo la mujer—, él tenía tantos cuadros. Le debían gustar mucho los cuadros.
     —Sí, le gustaban, ¿verdad?
     —Me encanta ese del molino de viento al atardecer.
     —Puede quedárselo.
     —¿De veras?
     Sonó el timbre. Eran los Gibson. Los Gibson me dijeron que también ellos habían sido vecinos de mi padre muchos años.
      —Eres igual que tu padre —dijo la señora Gibson.
      —Henry nos ha regalado el cuadro del molino de viento.
      —¡Qué amable! A mí me encanta el del caballo azul.
      —Puede usted llevárselo, señora Gibson.
      —¡Oh! ¿Lo dices en serio?
      —Sí, no se preocupe.
      Sonó otra vez el timbre y entró otra pareja. Dejé la puerta entreabierta. Pronto asomó la cabeza de un hombre.
      —Soy Doug Hudson. Mi mujer está en la peluquería.
      —Pase, señor Hudson.
      Llegaron otros, parejas sobre todo. Empezaron a recorrer la casa.
      —¿Vas a venderla?
      —Creo que sí.
      —Es un barrio estupendo.
      —Ya lo veo.
      —¡Ay, este marco me encanta, pero el cuadro no me gusta!
      —Llévese el marco.
      —¿Pero qué voy a hacer con el cuadro?
      —Tírelo a la basura. —Miré a mi alrededor—. Si alguien ve un cuadro que le guste, que se lo lleve, no hay problema.
      Lo hicieron. Pronto quedaron vacías las paredes.
      —¿Necesitas estas sillas?
      —No, para nada.
      Entraban transeúntes de la calle, ni siquiera se molestaban en presentarse.
      —¿Y el sofá? —preguntó alguien en voz muy alta—. ¿Lo quieres?
      —No quiero el sofá —dije.
      Se llevaron el sofá, luego la mesa de la cocina y las sillas.
      —Tienes por aquí una tostadora, ¿verdad, Henry?
      Se llevaron la tostadora.
      —No necesitas estos platos, ¿verdad?
      —No.
      —¿Y la cubertería?
      —No.
      —¿Y la cafetera y la batidora?
      —Lléveselas.
      Una señora abrió el armario del porche trasero.
      —¿Y todas estas frutas en conserva? No te las podrás comer todas.
      —Está bien, llévenselas, que cada uno coja algo. Pero procuren dividirlo equitativamente.
      —¡Oh, yo quiero las fresas!
      —¡Yo quiero los higos!
      —¡Y yo la mermelada!
      La gente seguía yendo y viniendo, trayendo caras nuevas.
      —¡Vaya, hay una botella de whisky en el armario! ¿Bebes, Henry?
      —¡El whisky no lo toca nadie!
      La casa estaba llenándose de gente. Sonó la cisterna del water. A alguien se le cayó un vaso del fregadero y se le rompió.
      —Será mejor que te quedes con la aspiradora, Henry, te servirá para tu apartamento.
      —Está bien, me la quedaré.
      —El tenía herramientas de jardinería en el garaje. ¿Qué me dices de ellas?
      —Me las quedaré.
      —Te doy por ellas quince dólares.
      —De acuerdo.
      Me dio quince dólares y le di la llave del garaje. Pronto empezó a oírse rodar la segadora por la calle, camino de su casa.
      —No deberías haberle dado todo eso por quince dólares, Henry. Valía muchísimo más.
      No contesté.
      —¿Y el coche? Tiene cuatro años.
      —Me lo quedaré.
      —Te doy cincuenta dólares por él.
      —Me lo quedaré.
      Alguien enrollaba la alfombra del recibidor. Después de eso, la gente empezó a perder interés. Pronto quedaron sólo tres o cuatro personas. Luego se fueron todos. Me dejaron la manguera del jardín, la cama, la nevera, la cocina y un rollo de papel higiénico.
      Salí y cerré la puerta del garaje. Pasaban dos chavales pequeños con monopatines. Pararon mientras yo cerraba las puertas del garaje.
      —¿Ves aquel hombre?
      —Sí.
      —Su padre se murió.
      Siguieron patinando. Cogí la manguera, abrí el agua y me puse a regar los rosales.






Charles Bukowski. "Música de cañerías". 1997, Anagrama.





martes, 18 de septiembre de 2018

Raymond Carver




CATEDRAL



Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. El le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial —¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?— llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrado toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: «Por todo lo que me has contado de él, sólo puedo deducir…» Pero una llamada a la puerta nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa. —A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer. Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto. —Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Sólo pregunto —dije.
Entonces mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla —¿quién iba a ir a una boda así?—, sólo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años —ésa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables—, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos —y hecho el amor, claro— y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas —me lo estoy imaginando—, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: «él nunca ha sabido cómo soy yo», en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar —claro que de eso me quejaba—, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
—Te presento a Robert —dijo mi mujer—. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
—Tengo la impresión de que ya nos conocemos —dijo con voz grave.
—Yo también —repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí—: Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: «A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas.»
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
—¿Ha tenido buen viaje? —le pregunté—. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
—¡Vaya pregunta, en qué lado! —exclamó mi mujer—. ¿Qué importancia tiene?
—Era una pregunta.
—En el lado derecho —dijo el ciego—. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? —preguntó el ciego a mi mujer. —Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert —dijo ella—, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
—Voy a servirle una copa —dije—. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
—Solo bebo whisky escocés, muchacho —se apresuró a decir • con su voz sonora.
—De acuerdo —dije. ¡Muchacho!—. Claro que sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché. —La llevaré a tu habitación —le dijo mi mujer. —No, está bien —dijo el ciego en voz alta—. Ya la llevaré yo cuando suba.
—¿Con un poco de agua, el whisky? —le pregunté.
—Muy poca.
—Lo sabía.
—Solo una gota —dijo él—. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
—Ahí tiene pan y mantequilla —le dije, bebiendo parte de mi copa—. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
—Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría —dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No blamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido —¡a ellos!— durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: «Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida», algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?) Finalmente, cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
—¿Tienes televisión, Robert?
—Querida mía —contestó el ciego—, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
—Esta televisión es en color —dijo el ciego—. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
—La hemos comprado hace poco —dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
—Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert —dijo.
—Estoy cómodo —repuso el ciego.
—Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
—Lo estoy —aseguró el ciego.
Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
—Probaré un poco —dijo.
—Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
—Reténgalo todo lo que pueda —le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
—¿Qué es lo que huelo? —preguntó.
—Pensamos fumar un poco de hierba —dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
—No sabía que fumaras, Robert.
—Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
—Este material es bastante suave —expliqué—. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
—No hace mucho efecto, muchacho —dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
—¿En qué dirección va esto? —preguntó—. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
—Ha sido la tarta de fresas —dijo el ciego—. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
—Hay más tarta —le dije.
—¿Quieres un poco más, Robert? —le preguntó mi mujer.
—Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
—Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha —dijo—. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. —Le tiró del brazo—. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
—Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
—Le toca a usted —le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
—Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
—Lo mismo digo —dijo ella—. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
—Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos serrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de lo» dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os marchéis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos. Al decir eso, cerró los ojos y se durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué cono! Dejé la bata como estaba.
—Cuando quiera un poco de tarta, dígalo —le recordé. —Lo haré.
—¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
—Todavía no —contestó—. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a aceitar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
—Me parece bien —dije, y añadí—: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
—Esqueletos. Ya sé —dijo, moviendo la cabeza. La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
—Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
—¿Son pinturas al fresco, muchacho? —me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
—¿Me pregunta si son frescos? —le dije—. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
—Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años —contestó—. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban, no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
—Catedrales —dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
—Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no…
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
—Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
—Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
El asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
—No se lo explico muy bien, ¿verdad? —le dije. Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
—Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento —dije—, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte? Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
—Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir? —Claro que sí. —Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
—Tendrá que perdonarme —le dije—. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
—Lo cierto es —proseguí— que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo. Luego dijo:
—Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
—Adelante, muchacho, dibuja —me dijo—. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Ya vetas. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
—Estupendo —dijo él—. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
—Esto va muy bien —dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
—Estamos dibujando una catedral —dijo el ciego—. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte —me dijo a mí—. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? —me preguntó—. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
—¿Qué pasa? —inquirió mi mujer—. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
—Todo va bien —le dijo a ella.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
—Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
—¿Los tienes cerrados? —preguntó—. No hagas trampa.
—Los tengo cerrados.
—Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije.




Raymond Carver. "Catedral". 1986, Editorial Anagrama.


viernes, 14 de septiembre de 2018

Pedro Casariego Córdoba (II)




ANUNCIO POR PALABRAS

para mi madre
octubre de 1983



Necesito chica que sepa planchar
mis labios con los suyos y tende
r su ropa eternamente junto a la
mía y quitar las manchas de mi c
orazón con su mirada yo pondré
la mesa y la caricia en su ramo
de lunas y trataré de andar muy
                                                  despacio
                                                                cuando
                                                                            ella
                                                                                  no
                                                                                      tenga
                                                                                               prisa





EL SUICIDIO ES SÓLO TUYO

Ron padgett
Suicide in only yours
1984



Todos se acostaron
y llegó el miedo

Mi corazón cuentas sus latidos
y tu gran culo rosa me protege

Tu gran culo amable me defiende del frío
pero atrae a los mosquitos

Tu dolor no es muy grande
si puedes pedir ayuda

Un bolsa de agua caliente en mi cama
y toda la soledad del mundo

Aquel bar es el nido de las bocas domadas
y ahora es de noche y aprieta los dientes

Indefenso como el estornudo de un pájaro
veo latidos que fueron míos

Si quieres pegarte un tiro
yo te prestaré mi pistola

Mi pistola es un manantial de esperanza
tan seco como el vientre de una anciana

Firma con mi pistola un cheque sin fondos
y compra un billete para el fondo de la tierra

Una bala es un agujero en el paladar
y un ayuno eterno y barato

Tu gran culo rosa y sencillo
ya no pedirá carne ni aire

¿Quién pintó de negro mis pulmones
para torpe alegría de la noche?

Si quieres pegarte un tiro
aquí tienes mi pistola limpia.






A LA LUZ DE UN GRITO

c. 1984-1985


Yo soy así.
Siempre llevo una chuleta de cerdo
envenenada
en el bolsillo esencial de mi piel.
Algunos llevan el el bolsillo
pañuelos sin usar, monedas, mártires.
Yo llevo una chuleta de cordero,
carne de cianuro, risa.
La explicación es sencillísima.
Tan sencilla como la muerte de un domingo.
Los perros me persiguen.
Cariñosamente.
Con colmillos en los ojos y agonía en la
caricia que cae de sus bocas.
Los perros sin metal ansían conocer
el cobre de mi corazón, el hierro transparente
de mis labios.
¡Una chuleta de cordero, un vientre magnético,
flores contentas!
¡Un hospital fundido, salamanquesas espontáneas
en mis paredes!
Algo me ha mordido. Estoy en una ambulancia
que bebe el rojo de los semáforos.
Enfermeras de cera vacían mis bolsillos.
Todo el hospital devora
a la luz de un grito.








BIOGRAFÍA

1985

                                          si
                                             alguna
                                                        vez
                                                              muero
                                     quiero azaleas encima de mí
                                              quiero una ausencia de cruces
                                                     azaleas encima de mí

                                          si
                                              alguna
                                                         vez
                                                               vivo
                                      quiero azaleas para mis brazos
                                               quiero agua para las flores

                                                        estrellas encima de mí





Pedro Casariego Córdoba. "Poemas encadenados (1977-1987)". 2009, Seix Barral