Aunque me resulta difícil
encontrar la expresión adecuada para mostrar al lector que esta
virginal tierra austral posee múltiples regalos que dilapidar entre
quienes la cortejan, diré que el más importante de todos es el de
la hermosura. Es posible que los más destacados sean después su
esplendor e inmensidad, sus gigantescas montañas e ilimitados
espacios, que sobrecogerán a los más indiferentes y aterrarán a
los menos imaginativos de los mortales. Pero hay un regalo del que
hace entrega con ambas manos, un regalo más prosaico aunque quizá
más deseable. Se trata del sueño. No sé si les habrá ocurrido a
otros, pero en mi caso no cabe duda de que cuanto más horribles eran
las condiciones en que dormíamos, más tranquilizadores y
maravillosos eran los sueños que nos visitaban. Algunos dormimos en
medio de un infierno de oscuridad, vientos huracanados y nieve
arremolinada, sin un techo sobre nuestra cabeza, sin una tienda que
nos facilitara el camino de regreso, sin la menor posibilidad de
volver a ver a nuestros amigos y sin comida que llevarnos a la boca.
Lo único que teníamos era la nieve que se nos metía en los sacos
de dormir, que podíamos beber día tras día y noche tras noche. No
solo dormíamos profundamente la mayor parte de aquellos días y
noches, sino que lo hicimos con una especie de placentera
insensibilidad. Queríamos algo dulce para comer, preferiblemente
melocotones en almíbar. Pues bien, esa es la clase de sueño que la
Antártida le ofrece a uno en el peor de los casos o cuando falta
poco para ello. Si realmente ocurre algo peor (o lo mejor) y la
Muerte se le aparece a uno en la nieve, vendrá disfrazada de Sueño,
y uno la recibirá como a un buen amigo más que como a un terrible
enemigo. Tal es el trato que dispensa cuando uno llega al límite del
peligro y la privación. Quizás ahora pueda el lector imaginar los
profundos y saludables tragos de reposo que da en verano al
explorador cuando, cansado tras una larga jornada arrastrando el
trineo, y después de una buena cena caliente, se mete en su suave,
seco y cálido saco de piel con la luz que se filtra por la tela de
seda verde de la tienda, el entrañable olor del tabaco que flota en
el ambiente y un único ruido: el que hacen los ponis que hay atados
fuera mientras mastican su cena a la luz del sol.
***
Inglaterra
conoce a Scott como héroe, pero del hombre apenas sabe nada. Desde
luego, era la persona que más llamaba la atención en nuestra
comunidad, que ya era bastante interesante de por sí. Es más, no
cabe duda de que su presencia se haría notar en cualquier grupo de
seres humanos. Pero pocos de quienes le conocían se daban cuenta de
lo tímido y reservado que era, lo cual contribuyó a que se
expusiera con harta frecuencia a que lo malinterpretaran.
Si a esto se
añade que era sensible como una mujer y que su susceptibilidad podía
llegar a resultar desmedida, se comprenderá que para un hombre de
tales características ser jefe podía equivaler a un suplicio, y que
la confianza tan necesaria entre un jefe y sus subordinados, que ha
de basarse por necesidad en la fe y el conocimiento recíprocos, se
volviera en sí mismo más difícil. Era preciso ser una persona
comprensiva para darse cuenta rápidamente de cómo era Scott; los
demás llegaron a conocerle gracias a la experiencia.
No era un
hombre muy fuerte físicamente; de niño fue debilucho, y llegaron a
temer por su vida. Pero estaba bien proporcionado, era ancho de
espaldas y recio de pecho, más fuerte que Wilson y menos que Bowers
o el marinero Evans. Padecía de indigestiones, y en la cima del
glaciar Beardmore me dijo que durante la primera parte del ascenso
había pensado que no conseguiría llegar.
Era de
temperamento débil, y fácilmente podría haber sido un autócrata
irritable. En realidad sufría cambios de humor y depresiones que
podían durarle semanas, de las cuales hay abundantes testimonios en
su diario. Las personas nerviosas acaban las cosas que empiezan, pero
a veces lo pasan fatal mientras las hacen. Scott lloraba con más
facilidad que ningún hombre de los que he conocido.
Lo que le
salvaba era el carácter: estaba hecho de una fibra excelente que
recorría su débil persona por dentro y por fuera y le permitía
mantenerse entero. Sería estúpido decir que poseía todas las
virtudes: tenía poco sentido del humor, por ejemplo, y no sabía
juzgar a los hombres; pero basta con leer una sola de las páginas
que escribió durante sus últimos días para percibir su sentido de
la justicia. Para él la justicia era Dios. En realidad, creo que el
lector hará bien en leer todas esas páginas; y si ya las ha leído
en una ocasión, es probable que vuelva a leerlas. No le hará falta
mucha imaginación para comprobar qué clase de hombre era.
A pesar de las
enormes depresiones que le atenazaban, se daba en él la combinación
más impresionante de fortaleza de ánimo y fuerza física que yo
haya conocido nunca. ¡Y ello se debía precisamente a lo débil que
era! Aunque por naturaleza fuera picajoso, irritable, nervioso,
taciturno y propenso al abatimiento, en la práctica tenía tanto
afán de superación como vitalidad, empuje y determinación, y
además poseía encanto y magnetismo personal. Era por naturaleza un
hombre holgazán; él mismo ha dejado constancia de ello. Fue pobre
en su día, y le aterraba dejar en apuros a quienes dependían de él.
El lector encontrará abundantes pruebas de todo esto en sus últimas
cartas y comunicados.
Scott pasará a
la historia como el inglés que conquistó el polo Sur y que murió
de la forma más honorable que pueda imaginar. Cosechó muchos
triunfos, pero no cabe duda de que el más importante de todos fue el
conseguir vencer su debilidad y convertirse en un jefe fuerte al que
empezamos obedeciendo y acabamos queriendo.
***
Diario de
Scott.
Jueves, 29 de
marzo. Desde el día 21 hemos tenido un vendaval del oestesuroeste
que no ha dejado de soplar en ningún momento. El 20 nos quedaba
combustible para preparar dos tazas de té para cada uno y la comida
justa para dos días. No ha habido día en que no hayamos intentado
salir en dirección a nuestro depósito, que se encuentra a 11
millas, pero fuera de la tienda lo único que se ve es un remolino de
nieve. Creo que ya no podemos esperar que mejore la situación de
ninguna manera. Aguantaremos hasta el final, pero estamos cada vez
más débiles, por supuesto, y ya no debe de quedarnos mucho.
Me parece una
lástima, pero creo que no puedo seguir escribiendo
R. SCOTT
Ultima
anotación: Dios mío, por lo que más quieras, cuida de nuestra
gente.
***
A continuación un par de fragmentos de las cartas escritas por Scott y halladas junto a
su diario.
Nos encontramos
en una situación desesperada, con los pies congelados, etc. No hay
combustible, y la comida nos queda muy lejos, pero te reconfortaría
estar en nuestra tienda, oír nuestras canciones y nuestra animada
conversación acerca de lo que haremos cuando lleguemos a la punta de
la Cabaña.
Más tarde.
Tenemos las horas contadas, pero ni hemos perdido el ánimo ni vamos
a perderlo. Llevamos cuatro días dentro de la tienda a causa de la
tormenta, y no queda nada de comida ni de combustible. Nuestra
intención era quitarnos la vida si las cosas se ponían así, pero
hemos decidido morir de forma natural cuando corresponda.
***
Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten, pero estoy completamente seguro de que un país grande y rico como el nuestro se ocupará de que quienes dependen de nosotros tengan su bienestar debidamente asegurado.
R.SCOTT
Apsley
Cherry-Garrard. “El peor viaje del mundo (La expedición de Scott
al polo Sur)”. 2017, Biblioteca Grandes Viajeros.
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