7.
El frío
Hay
recuerdos, como fotografías, que, cuando los revelamos en la cubeta
de la memoria ―esa
cubeta mágica y secreta que todos ocultamos en el cuarto de atrás
de nuestras vidas―,
aparecen movidos o velados parcialmente. Son los recuerdos que
preceden al olvido. Vemos su imagen, queremos reproducir el tiempo al
que pertenecen, o su lugar concreto, o lo que para nosotros
supusieron en su día, pero, por alguna razón, por más que lo
intentamos, no podemos conseguirlo. Por eso nos producen una gran
melancolía.
Entre
cada recuerdo ―como
entre cada fotografía―,
quedan siempre unas zonas en sombra bajo las que se nos ocultan
trozos de nuestra propia vida; trozos de vida que a veces tan
importantes, o tan significativos, como los que recordamos o como los
que viviremos todavía. Son esos cortes en negro que sustituyen en
las películas a los fotogramas rotos o quemados por las máquinas y
que hacen que cada vez sea más complicado poder seguirlas. Al final,
cuando se repiten mucho, terminan por hacer el relato incomprensible.
Recuerdo
aún algunas películas, en aquel cine de Olleros, que, de tan viejas
y tan cortadas, era imposible ya saber de qué trataban o cuáles
eran sus títulos. Las enviaban en lotes junto con las más recientes
o las vendían de saldo a los cines de pueblo para que las explotaran
mientras pudieran o las utilizaran para empalmar las nuevas cuando
éstas, con el uso, se rompían. La mayoría eran de la época muda.
Algunas de ellas recuerdo haberlas visto varias veces cuando, por
circunstancias (la nieve, normalmente, en invierno, o un retraso
imprevisto en el envío), la película anunciada no llegaba y tenían
que sustituirla, sin conseguir enterarme de nada y, en bastantes
ocasiones, sin saber si faltaban si faltaban más metros de cinta de
los que nos ofrecían. Pero a mí eso, entonces, no me importaba. Ni
siquiera me importaba que, como más de una vez pasó, el señor
Mundo se confundiese (cosa lógica teniendo en cuenta el estado de
las películas) y nos la proyectase con el orden de los rollos
confundido. Habituado como estaba a inventar las de los mayores
mirando las carteleras de la vitrina, incluso me gustaba no poderlas
entender porque ello me permitía inventar una distinta cada vez
aunque la que proyectaran fuera la misma. Pero ahora no es igual..
Ahora es mi propia película la que estoy viendo, iluminada por mi
memoria y animada por las voces que se quedaron grabadas en estas
fotografías, y los cortes en negro que descubro entre ellas me
desazonan tanto como la dificultad que siento para darle movimiento a
algunas de las que existen. Es lo que me pasó antes con la del
puente, que de repente se convirtió ella misma en un abismo, y es lo
que me pasa ahora con esta otra en la que aparezco solo, caminando
por la carretera con el rostro cubierto por un pasamontañas y las
manos hundidas en los bolsos del abrigo.
La
miro y no me recuerdo nada, absolutamente anda salvo el frío. Aquel
frío feroz, afilado y terrible, a veces blando de nieve y otras
negro por el polvo de la mina, que se adueñaba de Olleros cuando
llegaba el invierno y que se respira aún, como un aliento lejano, en
esta fotografía. Seguramente me la hicieron un domingo. Lo digo por
los zapatos, que están muy limpios pese a la nieve y el barro que se
ven en las cunetas, y por ese abrigo azul ―negro
en la fotografía―
que me hizo la modista de Cistierna, una mujer contrahecha, o
tullida, o paralítica (ya no lo recuerdo bien, pero sé que algo
tenía), y que posiblemente estrené ese día. O, si no, ¿por qué
esta foto que, por no recordar ya nada, ni siquiera me recuerda su
motivo?
A
lo mejor no lo tuvo nunca. Hay fotos, como recuerdos, que nacen
fortuitamente, sin justificación alguna, y que por eso,
precisamente, nos acompañan toda la vida. Son como esos perros
perdidos que nos persiguen a todas partes porque un día les dimos de
comer y de los que no conseguimos desembarazarnos porque no conocemos
ni su nombre ni su origen. El nombre de ésta es el frío; pero su
origen lo desconozco igual que también ignoro de dónde llega la luz
que se filtra entre la nieve y la ilumina. Es una luz irreal,
planetaria, casi pura, como la de las postales viejas o los cuadros
de Hopper, que invade toda la foto y la llena de dulzura. Es la luz
azul del frío, aquella luz sideral que se adueñaba de Olleros
cuando llegaba el invierno y se extendía sobre la nieve como una
segunda capa cuando helaba por las noches o cuando, tras las
montañas, salía la luna. Todavía me da frío. Al revés que la
anterior, que me hablaba de un verano lleno de sol y nostalgia, o que
la de mi familia en la cocina (en la que aún puedo sentir el
rescoldo amoratado de la estufa), ésta me trae el recuerdo de
aquellos días de invierno de mis once y doce años, cuando para ir a
Sabero, que era donde o estudiaba, pues había comenzado el
bachiller, me levantaba temprano y, por esa carretera, andaba los
tres kilómetros que tenía desde Olleros, muchas veces con la nieve
a la cintura. Aún me veo como en una pesadilla: caminando de lado
para buscar el lado amable del viento y siguiendo muchas veces las
huellas de los mineros o las de mis compañeros que habían pasado
antes, el camino se me hacía interminable y, pese al pasamontañas y
los guantes, las orejas se me llenaban de sabañones y las manos se
me hinchaban con el frío. Por eso, a veces, lo hacía corriendo, sin
importarme el frío del viento ni los copos que me daban en la cara y
se me colaban entre la ropa como si fueran cuchillas, o, cuando
nevaba mucho, me levantaba antes ―antes
del amanecer― y esperaba
el autobús que recogía a los hombres que trabajaban en la oficina.
Evitaba así bajar andando, pero, a cambio, tenía luego que esperar
más de una hora dando vueltas por la nave de la antigua fundición,
que ahora era una catedral vacía, o en la panadería que había
instalada en uno de sus hornos primitivos. Cuando el colegio abría
sus puertas, y, sobre todo, cuando llegaba a casa de nuevo (en
diciembre y en enero, ya de noche), el frío me había calado tan
hondamente que ni la estufa podía quitármelo por más que a esa
hora estuviera siempre con el hierro de la chapa al rojo vivo.
Uno
de aquellos días, recuerdo, fue cuando murió Celino. Lo encontró
el cura de Olleros en el portal de la iglesia, que era uno de sus
sitios preferidos, envuelto entre varias mantas y completamente
rígido. Al parecer había muerto de frío. Celino estuvo un día en
el hospital (el pequeño hospitalillo de la mina), donde le hicieron
la autopsia y donde yo lo vi por última vez a través de una ventana
que daba a la carretera y de donde lo sacaron para enterrarlo,
seguramente con las postales de las actrices que Celino tanto amaba
escondidas todavía en los bolsos del abrigo. Celino era un tipo
duro. Tenía el baile de San Vito, enfermedad que le condenaba a
mover el cuerpo constantemente, y la cabeza torcida, pero nunca se
arredró antes los inviernos ni le tuvo ningún miedo a los caminos.
Ese valor, que yo tanto admiré en él por más que me diera miedo
encontrarlo a solas, sobre todo por la noche, es el que yo recordaba
cuando bajaba a Sabero para animarme a mí mismo y es el que intento
imitar en esta fotografía: el abrigo calado, la mirada fija, el
pasamontañas puesto y esa manera de andar y de mirar a la cámara
como si, a pesar de mi corta edad, ni la eternidad ni el frío me
asustaran lo más mínimo. Pero es inútil. Por más que la foto
mienta y yo continúe fingiendo un valor que no tenía, el frío de
aquellos años quedó tan impreso en ella como la música en la del
baile o el sonido de la lluvia en la del cine. No importa que la
película esté ya rota ni que los cortes en negro la arrastren hacia
el olvido. Basta una fotografía, un fotograma perdido, para que la
memoria se ponga en marcha y me llene el corazón ―esa
pantalla vacía― de
imágenes congeladas y de recuerdos que son como perros perdidos.
Julio
Llamazares. “Escenas de cine mudo”. 1994, Seix Barral.
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