Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 26 de febrero de 2016

George Orwell.



Fragmentos:





      Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar le molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar una ráfaga polvorienta se colara con él.
      El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas del día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por el encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.

***




      


      Antes de que el Odio hubiera durando treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil veces sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponía derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de esas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.

***




      Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si existía la legendaria Hermandad y era muy posible que existiese resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero lo proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá.


***



George Orwell. “1984”. 1991, duodécima edición en Destinolibro.



martes, 23 de febrero de 2016

Bram Stoker (II)



Fragmentos:




      ―Es usted un hombre inteligente, amigo John; razona bien, y su ingenio es atrevido; pero tiene demasiados prejuicios. No permite ver a sus ojos ni oír a sus oídos, y aquello que está fuera de su vida diaria carece de importancia para usted. ¿No piensa que hay cosas que usted no puede comprender, pero que existen, que algunas personas ven cosas que otras no pueden ver? Pero hay cosas viejas y nuevas que no deben ser contempladas por ojos de hombres, porque ellos saben, o creen saber, algunas cosas que otros hombres les han contado. Ah, es culpa de nuestra ciencia, que todo lo quiere explicar; y si no lo explica, entonces dice que no hay nada que explicar. Pero todos los días vemos a nuestro alrededor el crecimiento de nuevas creencias que se consideran nuevas, y que son las viejas que pretenden ser las jóvenes, como las señoras en la ópera. Supongo que usted no cree en la transferencia corporal, ¿no? Ni en la lectura del pensamiento, ¿no? Ni en el hipnotismo...

***





      >>Existen seres como los vampiros; algunos de nosotros tenemos evidencia de que así es. Incluso de no poseer la prueba de nuestras desdichadas experiencias, las enseñanzas y los documentos del pasado proporcionan prueba suficiente para las gentes cuerdas. Admito que al principio me mostré escéptico. De no ser porque durante largos años me he adiestrado en mantener una mente abierta, no habría podido creerlo hasta el momento en que ese hecho atronó mis oídos. “¡Míralo! ¡Míralo! ¡Yo lo pruebo, yo lo pruebo!”. ¡Ay de mí! De haber sabido al principio lo que ahora sé (y ni siquiera; con sólo haberlo siquiera sospechado), habríamos conservado la vida de aquella que tanto amábamos. Pero ya ha pasado; y debemos trabajar para que otras pobres almas no perezcan mientras podamos salvarlas. El nosferatu no muere como la abeja cuando clava el aguijón una vez. Es más fuerte; y al ser más fuerte, posee más poder para hacer el mal. Este vampiro que está entre nosotros es él solo más fuerte que veinte hombres; su astucia ha crecido con los siglos; posee la ayuda de la nigromancia, que es, como su etimología indica, la adivinación por los muertos, y todos los muertos a los que puede acercarse están a sus órdenes; es brutal, y más que brutal: es un demonio de crueldad, y el corazón de él no existe; puede, con limitaciones, aparecer a voluntad, donde y cuando desee y en cualquiera de las formas que le son propias; puede, dentro de su campo, gobernar los elementos: la tormenta, la niebla, el trueno; puede dar órdenes a las cosas más pequeñas: la rata y el búho y el vampiro; la polilla y el zorro y el lobo; puede crecer y hacerse pequeño; y a veces puede desaparecer y hacerse irreconocible. ¿Cómo, entonces, habremos de iniciar nuestra lucha para destruirlo? ¿Cómo encontraremos su escondite y, tras encontrarlo, cómo podremos destruirlo? Amigos míos, esto es mucho; es una tarea terrible la que acometemos, y quizá haya consecuencias que harán al valiente estremecerse. Porque, si fallamos en esta nuestra lucha, ganará él sin duda; y entonces, ¿dónde acabamos nosotros? La vida es nada; yo no la tengo en cuenta, Pero fallar en esto, no es sólo cuestión de vida o muerte. Es que nos convertimos en algo como él; es que, a partir de ahí, nos convertimos en seres repugnantes como él, sin corazón ni conciencia, cebándonos en los cuerpos y las almas de los que más queremos. Para nosotros están cerradas eternamente las puertas del cielo; porque ¿quién volvería a abrírnoslas?Proseguimos detestados por todos; una mancha en la cara del sol de Dios; una flecha en el costado de Aquel que murió por el hombre.

***








      La luna era tan brillante que a través de la gruesa persiana amarilla penetraba suficiente luz en la habitación para ver bien: en la cama, junto a la ventana, yacía Jonathan Harker, con el rostro arrebolado y la respiración pesada, como estupefacto. Arrodillada junto al borde izquierdo de la cama, mirando hacía la puerta, estaba la figura vestida de blanco de su mujer. A su lado, de pie, había un hombre alto y delgado, vestido de negro. A pesar de encontrarse de espaldas a nosotros, en el mismo instante en que lo vimos todos reconocimos al conde, en todos sus detalles, incluso la cicatriz de la frente. Sujetaba con la mano izquierda las manos de la señora Harker, para mantener los brazo separados,en tensión; con la mano derecha le asía la nuca, para obligarla a bajar la cabeza hacia su pecho. El camisón blanco de la mujer estaba cubierto de manchas de sangre, y por el denudo pecho del hombre, que asomaba por la camisa desgarrada, discurría un fino reguero. La actitud de ambos guardaba una terrible semejanza con un niño que obligase a un gatito a meter el hocico en un plato de leche para forzarlo a beber. Al entrar precipitadamente en la habitación, el conde giró la cabeza, y de su rostro se apoderó la expresión infernal cuya descripción yo conocía. Sus ojos llameaban, rojos, con cólera diabólica, las grandes aletas de la blanca nariz aquilina se abrieron de par en par y se estremecieron; y los blancos dientes afilados, tras los sensuales labios chorreantes de sangre, rechinaban como los de una bestia salvaje. Con una sacudida arrojó a su víctima sobre la cama como si la lanzara de un lugar elevado; se volvió y se precipitó hacia nosotros. Pero el profesor ya se había puesto de pie y alzaba hacía el conde el sobre que contenía la sagrada Hostia. Drácula se detuve bruscamente, del mismo modo que lo había hecho Lucy a la entrada de su tumba, y retrocedió asustado. Siguió retrocediendo más y más a medida que nosotros, con los crucifijos levantados, avanzábamos hacia él. La luz de la luna se oscureció repentinamente, al surcar el cielo una gran nube negra; y cuando se elevó la luz de la lámpara de gas por obra de la cerilla que encendió Morris, no vimos más que un vapor tenue. Mientras lo contemplábamos, se deslizó por debajo de la ventana, que había vuelto a su antigua posición tras haber quedado abierta de par en par. Van Helsing, Art, y yo nos acercamos a la señora Harker, que ya había recobrado el aliento y, al tiempo, había emitido un grito tan aterrador, tan agudo, tan desesperado, que pienso que seguirá sonando en mis oídos hasta el día de mi muerte. Se quedó tendida en la cama durante unos segundos, en actitud de impotencia y confusión. Su rostro estaba cadavérico, con una palidez acentuada por la sangre que manchaba sus labios, mejillas y barbilla; de su cuello manaba un fino reguero de sangre: tenía los ojos desorbitados por el terror. Se tapó el rostro con sus pobre manos magulladas, que mostraban en su blancura las señales rojas del terrible apretón del conde, y se oyó un gemido sofocado y desolado, en comparación con el cual el grito que había lanzado antes no parecía más que la expresión rápida de una aflicción infinita.






Bram Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.





viernes, 19 de febrero de 2016

Víctor Pérez





Busco peregrinos guarros a los que le falte el índice para echarlos de amigos, si no les falta es lo mismo. Yo les daré a conocer el agua anciana de la laguna con un minuto delante del error. Yo soy el fantasma de Josué, una vez me lincharon y ahora me hago el meloso con desconocidos y traficantes. Por aquí hay una calma devastadora por las tardes y me aburro con frecuencia. Siempre estoy en los caminos con un caldero lleno de avellanas y luciérnagas. Paseo mi abandono como un gigante amargo. También me gustan las actrices y los pordioseros. El perfume de mis cicatrices trastorna a los elegantes. En la muerte encontré una buena respuesta para lo que soy. Un distraído al que le gusta que lo abracen al final de las jornadas y que le den por el culo de vez en cuando. La ausencia de la vida la conjuro haciéndome un ovillo en el albergue. Me dedico a hacer profecías y a contar mis huesecitos y a mirar pájaros. Soy un coleccionista de presagios y de segundas oportunidades. Estoy enterrado en el cementerio civil porque se pusieron de acuerdo el cura y el maestro al no morir en condiciones, es decir, cristianamente. A veces escribo agarrado a un abeto. A veces me siento con geranios en la mano en las camas de las personas. De los días espero lo habitual: una vaca, un topo, otro peregrino. El espectáculo del destino me multiplica, es entonces cuando pego la oreja a las paredes del albergue y siento cómo se abre dentro de mí el río, y en mí renace el universo silenciado y purgatorial admirándome la racha de los planetas como me admiraría el nacimiento de un restaurante en este pueblucho de mierda. De vez en cuando me encuentro a algún ahorcado; pienso en sus cigarros, su sangre, su PC, pienso en los misterios de una soga detenida en la rama más baja de un castaño; en el ahorcado y su simetría. He manejado la muerte sin pensar pero con un orgullo multidisciplinar y efervescente porque diariamente soy visitado por la serenidad representativa y dialogante del baboso. Con la cabeza diviso el puto pueblo que borraría de un plumazo. Voy todo vestido de pana buena. Los gatos buscan el olor de mi polla y mis ojos color miel y eso suaviza mi puerca melancolía. No he dicho que soy tuerto y como soy un seductor llevo parche, gracias a él hipnotizo a los niños a los que me aparezco; cuando me ven las niñas, sin embargo, me silban. Tampoco he dicho que a veces creo que soy una mera pesadilla de mi abuela cirujana, que todavía vive y sabe conquistar.




Víctor Pérez. 2016, de su muro de Facebook


jueves, 18 de febrero de 2016

Lorenzo Plana





LA SOLEDAD



Para los que jamás
unieron una tarde
el amor con el sexo,
y en esa tarde fría
sólo el placer cumplieron
y no tuvieron paz:
el cuerpo de una mujer
no se mostró sumiso
brindando la confianza
y hablando del futuro
dos cuerpos y una vida,
con la complicidad
de sábanas muy blancas,
limpias como la sal.
Para los desgraciados
que en el sexo no hallaron
las músicas del mundo,
las pinturas del mundo,
las novelas del mundo,
porque ese sexo vacuo
sólo sabía a cuerpo.
Para los que en un cuerpo
jamás grabaron lenguas
que parecían sangre,
en bocas tan oscuras
como claro su gusto.
Para los tristes hombres
con un cuerpo sin centro
y tacto que no sueña,
para los tristes machos
yo puedo comentar
que los años sin Ella,
a pesar del placer
con los cuerpos de otras,
van a ser como corcho,
como corcho podrido,
como cieno de cerdo,
a pesar de ignorarlo,
como cieno de cerdo,
a pesar de olvidarlo.












FASCINACIÓN




No entrar en lo aceptado,
en el pesado polen de las vidas,
ese día en que rompes tu pasado
pues lo conoces todo.

Inmerso en la laguna del verano,
respiras aire intacto, sin relieve.
El cuarto está callado como un bosque.

Te conviertes en arte,
te conviertes en dios.

Mas no se trata del mañana ahora.
Es mucho más sencillo:
está vivo ante todo,
vas desapareciendo.

Si el presente te presta su atención
es la última brizna de tu vida.

Lo sé, en algún momento estuve allí,
visité una escollera junto a alguien.

Con insolencia estuve en lo imposible.







Luis Antonio de Villena. “La lógica de Orfeo. (Antología)”. 2003, Visor.



lunes, 15 de febrero de 2016

Luis Miguel Rabanal



Detrás del espejo,
como una aparición,
la mirada más triste.
A menudo es el tiempo
quien decide con saña
que no debes volver.
Alguien espía desde allí,
tu vida la han hilvanado
con horror y costumbre.
Quieres interrumpirlo,
da igual su desmesura
o su falta de memoria.
Detrás del espejo
aún no hay nadie.
.

LMR. 2016, de su muro de Facebook.



viernes, 12 de febrero de 2016

Bram Stoker



Fragmentos:




Estaba realmente despierto, en medio de los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener paciencia y esperar la llegada de la mañana.
      En el momento en que llegué a esta conclusión oí aproximarse unos pasos enérgicos al otro lado de la inmensa puerta, y vi por un resquicio el resplandor de una luz. A continuación oí un crujir de cadenas y el rechinar de unos pesados cerrojos al ser descorridos. Giró una llave y la puerta quedó abierta de par en par.
      Dentro había un hombre alto y viejo, pulcramente afeitado, salvo por un bigote blanco y largo, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin una sola nota de color en parte alguna. En la mano portaba una lámpara antigua de plata, en la que ardía la llama sin tubo ni globo de ninguna clase, proyectando sombras temblorosas y largas al parpadear movida por la corriente de aire que entraba por la puerta abierta. El anciano me indicó con la mano derecha que entrase, en un gesto cortés, al tiempo que decía en un inglés excelente, aunque con una extraña entonación:
      ―¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!
      No hizo ningún ademán de adelantarse a recibirme, mas permaneció allí como una estatua, como si su gesto de bienvenida lo hubiera convertido en piedra. No obstante, en el momento en que traspasé el umbral, avanzó impulsivamente; extendí la mano y tomó la mía con una fuerza que me hizo estremecer, sensación que no alivió el hecho de que su contacto fuese frío como el hielo: parecía más la mano de un hombre muerto que vivo.

***








      Supongo que me quedé dormido; eso espero, pero me temo que no, ya que lo que siguió fue sorprendentemente real, tan real, que ahora, sentado a plena luz del sol, no puedo creer en absoluto que todo fuese un sueño.
      No estaba solo. La habitación era la misma, nada había cambiado desde que yo entré en ella. A la brillante luz de la luna veía mis propias huellas en el suelo, allí donde mis pisadas habían perturbado la larga acumulación de polvo. Frente a mí, a la luz de la luna, había tres mujeres jóvenes, que por su porte y por la ropa que llevaban parecían damas. Al verlas pensé que estaba soñando, porque aunque la luz de la luna se hallaba tras ellas, no proyectaban sombras en el suelo. Se acercaron a mí y me miraron durante un rato, y después se pusieron a cuchichear. Dos de ellas eran morenas, de nariz larga y aguileña, como el conde, ojos oscuros y penetrantes que parecían casi rojos por contraste con la pálida luna amarilla. La otra era bella, muy bella, con una espesa cabellera ondulada de pelo dorado y ojos como zafiros pálidos. Su cara me resultaba familiar, de haberla conocido asociada con un temor de pesadilla, pero no pude recordar en ese momento ni cómo ni dónde la había conocido. Las tres tenían dientes blancos y relucientes, que brillaban como perlas sobre los rubíes de sus labios voluptuosos. Había algo en ellas que me inquietó, un deseo vehemente y al mismo tiempo un miedo mortal. Mi corazón se inflamó con un deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos. No está bien que escriba esto, pues un día Mina puede leerlo y sentirse herida, pero es la verdad. Siguieron cuchicheando y después se echaron a reír las tres: un risa argentina, musical, tan dura que no parecía posible que saliera de unos suaves labios humanos. Era como la dulzura intolerable y estremecedora de una copas de cristal en las que jugueteaba una mano hábil. La muchacha rubia sacudió la cabeza, coqueta, y las otras dos la incitaron. Una de ellas dijo:
      ―¡Adelante! Ve tú primero, y nosotras te seguiremos. Tú tienes derecho a ser la primera.
      La otra añadió:
       ―Es fuerte y joven. Hay besos para todas.
Me quedé inmóvil, mirando con los ojos entrecerrados, en un tormento de deliciosa anticipación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí, hasta que sentí su aliento. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y recorría los nervios con el mismo estremecimiento que su voz, pero con un fondo amargo en su dulzura, una amargura desazonadora como la que se huele en la sangre.
Tenía miedo de abrir los párpados, pero podía ver perfectamente por entre las pestañas. La muchacha rubia se puso de rodillas y se inclinó sobre mí, relamiéndose. Había en ella una voluptuosidad deliberada que resultaba excitante y repulsiva a la vez, y al arquear el cuello se chupó los labios como un animal, de modo que vi a la luz de la luna la saliva que brillaba en la boca escarlata, y la roja lengua que lamía los dientes blancos y afilados. Su cabeza descendió hasta que sus labios quedaron por debajo de mi boca y barbilla y parecieron a punto de cerrarse sobre mi garganta. Entonces se detuvo, y oí el ruido agitado que producía su lengua al lamerse los dientes y los labios, y sentí su aliento cálido en mi cuello. La piel de mi garganta empezó a hormiguear, como ocurre cuando se aproxima más y más a nuestro cuerpo la mano que va a hacernos cosquillas. Sentí la caricia suave y trémula de los labios en la piel hipersensible de mi cuello, y el contacto duro de los dientes afilados, que me rozaron y se detuvieron allí. Cerré los ojos en lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón palpitante.
      Pero en ese mismo instante me embargó otra sensación con la rapidez del rayo. Tomé conciencia de la presencia del conde y del furor que lo dominaba. Al abrir involuntariamente los ojos vi que su mano poderosa agarraba el delicado cuello de la mujer rubia, y con su fuerza de gigante la hacía retroceder, los ojos azules de la mujer transformados por la ira, los dientes blancos rechinando de rabia, las hermosas mejillas enrojecidas de pasión. Pero ¡el conde! Nunca había imaginado tal cólera y furor, ni siquiera en los demonios de los abismos. Sus ojos refulgían literalmente. La luz roja que despedían era espeluznante, como si ardieran tras ellos las llamas del fuego del infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido, y los rasgos duros como alambres tirantes; las espesas cejas que se unían en el puente de la nariz parecían en esos momentos un barrote ondulante de metal al rojo blanco. Apartó a la mujer de su lado con un salvaje manotazo; y después hizo señas a las otras, como para instarlas a retroceder; era el mismo gesto imperioso que le había visto utilizar con los lobos. Dijo en un tono que, aunque bajo y casi susurrante, pareció cortar el aire y rodear la habitación:
      ―¿Cómo os atrevéis a tocarlo, ninguna de vosotras? ¿Cómo os atrevéis a poner los ojos en él, habiéndooslo prohibido? ¡Atrás os digo! Este hombre me pertenece. ¡No os acerquéis a él, o tendréis que véroslas conmigo!
      La muchacha rubia se volvió y replicó con una carcajada de obscena coquetería:
      ―¡Tú nunca has amado! ¡Tú nunca amas!
      Al llegar a este punto, se le unieron las otras mujeres, y en la habitación resonó una risa tan dura, tan desprovista de alegría y alma que al oírla casi me desmayé. Parecía una diversión de demonios. El conde se dio la vuelta y, tras contemplar mi rostro con atención, dijo en un suave susurro:
      ―Sí, yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Os prometo que cuando haya acabado con él podréis besarlo cuanto queráis. ¡Y ahora marchaos! ¡Marchaos! Tengo que despertarlo, porque hay muchas cosas que hacer.

***






Bram Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.



miércoles, 10 de febrero de 2016

Federico García Lorca







VUELTA DE PASEO


Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!







TU INFANCIA EN MENTON

Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.
Jorge Guillén.

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.

Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
Allí, león, allí, furia de cielo,
te dejaré pacer en mis mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero.
He de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre niña,
llanto de media noche y paño roto
que quitó la luna de la sien del muerto.
Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amo, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.
Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.










ODA A WALT WHITMAN


Por el Easr River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñaban sus cinturas
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión,
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.

Por ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga
las poleas rodarán para turbar el cielo,
un límite agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,
Nueva York de alambre y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla,
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid,
y amante de los cuerpos bajo la burla tela.

Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas con ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos por las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo
los maricas, Walt Whitman, te señalan

¡También ése! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbre de gritos y ademanes
como los gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas,
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde se sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y en terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Este es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades.
La guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo.
Madre de lodo. Arpías. Enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamerica,
Pájaros de La Habana,
Jotos de Méjico.
Sarasas de Cádiz,
Apios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.

¡Maricas de todoel mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer. Perras de sus tocadores.
Abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡¡Alerta!!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.

Duerme: no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes,
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.






Federico García Lorca. “Poeta en Nueva York”. 1992, Ediciciones Cátedra, S.A.



jueves, 4 de febrero de 2016

Ana Merino





Una voz


Mi poesía está encerrada en una habitación a oscuras, tiene miedo y quiere que le digan que la realidad es el abrazo de un mago. Muchas veces se siente como un animal acorralado al que no le queda aliento para defenderse y lloriquea en los amaneceres porque no puede amar a los vampiros. Hace como si no me reconociese cuando ordeno sus versos, y a escondidas de mi se atreve a ser la amante de un hombre que camina sin sombra buscando la niñez en los portales. Mi pobre poesía no sabe razonar cuando le explico que no puede vivir todas las vidas, que debe resignarse a ser un sueño con escamas. Es díscola y quiere convertir las palabras en hechizos a invocar con ellos amores imposibles. Es tan irracional que me da rabia tener que ser yo siempre la que razone, la que guarde las apariencias, como si el deseo fuese coto privado a los locos.





2


Mi vida se hizo frágil
al saberse mortal.
Aquel ritmo frenético
de los instantes y su efervescencia
comenzó a ser corrosivo
y me partió en dos.

Quedaba yo a un lado
y también quedaba yo al otro.
Una mitad de mí miraba absorta,
la otra trataba de aprender
a caminar con una sola pierna,
y se apoyaba en los muebles
y estaba triste
porque el corazón
se había quedado
en la mitad inmóvil.

Mi vida se hizo frágil
y mi corazón dejó de latir,
pero cuando quisieron juntar
todo mi cuerpo,
y enterrar mis dos mitades
en una misma fosa,
esa parte de mí sin corazón ya estaba lejos,
había puesto un reloj
en el espacio fingido de la vida
y no estaba dispuesta
a morir sin más
cosida al desaliento
de la mitad suicida de mi cuerpo.










RETRATO DE MUJER



Nosotras que buscamos el amor
en las metáforas que suspiran,
que hemos aprendido a recorrer nuestro cuerpo
con las yemas finísimas,
deseamos,
en el espejo de nuestra boca
que nuestra lengua se transforme en otro paladar, en otros
     labios
y los recorran unos dedos inmensos
que sepan penetrarnos
abrir todas las grietas,
y nos hagan temblar como a los árboles de tronco diminuto
que se mecen con el viento.

Nosotras, vestidas o desnudas
florecemos con el agua de los besos
que humedecen las promesas,
florecemos con el susurro efímero
de la felicidad.

Pero también nosotras, las que buscamos el amor
en los versos sin alas de todos los ángeles caídos
nos vamos quedando solas,
y la geografía de nuestra piel se desdibuja,
en todas las esquinas, sobre las sábanas,
en los abrazos de la añoranza,
en el deseo de una nostalgia a la que rendimos tributo
bebiendo su semilla.





CASA CON GOTERAS



A veces entre las callejuelas
aparece una casa
convertida en velero.
Una brisa de sal y gaviotas
deshace su estructura.
Un otoño de lluvias torrenciales
simula su naufragio.

Ese anhelo marino
es sólo el espejismo
de una vieja humedad
que pudre sus cimientos
y se filtra por las paredes
dibujando una mancha
que parece la ruta de un tesoro,
el mapa de una isla
donde los años hacen sus orillas más anchas.

El mar sobre una casa
que intenta navegar con la ropa tendida en la terraza,
por entre la piel de sus tabiques
la desesperación revienta cañerías de plomo,
y una mujer que amamanta a su hijo en la cocina
decide abandonarse a la deriva.






Luis Antonio de Villena. “La lógica de Orfeo. (Antología)”. 2003, Visor.



lunes, 1 de febrero de 2016

Víctor Pérez



ULTRASUEÑO



Son las 7
de la mañana
y después de
una rayita
para asaltar
los cielos
me tiro los
testículos
a un cesto
como un fracaso visionario
como una revelación
rumbo a la mente
y le doy
un beso de tornillo
a un caballo
negro llamado
Conjunción
en una especie
de bosque
a ver si un fiscal
me lleva
al entendimiento.



Víctor Pérez. 2016, de su muro de Facebook.