Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 23 de febrero de 2016

Bram Stoker (II)



Fragmentos:




      ―Es usted un hombre inteligente, amigo John; razona bien, y su ingenio es atrevido; pero tiene demasiados prejuicios. No permite ver a sus ojos ni oír a sus oídos, y aquello que está fuera de su vida diaria carece de importancia para usted. ¿No piensa que hay cosas que usted no puede comprender, pero que existen, que algunas personas ven cosas que otras no pueden ver? Pero hay cosas viejas y nuevas que no deben ser contempladas por ojos de hombres, porque ellos saben, o creen saber, algunas cosas que otros hombres les han contado. Ah, es culpa de nuestra ciencia, que todo lo quiere explicar; y si no lo explica, entonces dice que no hay nada que explicar. Pero todos los días vemos a nuestro alrededor el crecimiento de nuevas creencias que se consideran nuevas, y que son las viejas que pretenden ser las jóvenes, como las señoras en la ópera. Supongo que usted no cree en la transferencia corporal, ¿no? Ni en la lectura del pensamiento, ¿no? Ni en el hipnotismo...

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      >>Existen seres como los vampiros; algunos de nosotros tenemos evidencia de que así es. Incluso de no poseer la prueba de nuestras desdichadas experiencias, las enseñanzas y los documentos del pasado proporcionan prueba suficiente para las gentes cuerdas. Admito que al principio me mostré escéptico. De no ser porque durante largos años me he adiestrado en mantener una mente abierta, no habría podido creerlo hasta el momento en que ese hecho atronó mis oídos. “¡Míralo! ¡Míralo! ¡Yo lo pruebo, yo lo pruebo!”. ¡Ay de mí! De haber sabido al principio lo que ahora sé (y ni siquiera; con sólo haberlo siquiera sospechado), habríamos conservado la vida de aquella que tanto amábamos. Pero ya ha pasado; y debemos trabajar para que otras pobres almas no perezcan mientras podamos salvarlas. El nosferatu no muere como la abeja cuando clava el aguijón una vez. Es más fuerte; y al ser más fuerte, posee más poder para hacer el mal. Este vampiro que está entre nosotros es él solo más fuerte que veinte hombres; su astucia ha crecido con los siglos; posee la ayuda de la nigromancia, que es, como su etimología indica, la adivinación por los muertos, y todos los muertos a los que puede acercarse están a sus órdenes; es brutal, y más que brutal: es un demonio de crueldad, y el corazón de él no existe; puede, con limitaciones, aparecer a voluntad, donde y cuando desee y en cualquiera de las formas que le son propias; puede, dentro de su campo, gobernar los elementos: la tormenta, la niebla, el trueno; puede dar órdenes a las cosas más pequeñas: la rata y el búho y el vampiro; la polilla y el zorro y el lobo; puede crecer y hacerse pequeño; y a veces puede desaparecer y hacerse irreconocible. ¿Cómo, entonces, habremos de iniciar nuestra lucha para destruirlo? ¿Cómo encontraremos su escondite y, tras encontrarlo, cómo podremos destruirlo? Amigos míos, esto es mucho; es una tarea terrible la que acometemos, y quizá haya consecuencias que harán al valiente estremecerse. Porque, si fallamos en esta nuestra lucha, ganará él sin duda; y entonces, ¿dónde acabamos nosotros? La vida es nada; yo no la tengo en cuenta, Pero fallar en esto, no es sólo cuestión de vida o muerte. Es que nos convertimos en algo como él; es que, a partir de ahí, nos convertimos en seres repugnantes como él, sin corazón ni conciencia, cebándonos en los cuerpos y las almas de los que más queremos. Para nosotros están cerradas eternamente las puertas del cielo; porque ¿quién volvería a abrírnoslas?Proseguimos detestados por todos; una mancha en la cara del sol de Dios; una flecha en el costado de Aquel que murió por el hombre.

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      La luna era tan brillante que a través de la gruesa persiana amarilla penetraba suficiente luz en la habitación para ver bien: en la cama, junto a la ventana, yacía Jonathan Harker, con el rostro arrebolado y la respiración pesada, como estupefacto. Arrodillada junto al borde izquierdo de la cama, mirando hacía la puerta, estaba la figura vestida de blanco de su mujer. A su lado, de pie, había un hombre alto y delgado, vestido de negro. A pesar de encontrarse de espaldas a nosotros, en el mismo instante en que lo vimos todos reconocimos al conde, en todos sus detalles, incluso la cicatriz de la frente. Sujetaba con la mano izquierda las manos de la señora Harker, para mantener los brazo separados,en tensión; con la mano derecha le asía la nuca, para obligarla a bajar la cabeza hacia su pecho. El camisón blanco de la mujer estaba cubierto de manchas de sangre, y por el denudo pecho del hombre, que asomaba por la camisa desgarrada, discurría un fino reguero. La actitud de ambos guardaba una terrible semejanza con un niño que obligase a un gatito a meter el hocico en un plato de leche para forzarlo a beber. Al entrar precipitadamente en la habitación, el conde giró la cabeza, y de su rostro se apoderó la expresión infernal cuya descripción yo conocía. Sus ojos llameaban, rojos, con cólera diabólica, las grandes aletas de la blanca nariz aquilina se abrieron de par en par y se estremecieron; y los blancos dientes afilados, tras los sensuales labios chorreantes de sangre, rechinaban como los de una bestia salvaje. Con una sacudida arrojó a su víctima sobre la cama como si la lanzara de un lugar elevado; se volvió y se precipitó hacia nosotros. Pero el profesor ya se había puesto de pie y alzaba hacía el conde el sobre que contenía la sagrada Hostia. Drácula se detuve bruscamente, del mismo modo que lo había hecho Lucy a la entrada de su tumba, y retrocedió asustado. Siguió retrocediendo más y más a medida que nosotros, con los crucifijos levantados, avanzábamos hacia él. La luz de la luna se oscureció repentinamente, al surcar el cielo una gran nube negra; y cuando se elevó la luz de la lámpara de gas por obra de la cerilla que encendió Morris, no vimos más que un vapor tenue. Mientras lo contemplábamos, se deslizó por debajo de la ventana, que había vuelto a su antigua posición tras haber quedado abierta de par en par. Van Helsing, Art, y yo nos acercamos a la señora Harker, que ya había recobrado el aliento y, al tiempo, había emitido un grito tan aterrador, tan agudo, tan desesperado, que pienso que seguirá sonando en mis oídos hasta el día de mi muerte. Se quedó tendida en la cama durante unos segundos, en actitud de impotencia y confusión. Su rostro estaba cadavérico, con una palidez acentuada por la sangre que manchaba sus labios, mejillas y barbilla; de su cuello manaba un fino reguero de sangre: tenía los ojos desorbitados por el terror. Se tapó el rostro con sus pobre manos magulladas, que mostraban en su blancura las señales rojas del terrible apretón del conde, y se oyó un gemido sofocado y desolado, en comparación con el cual el grito que había lanzado antes no parecía más que la expresión rápida de una aflicción infinita.






Bram Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.





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