Fragmentos:
―Es
usted un hombre inteligente, amigo John; razona bien, y su ingenio es
atrevido; pero tiene demasiados prejuicios. No permite ver a sus ojos
ni oír a sus oídos, y aquello que está fuera de su vida diaria
carece de importancia para usted. ¿No piensa que hay cosas que usted
no puede comprender, pero que existen, que algunas personas ven cosas
que otras no pueden ver? Pero hay cosas viejas y nuevas que no deben
ser contempladas por ojos de hombres, porque ellos saben, o creen
saber, algunas cosas que otros hombres les han contado. Ah, es culpa
de nuestra ciencia, que todo lo quiere explicar; y si no lo explica,
entonces dice que no hay nada que explicar. Pero todos los días
vemos a nuestro alrededor el crecimiento de nuevas creencias que se
consideran nuevas, y que son las viejas que pretenden ser las
jóvenes, como las señoras en la ópera. Supongo que usted no cree
en la transferencia corporal, ¿no? Ni en la lectura del pensamiento,
¿no? Ni en el hipnotismo...
***
>>Existen
seres como los vampiros; algunos de nosotros tenemos evidencia de que
así es. Incluso de no poseer la prueba de nuestras desdichadas
experiencias, las enseñanzas y los documentos del pasado
proporcionan prueba suficiente para las gentes cuerdas. Admito que al
principio me mostré escéptico. De no ser porque durante largos años
me he adiestrado en mantener una mente abierta, no habría podido
creerlo hasta el momento en que ese hecho atronó mis oídos.
“¡Míralo! ¡Míralo! ¡Yo lo pruebo, yo lo pruebo!”. ¡Ay de
mí! De haber sabido al principio lo que ahora sé (y ni siquiera;
con sólo haberlo siquiera sospechado), habríamos conservado la vida
de aquella que tanto amábamos. Pero ya ha pasado; y debemos trabajar
para que otras pobres almas no perezcan mientras podamos salvarlas.
El nosferatu no muere como la abeja cuando clava el aguijón
una vez. Es más fuerte; y al ser más fuerte, posee más poder para
hacer el mal. Este vampiro que está entre nosotros es él solo más
fuerte que veinte hombres; su astucia ha crecido con los siglos;
posee la ayuda de la nigromancia, que es, como su etimología indica,
la adivinación por los muertos, y todos los muertos a los que puede
acercarse están a sus órdenes; es brutal, y más que brutal: es un
demonio de crueldad, y el corazón de él no existe; puede, con
limitaciones, aparecer a voluntad, donde y cuando desee y en
cualquiera de las formas que le son propias; puede, dentro de su
campo, gobernar los elementos: la tormenta, la niebla, el trueno;
puede dar órdenes a las cosas más pequeñas: la rata y el búho y
el vampiro; la polilla y el zorro y el lobo; puede crecer y hacerse
pequeño; y a veces puede desaparecer y hacerse irreconocible. ¿Cómo,
entonces, habremos de iniciar nuestra lucha para destruirlo? ¿Cómo
encontraremos su escondite y, tras encontrarlo, cómo podremos
destruirlo? Amigos míos, esto es mucho; es una tarea terrible la que
acometemos, y quizá haya consecuencias que harán al valiente
estremecerse. Porque, si fallamos en esta nuestra lucha, ganará él
sin duda; y entonces, ¿dónde acabamos nosotros? La vida es nada; yo
no la tengo en cuenta, Pero fallar en esto, no es sólo cuestión de
vida o muerte. Es que nos convertimos en algo como él; es que, a
partir de ahí, nos convertimos en seres repugnantes como él, sin
corazón ni conciencia, cebándonos en los cuerpos y las almas de los
que más queremos. Para nosotros están cerradas eternamente las
puertas del cielo; porque ¿quién volvería a
abrírnoslas?Proseguimos detestados por todos; una mancha en la cara
del sol de Dios; una flecha en el costado de Aquel que murió por el
hombre.
***
La
luna era tan brillante que a través de la gruesa persiana amarilla
penetraba suficiente luz en la habitación para ver bien: en la cama,
junto a la ventana, yacía Jonathan Harker, con el rostro arrebolado
y la respiración pesada, como estupefacto. Arrodillada junto al
borde izquierdo de la cama, mirando hacía la puerta, estaba la
figura vestida de blanco de su mujer. A su lado, de pie, había un
hombre alto y delgado, vestido de negro. A pesar de encontrarse de
espaldas a nosotros, en el mismo instante en que lo vimos todos
reconocimos al conde, en todos sus detalles, incluso la cicatriz de
la frente. Sujetaba con la mano izquierda las manos de la señora
Harker, para mantener los brazo separados,en tensión; con la mano
derecha le asía la nuca, para obligarla a bajar la cabeza hacia su
pecho. El camisón blanco de la mujer estaba cubierto de manchas de
sangre, y por el denudo pecho del hombre, que asomaba por la camisa
desgarrada, discurría un fino reguero. La actitud de ambos guardaba
una terrible semejanza con un niño que obligase a un gatito a meter
el hocico en un plato de leche para forzarlo a beber. Al entrar
precipitadamente en la habitación, el conde giró la cabeza, y de su
rostro se apoderó la expresión infernal cuya descripción yo
conocía. Sus ojos llameaban, rojos, con cólera diabólica, las
grandes aletas de la blanca nariz aquilina se abrieron de par en par
y se estremecieron; y los blancos dientes afilados, tras los
sensuales labios chorreantes de sangre, rechinaban como los de una
bestia salvaje. Con una sacudida arrojó a su víctima sobre la cama
como si la lanzara de un lugar elevado; se volvió y se precipitó
hacia nosotros. Pero el profesor ya se había puesto de pie y alzaba
hacía el conde el sobre que contenía la sagrada Hostia. Drácula se
detuve bruscamente, del mismo modo que lo había hecho Lucy a la
entrada de su tumba, y retrocedió asustado. Siguió retrocediendo
más y más a medida que nosotros, con los crucifijos levantados,
avanzábamos hacia él. La luz de la luna se oscureció
repentinamente, al surcar el cielo una gran nube negra; y cuando se
elevó la luz de la lámpara de gas por obra de la cerilla que
encendió Morris, no vimos más que un vapor tenue. Mientras lo
contemplábamos, se deslizó por debajo de la ventana, que había
vuelto a su antigua posición tras haber quedado abierta de par en
par. Van Helsing, Art, y yo nos acercamos a la señora Harker, que ya
había recobrado el aliento y, al tiempo, había emitido un grito tan
aterrador, tan agudo, tan desesperado, que pienso que seguirá
sonando en mis oídos hasta el día de mi muerte. Se quedó tendida
en la cama durante unos segundos, en actitud de impotencia y
confusión. Su rostro estaba cadavérico, con una palidez acentuada
por la sangre que manchaba sus labios, mejillas y barbilla; de su
cuello manaba un fino reguero de sangre: tenía los ojos desorbitados
por el terror. Se tapó el rostro con sus pobre manos magulladas, que
mostraban en su blancura las señales rojas del terrible apretón del
conde, y se oyó un gemido sofocado y desolado, en comparación con
el cual el grito que había lanzado antes no parecía más que la
expresión rápida de una aflicción infinita.
Bram
Stoker. “Drácula”. Grupo Anaya, S.A. 2002.
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