Fragmentos:
Era
un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece.
Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por
burlar le molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las
puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la
suficiente rapidez para evitar una ráfaga polvorienta se colara con
él.
El
vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un
cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior,
estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más
de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco
años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas.
Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir
en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la
corriente se cortaba durante las horas del día. Esto era parte de
las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston
tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y
una úlcera de varices por el encima del tobillo derecho, subió
lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a
la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde
el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los
ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decían las palabras al pie.
***
Antes
de que el Odio hubiera durando treinta segundos, la mitad de los
espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La
satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del
ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie
pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o
pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un
objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que
cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía
hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser
Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo
despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día ―y
cada día ocurría esto mil veces―
sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en
la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en
los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía
disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse
engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y
saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran
atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un
inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de
conspiradores que se proponía derribar al Estado. Se suponía que
esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba
que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del
cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un
libro sin título. La gente se refería a él llamándole
sencillamente el libro.
Pero de esas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los
miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni
del libro si tenían manera de evitarlo.
***
Si
había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en
aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por
ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza
suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse
desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían
de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso
si existía la legendaria Hermandad ―y
era muy posible que existiese―
resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos
mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en
la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo más, alguna
palabra murmurada. Pero lo proles, si pudieran darse cuenta de su
propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con
encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran
podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego,
antes o después se les ocurrirá.
***
George
Orwell. “1984”. 1991, duodécima edición en Destinolibro.
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