1999
Recuerdo
que eran grandes y azules:
siempre
acababan en el estómago vacío
en
desayuno, almuerzo, merienda y cena,
diluían
vómitos rojos
y conciencia
sucia.
Luego,
en el armario de mi habitación,
las
pequeñas, blancas y genéricas
―durante
una temporada,
no
pude permitirme la marca de moda―
en
dosis única para felicidad artificial diaria.
Ahora,
guardo algunas cajitas vacías, junto
a
recetas médicas
y
el primer poema de no amor que escribí en papel.
Ya
evito intoxicarme con pura química:
buceo
en la realidad con las manos desnudas,
manos
miserables que sólo entienden de vida.
Princesa
con bata y pelos revueltos
De
pequeña,
las
manos las tenía llenas
de
veinte pesetas de chucherías,
los
labios manchados de chocolate
―onzas
que compraba mi abuelo en el supermercado―,
vestía
ropa sucia de la calle,
me
escondía debajo de la mesa
con
mis hermanas
y
reía.
Ahora
tengo
una caja llena de sueños,
dos
sueldos y una licenciatura,
filosofía
en zapatillas de andar por casa,
(casi)
todos los libros y discos deseados,
experiencias
de madurez forzada.
No
soy feliz.
Adán
y Eva
Me
distancié del paraíso.
No
es que prefiera la soledad:
he
optado por tolerar sólo el daño
que
me haga a mí misma.
Sólo
nos queda escribir,
aferrarnos
a las palabras
como
botes salvavidas que te aíslan
de
territorio hostil,
porque
Dios es un incompetente
sin
aliento, incapaz de responder a los dilemas,
para
reclamar que somos animales
sin
domesticar, que aúllan y rugen
cuando
nos descarnan las heridas,
que
nos tornamos sumisos
cuando
una mano dócil e inocente
acaricia
nuestras garras.
Sólo
nos queda escribir
testamentos
únicos de supervivencia
para
escapar de la locura,
para
dar sentido a tanto dolor.
Ana
Patricia Moya. “Píldoras de papel”. 2016, Huerga y Fierro
Editores.
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