Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Max Aub



Fragmentos:



      ―Me está usted mirando porque estoy borracho a estas horas. ¿Pero usted es de los que creen que hay horas para emborracharse y otras no? Si es así permítame que le diga que es un infeliz. Todas las horas son buenas para hacer lo que le venga a uno en gana.
      Le hablaba un hombre con barba y ojos de Cristo, unos ojos melados, claros y con un extraño fulgor, seguramente producido por el alcohol. Iba vestido con harapos y tocado con un sombrero deshecho, lleno de mugre. El dueño del bar, gordo y en manga de camisa, el pelo cortado al rape, le habló desde el mostrador.
      ―Lope, no molestes.
      Agustín se extrañó de que aquel hombre no echara al vagabundo.
      ―No molesto: hablo. Dígame, señor, ¿le molesto? ¿O es usted también de los que no se atreven a contestar? Bonifacio no me echa, y no me puede echar porque el dueño de este establecimiento, que Dios tenga en su Santa Gloria, dejó establecido en su testamento, bendita sea su mano, que a mí, y solamente a mí, se me diera de beber de gratis en este bar vulgo tasca, hasta que me muera, y quiera Dios que sea lo más tarde posible. No crea, ya ha intentado Bonifacio echarme de cien mil maneras, pero el testamento es antes que todo y todos los jueces han reconocido mi derecho. Aquí me desayuno, aquí como, aquí ceno y aquí duermo. Y no crea que por eso dejan de venir los parroquianos. Se han acostumbrao. ¿Es verdad o no, Bonifacio? Porque el infeliz decía que yo le arruinaba el negocio, que ha heredado por chiripa, dicho sea con perdón. Antes yo era enemigo personal de las herencias, pero desde que Roberto Salcedo se portó como se portó, las herencias me parecen bien. ¿Usted quiere saber por qué dejó escrito esto de su puño y letra Roberto en su testamento? Pues lo siento mucho, caballero, pero no lo sabrá. Es una cuestión de honor y el honor es lo primero, porque sin honor no habría borrachos y sin borrachos no habría honor. ¿Con quién tengo el honor de cruzar la palabra? No se vaya, caballero, que luego Bonifacio me acusa de ahuyentar a la clientela y mi deseo es todo lo contrario. Mire usted, caballero, el estar borracho es el estado perfecto del hombre y únicamente así es como se explica la creación. La del mundo y la de la Quinta Sinfonía. Porque usted tiene cara de intelectual y debe de haber oído la Quinta Sinfonía. Eso le demostrará a usted de que yo soy de buena familia. Beba usted, caballero, y no sólo café. ¡Bonifacio, una copa de Fundador para el caballero! No es que yo invite, pero una copa de coñac no le hace nunca daño a nadie. ¿No me oyes, triste vendedor de embriagantes? Una copa de coñac para el caballero.
      ―¿La quiere usted?
      ―Tráigala.
      ―¡He aquí la fuerza del convencimiento!

***








      Agustín no la oía: miraba las numerosas fotografías de recién casados y nacidos, de primeras comuniones que llenaban la pared que tenía enfrente; estaba sentado al hilo de los pies de la cama.
      ―¿Los italianos pagarán en liras o en pesetas de las buenas? Usted no lo sabe. Bueno, ¿y qué quiere?
      ―Mujer...,yo...
      ―¿No me digas?, no me vayas a salir con que quieres una mujer...
      ―¿Por qué no?
      ―Ni éste es día, ni éstas son horas.
      ―¿No se acuerda de mí?
      ―Vagamente, y perdona.
      ―Estuve aquí con don Francisco... una noche en que estuvimos jugando al julepe hasta el amanecer.
      ―¡Hijo!, eso me ha pasado tantas veces...
      ―Estuve con una tal Tosca...
      ―¡Échale un galgo! Esa se fue a Águilas hace por lo menos dos años. Era una buena chica. Oye, ¿no será que tú te quieres esconder aquí?
      ―No, mujer, no. Yo no tengo nada que temer de nadie. No; me quiero ir a Ibi, a reunirme con la familia, que está en casa de don Francisco, y como todo está cerrado y no vale la pena meterse en un hotel, pues vine a tu casa a pasar el rato.
      ―Pues no tengo mujeres. Hasta hace tres días tenía dos, pero se asustaron y se fueron para su casa. Eran de aquí cerca. Como corrió la voz de que iban a arrasar el puerto... Yo también me fui a Elche, y no volví hasta anoche.







Max Aub. “Las buenas intenciones”. 1996, Alianza Editorial.





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