El
origen del mundo
Hacía
pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la
espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los
vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba
trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un
rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban
la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era
el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos
vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata,
mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le
recitaba el catecismo.
Mucho
tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me
lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me
lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre
de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía
razones.
―Pero
papá ―le
dijo Josep, llorando―.
Si Dios no existe,
¿quién hizo el mundo?
―Tonto
―dijo
el obrero, cabizbajo, casi en secreto―.
Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
La
frontera del arte
Fue
la batalla más larga de cuantas se pelearon en Tuscatlán o en
cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche,
cuando las primeras granadas cayeron desde la loma, y duró toda la
noche y hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que
Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la habían asaltado los
guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La quinta vez, cuando
se alzó la bandera blanca en el mástil de la comandancia, los tiros
al aire empezaron los festejos.
Julio
Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando por las
calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también cargada y
lista para disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles
polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos gemelos eran los
únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por el ejército.
Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a Julio; y en
las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el
torbellino de esta batalla, Julio había perdido a los gemelos, y
ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.
Caminó
a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en un
callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos
estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus
rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz,
estaban los dos fusiles.
Julio
se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no dijo nada, ni
se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no
pestañeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna
parte; y en esa cara sin lágrimas estaba todo la guerra y estaba
todo el dolor.
Julio
dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara. Corrió la
película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en
foco la imagen. Los hermanos estaban en el centro del visor,
inmóviles, perfectamente recortados contra el muro recién mordido
por las balas.
Julio
iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo
intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la
cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.
La
cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un
año después.
Sucedidos/2
Antaño
don Verídico sembró casas y gentes en torno al boliche El Resorte,
para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido sucedió, dicen
que dicen, en el pueblo por él nacido.
Y
dicen que dicen que allí había un tesoro, escondido en la casa de
un viejito calandraca.
Una
vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas, se levantaba de
la cama y se iba a cobrar la jubilación.
Aprovechando
la ausencia, unos ladrones, venidos de Montevideo, le invadieron la
casa.
Los
ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada recoveco. Lo único
que encontraron fue un baúl de madera, tapado de cobijas, en un
rincón del sótano. El tremendo candado que lo defendía resistió,
invicto, el ataque de las ganzúas.
Así
que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consiguieron abrirlo, ya
lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas.
Eran cartas de amor que el viejito había recibido todo a lo largo de
su larga vida.
Los
ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió. Finalmente,
decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana.
Desde
entonces, al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en lo
alto de la loma. Allá esperaba que apareciera el cartero en el
camino. No bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre
los árboles, el viejito se echaba a correr. El cartero, que ya
sabía, le traía su carta en la mano.
Y
hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese corazón loco de alegría
de recibir palabras de mujer.
Los
nadies
Sueñan
las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de
pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que
llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve
ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la
buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique
la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el
año cambiando de escoba.
Los
nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los
nadie: los ninguno, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la
vida, jodidos, rejodidos:
Que
no son, aunque sean.
Que
no hablan idiomas, sino dialectos.
Que
no profesan religiones, sino supersticiones.
Que
no hacen arte, sino artesanía.
Que
no practican cultura, sino floklore.
Que
no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que
no tienen cara, sino brazos.
Que
no tienen nombre, sino número.
Que
no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la
prensa local.
Los
nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo
Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España
Editores.
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