Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Eduardo Galeano (I)





El origen del mundo


      Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
      Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
      ―Pero papá le dijo Josep, llorando. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
      ―Tonto dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.







La frontera del arte


      Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en Tuscatlán o en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche, cuando las primeras granadas cayeron desde la loma, y duró toda la noche y hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la habían asaltado los guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el mástil de la comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.
      Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando por las calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también cargada y lista para disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por el ejército. Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a Julio; y en las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el torbellino de esta batalla, Julio había perdido a los gemelos, y ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.
      Caminó a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz, estaban los dos fusiles.
      Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no pestañeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna parte; y en esa cara sin lágrimas estaba todo la guerra y estaba todo el dolor.
      Julio dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro recién mordido por las balas.
      Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.
      La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un año después.







Sucedidos/2


      Antaño don Verídico sembró casas y gentes en torno al boliche El Resorte, para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido sucedió, dicen que dicen, en el pueblo por él nacido.
      Y dicen que dicen que allí había un tesoro, escondido en la casa de un viejito calandraca.
      Una vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas, se levantaba de la cama y se iba a cobrar la jubilación.
      Aprovechando la ausencia, unos ladrones, venidos de Montevideo, le invadieron la casa.
      Los ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada recoveco. Lo único que encontraron fue un baúl de madera, tapado de cobijas, en un rincón del sótano. El tremendo candado que lo defendía resistió, invicto, el ataque de las ganzúas.
      Así que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consiguieron abrirlo, ya lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas. Eran cartas de amor que el viejito había recibido todo a lo largo de su larga vida.
      Los ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió. Finalmente, decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana.
      Desde entonces, al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en lo alto de la loma. Allá esperaba que apareciera el cartero en el camino. No bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre los árboles, el viejito se echaba a correr. El cartero, que ya sabía, le traía su carta en la mano.
      Y hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese corazón loco de alegría de recibir palabras de mujer.









Los nadies


      Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
      Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.
      Los nadie: los ninguno, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
      Que no son, aunque sean.
      Que no hablan idiomas, sino dialectos.
      Que no profesan religiones, sino supersticiones.
      Que no hacen arte, sino artesanía.
      Que no practican cultura, sino floklore.
      Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
      Que no tienen cara, sino brazos.
      Que no tienen nombre, sino número.
      Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

       Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.





Eduardo Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España Editores.





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