La
desmemoria/2
El
miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos
condena a la ignorancia; el miedo de hacer nos reduce a la
impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir,
nos convierte en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de
recordar, nos enferma de amnesia; pero no se necesita ser Sigmund
Freud para saber que no hay alfombra que pueda ocultar la basura de
la memoria.
La
pálida
Mis
certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en
Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol,
noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme
en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que nombran y
ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde
estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos a ninguna parte, y no quiero
estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener,
nombre ninguno: entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.
El
crimen perfecto
En
Londres, es así: los radiadores devuelven calor a cambio de las
monedas que reciben. Y en pleno invierno estaban unos exiliados
latinoamericanos tiritando de frío, sin una sola moneda para poner a
funcionar la calefacción de su apartamento.
Tenían
los ojos clavados en el radiador, sin parpadear. Parecían devotos
ante el tótem, en actitud de adoración; pero eran unos pobres
náufragos meditando la manera de acabar con el Imperio Británico.
Si ponían monedas de lata o cartón, el radiador funcionaría, pero
el recaudador encontraría, luego, las pruebas de la infamia.
¿Qué
hacer?, se preguntaban
los exiliados. El frío los hacía temblar como la malaria. Y en eso,
uno de ellos lanzó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de
la civilización occidental. Y así nació la moneda de hielo,
inventada por un pobre hombre helado.
De
inmediato, pudieron manos a la obra. Hicieron moldes de cera, que
reproducían las monedas británicas a la perfección; después
llenaron de agua los moldes y los metieron en el congelador.
Las
monedas de hielo no dejaban huellas, porque las evaporaba el calor.
Y
así, aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar
Caribe.
La
muerte
Ni
diez personas iban a los últimos recitales del poeta español Blas
de Otero. Pero cuando Blas de Otero murió, muchos miles de personas
acudieron al homenaje fúnebre que se le hizo en una plaza de toros
de Madrid. Él no se enteró.
Las
hormigas
Tracey
Hill era niña en un pueblo de Connecticut, y practicaba
entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno
angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro
lugar de este planeta.
Un
día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a
echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos disfrutaron mucho
de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó
algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero
que a ella la paralizó y la dejó, para siempre, una señal en la
memoria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en
parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la
muerte.
Eduardo
Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España
Editores.
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