Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Eduardo Galeano (II)






La desmemoria/2


      El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convierte en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia; pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que pueda ocultar la basura de la memoria.










La pálida


      Mis certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos a ninguna parte, y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener, nombre ninguno: entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.










El crimen perfecto


      En Londres, es así: los radiadores devuelven calor a cambio de las monedas que reciben. Y en pleno invierno estaban unos exiliados latinoamericanos tiritando de frío, sin una sola moneda para poner a funcionar la calefacción de su apartamento.
      Tenían los ojos clavados en el radiador, sin parpadear. Parecían devotos ante el tótem, en actitud de adoración; pero eran unos pobres náufragos meditando la manera de acabar con el Imperio Británico. Si ponían monedas de lata o cartón, el radiador funcionaría, pero el recaudador encontraría, luego, las pruebas de la infamia.
      ¿Qué hacer?, se preguntaban los exiliados. El frío los hacía temblar como la malaria. Y en eso, uno de ellos lanzó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de la civilización occidental. Y así nació la moneda de hielo, inventada por un pobre hombre helado.
      De inmediato, pudieron manos a la obra. Hicieron moldes de cera, que reproducían las monedas británicas a la perfección; después llenaron de agua los moldes y los metieron en el congelador.
      Las monedas de hielo no dejaban huellas, porque las evaporaba el calor.
      Y así, aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar Caribe.










La muerte


      Ni diez personas iban a los últimos recitales del poeta español Blas de Otero. Pero cuando Blas de Otero murió, muchos miles de personas acudieron al homenaje fúnebre que se le hizo en una plaza de toros de Madrid. Él no se enteró.







Las hormigas


      Tracey Hill era niña en un pueblo de Connecticut, y practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.

      Un día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que a ella la paralizó y la dejó, para siempre, una señal en la memoria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.





Eduardo Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España Editores.






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