Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Eduardo Galeano (III)







Gelman


      El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
      Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron.
      En lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he preguntado: si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?





Cortázar


      Con un solo brazo nos abrazaba a los dos. El brazo era larguísimo, como antes, pero todo el resto se había reducido mucho, y por eso Helena lo soñaba con desconfianza, entre creyendo y no creyendo. Julio Cortázar explicaba que había podido resucitar gracias a una máquina japonesa, que era una máquina muy buena pero que todavía estaba en fase de experimentación, y que por error la máquina lo había dejado enano.
      Julio contaba que las emociones de los vivos llegan a los muertos como si fueran cartas, y que él había querido volver a la vida por la mucha pena que le daba que su muerte nos había dado. Además, decía, estar muerto es una cosa que aburre. Julio decía que andaba con ganas de escribir algún cuento sobre eso.







La alambrada


      A la medianoche de la noche más helada del año llegó, súbita, violenta, la orden de formar. Aquella era la noche más helada de ese año y de muchos años, y una niebla enemiga enmascaraba todo.
      A los gritos, a los culatazos, los presos fueron puestos de cara contra el cerco de alambre que rodeaba las barracas. Desde las torretas, los reflectores atravesaban la niebla y lentamente recorrían la larga hilera de uniformes grises, manos crispadas y cabezas rapadas al cero.
      Darse la vuelta estaba prohibido. Los presos escucharon ruidos de botas en carrera y los metálicos sonidos del montaje de las ametralladoras. Después, silencio.
      En esos días, había corrido el rumor en la prisión
      ―Nos van a matar a todos.
      Mario Dufort era uno de esos presos, y estaba sudando hielo. Tenía los brazos abiertos, como todos, con las manos agarrando la alambrada: como él estaba temblando, la alambrada estaba temblando. Tiemblo de frío, se dijo a sí mismo, y se lo repitió; y no se lo creyó.
      Y tuvo vergüenza de su miedo. Se sintió abochornado por aquel espectáculo que estaba dando ante sus compañeros. Y soltó las manos.
     Pero la alambrada siguió temblando. Sacudida por las manos de todos los demás, la alambrada siguió temblando.
     Y entonces, Mario entendió.










La fiesta


      Estaba suave el sol, el aire limpio y el cielo sin nubes. Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En el camino de la mar a la boca, los camarones pasaban por las manos de Zé Fernando, maestro de ceremonias, que los bañaba en agua bendita de sal y cebollas y ajo.
      Había buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los camarones y la mar se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
      Mientras ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.







La ventolera

     Silba el viento dentro de mí.
     Estoy desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis certezas, soy mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento que me golpea la cara.






Eduardo Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España Editores.




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