Gelman
El
poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre
su polvo y su basura.
Los
militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler
un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele.
En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él.
A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y a
su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los
desaparecieron.
En
lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo
se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir
sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en
estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de
vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando
al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche
despierta bañado en sudor: Yo
no te maté, yo no te maté.
Y me he preguntado: si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No
será ateo, Dios?
Cortázar
Con
un solo brazo nos abrazaba a los dos. El brazo era larguísimo, como
antes, pero todo el resto se había reducido mucho, y por eso Helena
lo soñaba con desconfianza, entre creyendo y no creyendo. Julio
Cortázar explicaba que había podido resucitar gracias a una máquina
japonesa, que era una máquina muy buena pero que todavía estaba en
fase de experimentación, y que por error la máquina lo había
dejado enano.
Julio
contaba que las emociones de los vivos llegan a los muertos como si
fueran cartas, y que él había querido volver a la vida por la mucha
pena que le daba que su muerte nos había dado. Además, decía,
estar muerto es una cosa que aburre. Julio decía que andaba con
ganas de escribir algún cuento sobre eso.
La
alambrada
A
la medianoche de la noche más helada del año llegó, súbita,
violenta, la orden de formar. Aquella era la noche más helada de ese
año y de muchos años, y una niebla enemiga enmascaraba todo.
A
los gritos, a los culatazos, los presos fueron puestos de cara contra
el cerco de alambre que rodeaba las barracas. Desde las torretas, los
reflectores atravesaban la niebla y lentamente recorrían la larga
hilera de uniformes grises, manos crispadas y cabezas rapadas al
cero.
Darse
la vuelta estaba prohibido. Los presos escucharon ruidos de botas en
carrera y los metálicos sonidos del montaje de las ametralladoras.
Después, silencio.
En
esos días, había corrido el rumor en la prisión
―Nos
van a matar a todos.
Mario
Dufort era uno de esos presos, y estaba sudando hielo. Tenía los
brazos abiertos, como todos, con las manos agarrando la alambrada:
como él estaba temblando, la alambrada estaba temblando. Tiemblo de
frío, se dijo a sí mismo, y se lo repitió; y no se lo creyó.
Y
tuvo vergüenza de su miedo. Se sintió abochornado por aquel
espectáculo que estaba dando ante sus compañeros. Y soltó las
manos.
Pero
la alambrada siguió temblando. Sacudida por las manos de todos los
demás, la alambrada siguió temblando.
Y
entonces, Mario entendió.
La
fiesta
Estaba
suave el sol, el aire limpio y el cielo sin nubes. Hundida en la
arena, humeaba la olla de barro. En el camino de la mar a la boca,
los camarones pasaban por las manos de Zé Fernando, maestro de
ceremonias, que los bañaba en agua bendita de sal y cebollas y ajo.
Había
buen vino. Sentados en rueda, los amigos compartíamos el vino y los
camarones y la mar se abría, libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras
ocurría, esa alegría estaba siendo ya recordada por la memoria y
soñada por el sueño. Ella no iba a terminarse nunca, y nosotros
tampoco, porque somos todos mortales hasta el primer beso y el
segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que sepa.
La
ventolera
Silba
el viento dentro de mí.
Estoy
desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis
certezas, soy mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento
que me golpea la cara.
Eduardo
Galeano. “El libro de los abrazos”. 1991, Siglo XXI de España
Editores.
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