El
doctor Ruipérez no pudo menos que sonreír. Aquella mujer de aspecto
intelectual y superior manejaba con singular acierto el arte de la
simulación, pero ello no era óbice para que fuera declarando frase
a frase el terrible mal que la aquejaba. Cada palabra suya era una
confirmación de los síndromes paranoicos diagnosticados por el
doctor Donadío. Cuando, en otras psicopatías, el delirio del
enfermo se manifiesta durante una crisis aguda, no hay nada tan fácil
para un especialista como detectarlo. Se le descubre con la facilidad
con que se distingue a un hombre vestido de rojo caminando por la
nieve; por el contrario, cuando el delirio es crónico, hay que
andarse con pies de plomo antes de declarar o rechazar la sanidad de
un enfermo. Las esquizofrenias tienen de común con las paranoias la
existencia de estos delirios de interpretación: la deformación de
la realidad exterior por una tendencia invencible, y por supuesto
morbosa, a ver las cosas como no son. Pero así como en las
esquizofrenias tales transformaciones de la verdad son con frecuencia
disparatadas, incomprensibles y radicalmente absurdas, en las
paranoias, por el contrario, suelen estar tan teñidas de lógica que
forman un conjunto armónico, perfectamente sistematizado, y tanto
mejor defendido con razones, cuanto mayor es la inteligencia natural
del enfermo. Esta nueva reclusa no sólo era extraordinariamente
lúcida sino estaba persuadida de que su agudeza era muy superior a
la media mental de cuantos la rodeaban. Era importante reconstruir
cuál era la <<fábula delirante>> de Alice Gould, cuál
la <<historia>> que su deformación paranoica había
forjado en su mente enferma para creerse <<legalmente
secuestrada>>. El doctor Ruipérez prefería averiguar esto por
sí mismo, y más tarde contrastar sus juicios con el diagnóstico
del doctoro Donadío por medio de un exhaustivo y detenido estudio de
su informe.
―Afirma
usted, señora, carecer de motivos para haber intentado envenenar a
su marido.
―En
efecto. Nadie tiene motivos para destruir un espléndido objeto
ornamental. Mi decepción, respecto a la vacuidad de su carácter, no
puede obcecarme hasta el punto de negar que su exterior es
asombrosamente perfecto. Créame que me siento orgullosa cuando leo
en los ojos de otras mujeres un punto de admiración hacia su
espléndida belleza. ¡Cierto que experimento la misma vanidad cuando
alguien en el hipódromo elogia la armonía de líneas del caballo
preferido de mis cuadras! ¡Y no se me ocurre por ello matar a mi
caballo!
Torcuato
Luca de Tena. “Los renglones torcidos de Dios”. 1995, Editorial
Planeta.
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