Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Torcuato Luca de Tena




      El doctor Ruipérez no pudo menos que sonreír. Aquella mujer de aspecto intelectual y superior manejaba con singular acierto el arte de la simulación, pero ello no era óbice para que fuera declarando frase a frase el terrible mal que la aquejaba. Cada palabra suya era una confirmación de los síndromes paranoicos diagnosticados por el doctor Donadío. Cuando, en otras psicopatías, el delirio del enfermo se manifiesta durante una crisis aguda, no hay nada tan fácil para un especialista como detectarlo. Se le descubre con la facilidad con que se distingue a un hombre vestido de rojo caminando por la nieve; por el contrario, cuando el delirio es crónico, hay que andarse con pies de plomo antes de declarar o rechazar la sanidad de un enfermo. Las esquizofrenias tienen de común con las paranoias la existencia de estos delirios de interpretación: la deformación de la realidad exterior por una tendencia invencible, y por supuesto morbosa, a ver las cosas como no son. Pero así como en las esquizofrenias tales transformaciones de la verdad son con frecuencia disparatadas, incomprensibles y radicalmente absurdas, en las paranoias, por el contrario, suelen estar tan teñidas de lógica que forman un conjunto armónico, perfectamente sistematizado, y tanto mejor defendido con razones, cuanto mayor es la inteligencia natural del enfermo. Esta nueva reclusa no sólo era extraordinariamente lúcida sino estaba persuadida de que su agudeza era muy superior a la media mental de cuantos la rodeaban. Era importante reconstruir cuál era la <<fábula delirante>> de Alice Gould, cuál la <<historia>> que su deformación paranoica había forjado en su mente enferma para creerse <<legalmente secuestrada>>. El doctor Ruipérez prefería averiguar esto por sí mismo, y más tarde contrastar sus juicios con el diagnóstico del doctoro Donadío por medio de un exhaustivo y detenido estudio de su informe.
      ―Afirma usted, señora, carecer de motivos para haber intentado envenenar a su marido.
      ―En efecto. Nadie tiene motivos para destruir un espléndido objeto ornamental. Mi decepción, respecto a la vacuidad de su carácter, no puede obcecarme hasta el punto de negar que su exterior es asombrosamente perfecto. Créame que me siento orgullosa cuando leo en los ojos de otras mujeres un punto de admiración hacia su espléndida belleza. ¡Cierto que experimento la misma vanidad cuando alguien en el hipódromo elogia la armonía de líneas del caballo preferido de mis cuadras! ¡Y no se me ocurre por ello matar a mi caballo!











Torcuato Luca de Tena. “Los renglones torcidos de Dios”. 1995, Editorial Planeta.



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