Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 20 de diciembre de 2016

Thomas Mann (II)



Fragmentos:



En efecto, la pasión es como el crimen, no se acomoda bien al orden y al bienestar asegurados, y toda alteración de la tranquila existencia burguesa, toda confusión y trastorno del mundo son bien recibidos, pues suscitan la vaga esperanza de poder sacar algún provecho de ellos. Así, también Aschenbach experimentó una obscura satisfacción ante el gran acontecimiento que la superioridad procuraba ocultar en los callejones de Venecia, aquel vergonzante secreto de toda una ciudad, que se fundía con su secreto personal más íntimo, que tanto le importaba conservar intacto. Lo único que al fogoso enamorado podía preocuparle era la posibilidad de que Tadzio partiera, y hubo de confesarse que, de ocurrir esto, carecería de fuerzas para seguir viviendo.

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      Pues la belleza, Faidros, recuérdalo, sólo la belleza, es divina y a la vez tangible, y, por tanto, la única senda para lo sensible; es, pequeño Faidros, la senda del artista hacia el espíritu. Mas, ¿acaso imaginas, querido, que la sabiduría y la dignidad varonil pudieran jamás ser alcanzadas por aquel cuyo camino hacía lo espiritual le conduce a través de los sentidos? O, ¿crees más bien, quizá (y lo dejo a tu libre elección) que este camino delicioso, pero sembrado de peligros, es un falso camino de errores y pecados, que necesariamente ha de llevar a la locura? Debes saber que nosotros, los poetas, no podemos seguir el camino de la belleza sin que el dios Eros se nos imponga como compañero y como guía; y que por muy héroes que seamos, a nuestro modo peculiar, por muy aguerridos que nos creamos, somos como mujeres, pues sólo podemos elevarnos mediante la pasión, y nuestro anhelo ha de ser siempre amor: ésta es nuestra grandeza y nuestra miseria. ¿No comprendes que nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos y que forzosamente hemos de desviarnos por los senderos de lo absurdo, hemos de ser livianos, meros aventureros de los sentimientos? Nuestra postura de maestros, nuestro estilo, son pura mentira y tontería, nuestra fama y renombre son pura farsa; la confianza de las masas, en extremo ridícula, y la educación del pueblo y de la juventud mediante el arte, una empresa osadísima que debería estar prohibida. En efecto, ¿cómo podría ser buen educador el que lleva en su pecho una inclinación incorregible y natural hacia el abismo? ¡Cuánto nos agradaría, naturalmente, renegar de esta inclinación y cobrar dignidad! Mas, por mucho que nos debatamos, el abismo nos atrae. Y así, renunciamos, verbigracia, al conocimiento disolvente, pues el conocimiento, oh Faidros, no ofrece la menor dignidad ni el menor rigor; sabe, comprende y perdona, sin adoptar ninguna auténtica actitud, amorfamente; nuestras simpatías van sólo dirigidas al abismo, porque somos abismo. De modo que reprobamos el conocimiento con toda decisión, y en adelante toda nuestra ambición se cifra únicamente en la belleza, esto es en una sencillez, una grandeza, y un rigor renovado de la forma, la libertad, lo accidental y secundario. Mas forma y libertad, oh Faidros, conducen a la embriaguez y al deseo pasional, y en ocasiones arrastran al hombre noble y generoso a horripilantes pecados afectivos, que su propia disciplina tan hermosa reprueba como infames; también ellas conducen al abismo, ¡al abismo! Nosotros, los poetas, te digo, nos vemos arrastrados al abismo, pues no conseguimos elevarnos, sino sólo extraviarnos por los dédalos de la pasión. Y ahora, yo me voy, pequeño Faidros; tú quédate aquí; sólo cuando me hayas perdido de vista podrás irte también...

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Thomas Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.



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