Fragmentos:
En
efecto, la pasión es como el crimen, no se acomoda bien al orden y
al bienestar asegurados, y toda alteración de la tranquila
existencia burguesa, toda confusión y trastorno del mundo son bien
recibidos, pues suscitan la vaga esperanza de poder sacar algún
provecho de ellos. Así, también Aschenbach experimentó una obscura
satisfacción ante el gran acontecimiento que la superioridad
procuraba ocultar en los callejones de Venecia, aquel vergonzante
secreto de toda una ciudad, que se fundía con su secreto personal
más íntimo, que tanto le importaba conservar intacto. Lo único que
al fogoso enamorado podía preocuparle era la posibilidad de que
Tadzio partiera, y hubo de confesarse que, de ocurrir esto, carecería
de fuerzas para seguir viviendo.
***
Pues
la belleza, Faidros, recuérdalo, sólo la belleza, es divina y a la
vez tangible, y, por tanto, la única senda para lo sensible; es,
pequeño Faidros, la senda del artista hacia el espíritu. Mas,
¿acaso imaginas, querido, que la sabiduría y la dignidad varonil
pudieran jamás ser alcanzadas por aquel cuyo camino hacía lo
espiritual le conduce a través de los sentidos? O, ¿crees más
bien, quizá (y lo dejo a tu libre elección) que este camino
delicioso, pero sembrado de peligros, es un falso camino de errores y
pecados, que necesariamente ha de llevar a la locura? Debes saber que
nosotros, los poetas, no podemos seguir el camino de la belleza sin
que el dios Eros se nos imponga como compañero y como guía; y que
por muy héroes que seamos, a nuestro modo peculiar, por muy
aguerridos que nos creamos, somos como mujeres, pues sólo podemos
elevarnos mediante la pasión, y nuestro anhelo ha de ser siempre
amor: ésta es nuestra grandeza y nuestra miseria. ¿No comprendes
que nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos y que
forzosamente hemos de desviarnos por los senderos de lo absurdo,
hemos de ser livianos, meros aventureros de los sentimientos? Nuestra
postura de maestros, nuestro estilo, son pura mentira y tontería,
nuestra fama y renombre son pura farsa; la confianza de las masas, en
extremo ridícula, y la educación del pueblo y de la juventud
mediante el arte, una empresa osadísima que debería estar prohibida.
En efecto, ¿cómo podría ser buen educador el que lleva en su pecho
una inclinación incorregible y natural hacia el abismo? ¡Cuánto
nos agradaría, naturalmente, renegar de esta inclinación y cobrar
dignidad! Mas, por mucho que nos debatamos, el abismo nos atrae. Y
así, renunciamos, verbigracia, al conocimiento disolvente, pues el
conocimiento, oh Faidros, no ofrece la menor dignidad ni el menor
rigor; sabe, comprende y perdona, sin adoptar ninguna auténtica
actitud, amorfamente; nuestras simpatías van sólo dirigidas al
abismo, porque somos abismo. De modo que reprobamos el conocimiento
con toda decisión, y en adelante toda nuestra ambición se cifra
únicamente en la belleza, esto es en una sencillez, una grandeza, y
un rigor renovado de la forma, la libertad, lo accidental y
secundario. Mas forma y libertad, oh Faidros, conducen a la
embriaguez y al deseo pasional, y en ocasiones arrastran al hombre
noble y generoso a horripilantes pecados afectivos, que su propia
disciplina ―tan
hermosa―
reprueba como infames; también ellas conducen al abismo, ¡al
abismo! Nosotros, los poetas, te digo, nos vemos arrastrados al
abismo, pues no conseguimos elevarnos, sino sólo extraviarnos por
los dédalos de la pasión. Y ahora, yo me voy, pequeño Faidros; tú
quédate aquí; sólo cuando me hayas perdido de vista podrás irte
también...
***
Thomas
Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.
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