Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Thomas Mann (I)



Fragmentos:


Puesto que se proponía llevar muy lejos las tareas que imponía el talento a sus hombros delicados, precisaba actuar con suma disciplina. Para gran suerte suya, la disciplina era precisamente su herencia paterna. A los cuarenta, incluso a los cincuenta años (lo mismo que a una edad temprana, cuando otros despilfarran y se entregan a sueños románticos, aplazando la realización de sus grandes proyectos), solía empezar la jornada con duchas de agua fría sobre el pecho y la espalda. Luego sacrificaba las energías almacenadas en el sueño al arte, durante dos o tres horas matinales de labor apasionada y concienzuda, a la luz de un par de altas velas de cera en candelabros de plata, a la cabecera de su manuscrito.
Era muy perdonable e incluso podía considerarse como el triunfo de su moralidad que los pocos iniciados creyeran que el mundo de los Mayas o aquellas grandes moles épicas en las que se desarrollaba la heroica vida del gran Federico habían salido de una gran fuerza bajo presión y de un solo aliento prolongado; en realidad, se habían ido acumulando poco a poco, a base de los frutos de una breve labor cotidiana. Su grandeza era compendio y suma de centenares de breves inspiraciones singulares, cuya excelencia sólo se apreciaba en los detalles, porque su autor supo resistir durante años y años a la alta tensión de una y la misma obra, con la fuerza de voluntad y el tesón de quien antaño había conquistado su provincia natal. Sólo dedicaba a la producción propiamente dicha sus horas más intensas y dignas.

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Así pues, el alma del viajero seguía intranquila a consecuencia de los fenómenos observados durante su trayecto: el horrible galán viejo con su chapurreo del amorcito, el gondolero boicoteado que perdió el premio de su trabajo. Sin ofrecer la menor dificultad a la razón, sin brindar en verdad tela cortada para reflexiones, de un carácter profundísimamente extraños, no obstante resultaron a juicio de Aschenbach, inquietantes, sin duda a raíz misma de aquella contradicción. Entretanto, saludó al mar con los ojos y sentía alegría de saber a Venecia a una distancia tan corta y asequible. Por fin, abandonó la ventana, se lavó la cara, y procedió a disponer los muebles de manera distinta de la de la cámara, para completar su confort y bajó a la planta baja en el ascensor servido por un suizo de uniforme verde.
Tomó su té en la terraza al lado del mar, bajó luego al malecón y dio una buena vuelta en dirección al Hotel Excelsior. Al regresar, le pareció ya hora de cambiarse para la cena. Lo hizo lentamente y con suma meticulosidad, a su manera, puesto que estaba acostumbrado a trabajar durante el aseo, y a pesar de ello se encontró en el vestíbulo algo temprano. Gran parte de los huéspedes del hotel estaban allí reunidos, en pintoresca mezcolanza y fingiendo los unos indiferencia hacia los otros, pero todos concordes en esperar la cena. Aschenbach cogió un periódico de una mesa, tomó asiento en uno de los sillones de cuero y se puso a contemplar la concurrencia que se diferenciaba de una manera muy agradable para él de aquella que había conocido allí durante su primera estancia.

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Amaba el mar por motivos muy profundos: por el anhelo del reposo del escritor que trabaja duramente, el cual ansía cobijarse ante las exigencias de los fenómenos polifacéticos en el seno de lo sencillo e inmenso; a raíz de una prohibida propensión, diametralmente opuesta a su tarea y por esta misma razón seductora, a lo inarticulado, a lo desmedido, a lo eterno: a la nada. Descansar en el seno de lo perfecto, es el anhelo de quien labora con vistas a lograr siempre algo excelente; y, si bien se pensaba, la nada ¿no sería una forma de la perfección?


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Thomas Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.





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