Fragmentos:
Puesto
que se proponía llevar muy lejos las tareas que imponía el talento
a sus hombros delicados, precisaba actuar con suma disciplina. Para
gran suerte suya, la disciplina era precisamente su herencia paterna.
A los cuarenta, incluso a los cincuenta años (lo mismo que a una
edad temprana, cuando otros despilfarran y se entregan a sueños
románticos, aplazando la realización de sus grandes proyectos),
solía empezar la jornada con duchas de agua fría sobre el pecho y
la espalda. Luego sacrificaba las energías almacenadas en el sueño
al arte, durante dos o tres horas matinales de labor apasionada y
concienzuda, a la luz de un par de altas velas de cera en candelabros
de plata, a la cabecera de su manuscrito.
Era
muy perdonable ―e
incluso podía considerarse como el triunfo de su moralidad―
que los pocos iniciados creyeran que el mundo de los Mayas o aquellas
grandes moles épicas en las que se desarrollaba la heroica vida del
gran Federico habían salido de una gran fuerza bajo presión y de un
solo aliento prolongado; en realidad, se habían ido acumulando poco
a poco, a base de los frutos de una breve labor cotidiana. Su
grandeza era compendio y suma de centenares de breves inspiraciones
singulares, cuya excelencia sólo se apreciaba en los detalles,
porque su autor supo resistir durante años y años a la alta tensión
de una y la misma obra, con la fuerza de voluntad y el tesón de
quien antaño había conquistado su provincia natal. Sólo dedicaba a
la producción propiamente dicha sus horas más intensas y dignas.
***
Así
pues, el alma del viajero seguía intranquila a consecuencia de los
fenómenos observados durante su trayecto: el horrible galán viejo
con su chapurreo del amorcito, el gondolero boicoteado que perdió el
premio de su trabajo. Sin ofrecer la menor dificultad a la razón,
sin brindar en verdad tela cortada para reflexiones, de un carácter
profundísimamente extraños, no obstante resultaron a juicio de
Aschenbach, inquietantes, sin duda a raíz misma de aquella
contradicción. Entretanto, saludó al mar con los ojos y sentía
alegría de saber a Venecia a una distancia tan corta y asequible.
Por fin, abandonó la ventana, se lavó la cara, y procedió a
disponer los muebles de manera distinta de la de la cámara, para
completar su confort y bajó a la planta baja en el ascensor servido
por un suizo de uniforme verde.
Tomó su té en la terraza al lado del mar, bajó luego al malecón y dio
una buena vuelta en dirección al Hotel Excelsior. Al regresar, le
pareció ya hora de cambiarse para la cena. Lo hizo lentamente y con
suma meticulosidad, a su manera, puesto que estaba acostumbrado a
trabajar durante el aseo, y a pesar de ello se encontró en el
vestíbulo algo temprano. Gran parte de los huéspedes del hotel
estaban allí reunidos, en pintoresca mezcolanza y fingiendo los unos
indiferencia hacia los otros, pero todos concordes en esperar la
cena. Aschenbach cogió un periódico de una mesa, tomó asiento en
uno de los sillones de cuero y se puso a contemplar la concurrencia
que se diferenciaba de una manera muy agradable para él de aquella
que había conocido allí durante su primera estancia.
***
Amaba
el mar por motivos muy profundos: por el anhelo del reposo del
escritor que trabaja duramente, el cual ansía cobijarse ante las
exigencias de los fenómenos polifacéticos en el seno de lo sencillo
e inmenso; a raíz de una prohibida propensión, diametralmente
opuesta a su tarea y por esta misma razón seductora, a lo
inarticulado, a lo desmedido, a lo eterno: a la nada. Descansar en el
seno de lo perfecto, es el anhelo de quien labora con vistas a lograr
siempre algo excelente; y, si bien se pensaba, la nada ¿no sería
una forma de la perfección?
***
Thomas
Mann. “La muerte en Venecia”. 1982, Ediciones Destino.
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