40.
INVESTIGACIONES MATINALES
Sentía
una cierta desorientación en los días laborales (cuando me dirigía
a la oficina, con una resignación entre deportiva y melancólica)
porque las leyes estadísticas demostraban otra vez su escasa
consistencia: algunos días, inexplicablemente, la calle estaba llena
de mujeres bonitas y algunos otros no, sin que nadie pudiera dar
razón precisa de por qué ocurría de ese modo.
Este
tipo de observaciones eran inevitables ante la perspectiva de un
nuevo día de trabajo. No hay excesivos alicientes que ayuden a
soportar esas jornadas tremendas en que uno siente sobre la cabeza la
tiranía del despertador y, con el sueño aún crepitando entre los
ojos, debe cargar consigo mismo, sentir el peso de cada uno de los
pedazos de su cuerpo, reunirlos todos lentamente y disponerse a
afrontar otro día de trabajo.
Recorría
unas ocho manzanas desde casa a la oficina y en esa travesía
cotidiana la contemplación de las mujeres venía precedida de una
profunda expectación. Trataba de mantener esas intimidades con la
mayor discreción posible porque nunca quería violentar a mis
mujeres ideales. Y es que nadie tiene obligación de sentirse
observado; de ser observado sí, pero no de sentirse
observado. Este tipo de piadosos deslindes armonizan los intereses
egoístas con la buena educación. En las aceras, yo procuraba
disimular mis investigaciones. No sólo por ellas. También por mí.
Después de todo, ser un mirón tiene muy mala prensa y se presta al
chiste fácil.
Los
años me han ejercitado en el oficio. La estrategia era la siguiente:
una silueta prometedora, allá a lo lejos, suscitaba una minuciosa
observación por dos razones concretas: la lejanía propiciaba la
impunidad y daba una idea panorámica del cuerpo venidero. A medida
que los sentidos contrapuestos del camino nos iban acercando, yo
mostraba una medida indiferencia, contemplaba los escaparates,
consultaba mi reloj, simulaba perder la mirada en un curioso detalle
arquitectónico. Quizás amagaba una segunda contemplación más
cercana, a la espera de concretar los rasgos de su rostro. Si en ese
momento nuestros ojos se cruzaban desistía, avergonzado, de la
empresa, pero si no era así me reservaba otro distraído interludio
antes de, justo al consumar el cruce, hacer un minucioso examen de su
cara, que sigue siendo lo más definidor de una persona. Procuraba
adivinar su oculto carácter; imaginaba la vida que escondían sus
rasgos suaves o violentos. Esta actividad investigadora, que podía
reproducirse diez o veinte veces durante el trayecto que me llevaba
al trabajo, formaba parte de un rito cotidiano, era algo así como
una espita abierta hacia la vida, hacia todas esas vidas que uno
jamás podrá hacer suyas para cambiar la propia. Y, además, la
perplejidad de comprobar cómo esos livianos experimentos dejaban en
evidencia a la ciencia estadística: en ciertas ocasiones no lograba
encontrar una sola mujer que me gustase y eso hacía que el día en
ciernes tomara un color deslavazado y mediocre, como si en ellos la
esperanza no fuera posible, pero había otras jornadas, abrumadoras,
en que delante de mí iban desfilando muchachas preciosas,
prometedoras adolescentes, maduras y elegantes damas cuyo rostro
presagiaba el declinar de una austera belleza. Y era tal la sucesión
que uno se preguntaba cómo esto podía producirse sólo a veces si
la vida no dejaba nunca de ser la misma.
No
había alegría en estas observaciones porque experimentar a la
mujer, a una mujer concreta, no es sólo conocerla, amarla, tocarla o
entregarle un rencor o un afecto ilimitado: basta ver un rostro por
la calle, un rostro, según misteriosos criterios personales,
especialmente atractivo, para adivinar que la vida propia es un
empobrecido espejo de todas las vidas que hubieran sido posibles, y
que mirar a las mujeres es conjeturar inútilmente cuáles podían
haber sido esas vidas que vamos enterrando con sólo seguir viviendo
la nuestra.
Realmente
nunca hubo alegría en estas investigaciones. Las mujeres que uno
nunca ha amado pero sabe que hubiera podido amar, sólo
inspiran tristeza, una profunda, lenta e inacabable tristeza que se
sobrelleva íntimamente, como un peso sobre la conciencia, como un
raro tesoro del que nadie sabrá nunca.
Pedro
Ugarte. "Los cuerpos de las nadadoras". 1996, Anagrama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario