Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 13 de enero de 2018

Pedro Ugarte



40. INVESTIGACIONES MATINALES



      Sentía una cierta desorientación en los días laborales (cuando me dirigía a la oficina, con una resignación entre deportiva y melancólica) porque las leyes estadísticas demostraban otra vez su escasa consistencia: algunos días, inexplicablemente, la calle estaba llena de mujeres bonitas y algunos otros no, sin que nadie pudiera dar razón precisa de por qué ocurría de ese modo.
      Este tipo de observaciones eran inevitables ante la perspectiva de un nuevo día de trabajo. No hay excesivos alicientes que ayuden a soportar esas jornadas tremendas en que uno siente sobre la cabeza la tiranía del despertador y, con el sueño aún crepitando entre los ojos, debe cargar consigo mismo, sentir el peso de cada uno de los pedazos de su cuerpo, reunirlos todos lentamente y disponerse a afrontar otro día de trabajo.
      Recorría unas ocho manzanas desde casa a la oficina y en esa travesía cotidiana la contemplación de las mujeres venía precedida de una profunda expectación. Trataba de mantener esas intimidades con la mayor discreción posible porque nunca quería violentar a mis mujeres ideales. Y es que nadie tiene obligación de sentirse observado; de ser observado sí, pero no de sentirse observado. Este tipo de piadosos deslindes armonizan los intereses egoístas con la buena educación. En las aceras, yo procuraba disimular mis investigaciones. No sólo por ellas. También por mí. Después de todo, ser un mirón tiene muy mala prensa y se presta al chiste fácil.
      Los años me han ejercitado en el oficio. La estrategia era la siguiente: una silueta prometedora, allá a lo lejos, suscitaba una minuciosa observación por dos razones concretas: la lejanía propiciaba la impunidad y daba una idea panorámica del cuerpo venidero. A medida que los sentidos contrapuestos del camino nos iban acercando, yo mostraba una medida indiferencia, contemplaba los escaparates, consultaba mi reloj, simulaba perder la mirada en un curioso detalle arquitectónico. Quizás amagaba una segunda contemplación más cercana, a la espera de concretar los rasgos de su rostro. Si en ese momento nuestros ojos se cruzaban desistía, avergonzado, de la empresa, pero si no era así me reservaba otro distraído interludio antes de, justo al consumar el cruce, hacer un minucioso examen de su cara, que sigue siendo lo más definidor de una persona. Procuraba adivinar su oculto carácter; imaginaba la vida que escondían sus rasgos suaves o violentos. Esta actividad investigadora, que podía reproducirse diez o veinte veces durante el trayecto que me llevaba al trabajo, formaba parte de un rito cotidiano, era algo así como una espita abierta hacia la vida, hacia todas esas vidas que uno jamás podrá hacer suyas para cambiar la propia. Y, además, la perplejidad de comprobar cómo esos livianos experimentos dejaban en evidencia a la ciencia estadística: en ciertas ocasiones no lograba encontrar una sola mujer que me gustase y eso hacía que el día en ciernes tomara un color deslavazado y mediocre, como si en ellos la esperanza no fuera posible, pero había otras jornadas, abrumadoras, en que delante de mí iban desfilando muchachas preciosas, prometedoras adolescentes, maduras y elegantes damas cuyo rostro presagiaba el declinar de una austera belleza. Y era tal la sucesión que uno se preguntaba cómo esto podía producirse sólo a veces si la vida no dejaba nunca de ser la misma.
      No había alegría en estas observaciones porque experimentar a la mujer, a una mujer concreta, no es sólo conocerla, amarla, tocarla o entregarle un rencor o un afecto ilimitado: basta ver un rostro por la calle, un rostro, según misteriosos criterios personales, especialmente atractivo, para adivinar que la vida propia es un empobrecido espejo de todas las vidas que hubieran sido posibles, y que mirar a las mujeres es conjeturar inútilmente cuáles podían haber sido esas vidas que vamos enterrando con sólo seguir viviendo la nuestra.
      Realmente nunca hubo alegría en estas investigaciones. Las mujeres que uno nunca ha amado pero sabe que hubiera podido amar, sólo inspiran tristeza, una profunda, lenta e inacabable tristeza que se sobrelleva íntimamente, como un peso sobre la conciencia, como un raro tesoro del que nadie sabrá nunca.








Pedro Ugarte. "Los cuerpos de las nadadoras". 1996, Anagrama.



No hay comentarios: