Narciso
Fueron
muchos los jóvenes y las muchachas que desearon
a
Narciso. Pero ―tan
dura soberbia residía en su tierna
belleza―
ningún joven, ninguna muchacha consiguió
conmover
su corazón. Conducía él hacia las redes
a
los trémulos ciervos, cuando vio la ninfa de la voz,
la
que no ha aprendido a callar cuando se le habla
ni
a hablar ella primero, Eco, la resonante. Un cuerpo
era
todavía Eco, no una voz; y, sin embargo, la charlatana
no
hacía otro uso de su boca que el que ahora hace:
poder
repetir, de entre muchas, las últimas palabras.
Obra
de Juno fue esto, porque, cuando a menudo
sorprendía
a las ninfas yaciendo con su Júpiter en el monte,
aquélla,
sagazmente, retenía a la diosa con sus largas
conversaciones
hasta que las ninfas huían.
Después
que la Saturnia se apercibió de esto, le dijo:
<<Sobre
esa lengua con la que he sido engañada te daré
un
poder limitado, y un más breve uso de tu voz.>>
Y
con la realidad confirma las amenazas; la ninfa,
empero,
duplica las voces al final de cada frase
y
devuelve las palabras que ha oído. Así, pues,
cuando
vio a Narciso, que vagaba por campos solitarios,
y
se inflamó de amor, siguió furtivamente sus pasos;
y,
cuanto más lo sigue, más cerca siente la llama
que
la abrasa, no de otro modo que cuando, aplicado
al
extremo de las antorchas, suscita el inflamable
azufre
viva llama. ¡Oh, cuántas veces quiso acercársele
con
tiernos ruegos y dirigirle delicadas palabras!
Su
naturaleza se opone y no le permite empezar;
pero
está preparada para aquello que sí le es permitido:
esperar
sonidos a los que hacer volver sus palabras.
El
muchacho, aislado por azar de su fiel grupo
de
acompañantes, había dicho: <<¿Hay alguien aquí?>>,
y
<<aquí>> había respondido Eco. Estupefacto queda él,
dirige
su mirada en todas direcciones y grita
con
potente voz: <<¡Ven!>>, y llama ella a quien la llama.
Se
vuelve él y, al no venir nadie, dice:<<¿Huyes de mí?>>,
y
recibe en respuesta las mismas palabras que ha dicho.
Persiste
y, engañado por la imagen de otra voz,
dice:
<<Aquí, reunámonos>>, y Eco, que nunca respondería
con
más placer a otro sonido, repite: <<Reunámonos>>,
y,
surgiendo del bosque para dar cumplimiento a sus pa-
labras,
acude
a echar los brazos al cuello deseado. Huye de él
y,
huyendo, retira sus manos del abrazo; <<antes morir>>,
le
dice, <<que darte mi belleza>>. Ella no repitió
más
que <<darte mi belleza. Desdeñada, se oculta
en
los bosques y, avergonzada, cubre su rostro con follaje
y
desde entonces vive en cuevas solitarias.
Pero,
a pesar de todo, el amor sigue clavado en ella,
y
crece con el dolor del rechazo; desvelos e inquietudes
debilitan
su cuerpo digno de lástima, la delgadez
arruga
su piel y todo el jugo de su cuerpo se disuelve
en
el aire. La voz sólo y los huesos sobreviven;
su
voz perdura; los huesos dicen que tomaron
la
forma de una piedra. Y, desde entonces, está oculta
en
los bosques y no se la ve en ninguna montaña;
pero
todos la oyen: un sonido es lo que vive en ella.
Así
había él burlado a ésta, y así a otras ninfas
nacidas
en las aguas o en los montes; así antes
a
muchos hombres. Entonces, uno de los despechados,
levantando
las manos al cielo, dijo: <<¡Ojalá ame él
de
este modo y, de este modo, nunca llegue a poseer
al
ser amado!>> Asintió la Ramnusia a tan justa súplica.
Había
una fuente límpida, de aguas brillantes
como
la plata, que no habían tocado los pastores,
ni
las cabras que pastan en el monte, ni ningún otro
ganado,
y que ningún pájaro, ni fiera, ni rama caída
de
árbol había enturbiado. Y había alrededor un prado
al
que la próxima humedad alimentaba, y un bosque
que
nunca permitiría que el sol entibiase el paraje.
Allí
el muchacho, fatigado por los afanes de la caza
y
por el gran calor, se inclinó, seducido por la fuente
y
por la hermosura del lugar. Y mientras anhela apagar
la
sed, otra sed ha brotado; mientras bebe, cautivado
por
la imagen de belleza que está viendo, ama
una
esperanza sin cuerpo; cree que es cuerpo lo que es agua.
Se
queda atónito antes sí mismo y permanece inmóvil
y
con el rostro imperturbable, como una estatua modelada
en
mármol de Paros. Contempla, puesto en tierra,
la
estrella doble de sus ojos, y sus cabellos, dignos
de
Baco y dignos de Apolo, sus mejillas imberbes,
su
cuello de marfil, la gracia de su boca y el color
rosado
que se mezcla con un blancor de nieve, y se admira
de
todo aquello que lo hace admirable. Se desea a sí mismo
sin
saberlo, y aprecia a aquel por quien es apreciado;
mientras
solicita, es solicitado, y, al mismo tiempo
que
enciende, arde. ¡Cuántas veces dio vanos besos
a
la engañosa fuente! ¡Cuántas veces sumergió sus brazos
intentando
asir aquel cuello visto en mitad del agua,
y
no logró cogerse en ellos! Qué es lo que ve, lo ignora,
pero
lo abrasa lo que ve, y la misma ilusión
que
engaña sus ojos, lo estimula. Crédulo,
¿por
qué intentas en vano capturar fugaces apariencias?
Lo
que buscas no existe en parte alguna; lo que amas,
márchate
y lo perderás. Esa sombra que miras
es
el reflejo de tu imagen. Nada es suyo; contigo
viene
y se queda; contigo se alejará, si puedes
tú
alejarte. Ni el cuidado de Ceres ni el del sueño
pueden
arrancarlo de allí; tendido en la tupida
hierba,
contempla con mirada insaciable la engañosa
figura,
y se muere por propios ojos; alzándose
un
poco y tendiendo los brazos a los bosques
que
lo rodean, dice: <<¿Alguien, oh selvas, amó
más
cruelmente? Porque vosotras lo sabéis y fuisteis
para
muchos oportuno refugio. A lo largo de un tiempo
tan
prolongado, cuando tantos siglos de vuestra vida
han
transcurrido, ¿recordáis a alguien que se haya
consumido
así? Me gusta y lo veo, pero lo que veo
y
me gusta no lo consigo; tan grande es la ilusión
que
se apodera del que ama. Y, para aumentar mi dolor,
no
nos separa el inmenso mar, ni un camino,
ni
una cordillera, ni muros con sus puertas cerradas.
¡Un
poco de agua es el obstáculo! Él desea que yo lo abrace,
pues
cuantas veces tiendo mis labios a las límpidas aguas,
otras
tantas se esfuerza él en levantar su boca hacia la mía.
Dirías
que lo puedes tocar: es mínimo el obstáculo
que
se interpone entre los amantes. Quienquiera que seas,
¡sal
aquí! ¿Por qué, muchacho, incomparable, me engañas?
¿Adónde
vas cuando te busco? Ni mi figura ni mi edad
son
como hacerte huir; las propias ninfas me han amado.
No
sé qué esperanza me ofreces con tu rostro amistoso,
y,
cuando tiendo hacia ti los brazos, también tú
me
los tiendes; si río, ríes tú; si lloro, veo lágrimas
en
tus ojos; tus señas de cabeza corresponden con las mías,
y,
por lo que puedo conjeturar del movimiento de tu hermosa
boca,
me respondes con palabras que llegan a mis oídos.
¡Ése
soy yo! Me he dado cuenta, y ya no me engaña
mi
imagen; me consumo en amor de mí mismo, y provoco
y
padezco las llamas. ¿Qué haré? ¿Solicitar
o
ser solicitado? ¿Y para qué solicitar? Lo que anhelo
está
en mí; la abundancia me ha hecho indigente.
¡Ay,
ojalá pudiera separarme de mi cuerpo!
Inaudito
deseo en un amante, quisiera que lo que amo
estuviera
ausente. Pero ya el dolor me quita las fuerzas
y
el tiempo de mi vida toca a su fin. Me extingo
en
mi primera edad. No es rigurosa la muerte conmigo,
pues
con la muerte acabarán mis sufrimientos.
El
que yo amo sí quisiera que fuese más duradero,
pero
los dos tenemos que morir fundidos en un solo aliento.>>
Dice.
Y en su locura se vuelve al mismo rostro,
y
con sus lágrimas enturbia el agua, y al moverse
las
ondas se oscurece la forma reflejada. Al verla
disiparse,
grita: <<¿Adónde huyes? Quédate, cruel,
y
no abandones al que te ama. Séame permitido mirar
lo
que tocar no puedo, y alimentar así mi desdichada
locura.>>
Mientras asi se duele, arranca su ropa
de
arriba a abajo, y se golpea el pecho desnudo
con
las marmóreas manos. Al ser golpeado, el pecho
adquiere
un tono sonrosado, no de otro modo
que
las manzana que, blancas por una parte,
enrojecen
por otra, o como las uvas, no maduras
aún,
que toman un color purpúreo en sus matizados
racimos.
Cuando se vio en las aguas, transparentes
de
nuevo, no pudo soportarlo más; sino que, como suele
derretirse
la rubia cera a un fuego ligero,
o
la escarcha de la mañana bajo un sol tibio,
así
él se deshace, consumido por el amor,
y,
poco a poco, el fuego oculto lo devora.
No
tiene ya el color aquel en que el blancor
se
mezclaba con lo rosado, ni su vigor, sus fuerzas
y
todo lo que poco antes le gustaba ver, ni subsiste
el
cuerpo que, otro tiempo, había amado Eco.
Cuando
ésta lo vio, aunque irritada y rencorosa,
se
dolió, y cuantas veces el desventurado muchacho
decía
<<¡ay!>>, ella repetía<<¡ay!>> con voz
resonante,
y
cuando él se golpeaba los brazos con las manos,
ella
devolvía el mismo sonido doliente de los golpes.
Sus
últimas palabras, al mirarse en las aguas
habituales,
fueron éstas: <<¡Ay, muchacho querido
en
vano!>>, y otras tantas repitió el paraje;
y
al decir adiós, <<¡adiós!>> dijo también Eco.
Reclinó
él en la verde hierba la cabeza cansada,
y
la muerte cerró aquellos ojos que admiraban
la
hermosura de su dueño. Incluso entonces,
una
vez recibido en la morada infernal,
se
miraba en el agua estigia. Lo lloraron
las
Náyades, sus hermanas, y se cortaron los cabellos
como
ofrenda en honor del hermano muerto; lo lloraron
las
Dríades. Responde Eco a todos sus sollozos.
Y
ya preparaban la pira, y el blandir de antorchas,
y
el féretro, cuando su cuerpo no aparecía
por
ninguna parte; en lugar de su cuerpo encuentran
una
flor amarilla con pétalos blancos rodeando su centro.
(Metamorphoseon
III)
ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.
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