Fragmentos
—Mi
querido Mateo, la idea del orden es una enfermedad que sufrimos los
militares, por eso, el caso más flagrante de desorden que puede
darse en un país es el de poner a la cabeza a un militar para llevar
las riendas de lo civil. La idea militar del orden es puramente
material, mi querido Mateo, como materiales son los métodos que
utilizan para llevarlo a la práctica. Palo y tentetieso, es la
consigna. Pero lo peor no es eso, lo peor es el pueblo que hay veces
que lo pide. —Tomó
un sorbo de ponzoña y alzando su copa vacía, exclamó—:
Vivan las caenas.
Al
mateo le bastaba con escucharle para darse cuenta que aquel hombre
llevaría dentro un soldado toda la vida.
—Por
eso, nuestro país, mi querido Mateo, ha sido, es y será la
excepción. Los que piensan que la historia de la humanidad es la
historia de la lucha de clases, se equivocan de lleno. Sólo hay que
darse un garbeo por la historia más reciente de España para darse
cuenta de que esto no es así. —El
viejo Espadón soltaba su discurso con el empaque del que se sabe en
lo cierto, acelerando el tic nervioso en los ojos y alzando su copa
vacía, como si aún estuviese llena de esperanza—.
La historia de nuestro país es la historia de la lucha de las clases
altas por hacerse con el poder, mi querido Mateo. Sólo mirar nuestra
burguesía, ya sea ilustrada o sin lustre. Cada vez que ha tenido
oportunidad, se ha apoyado en la fuerza del pueblo para conquistar a
la aristocracia zonas de poder. Nunca para transformar la sociedad.
Eso es lo que pasa cuando el pueblo está desposeído de conciencia
de clase, que lo utilizan para luego venderlo como carne de lidia.
Carne de lidia, mi querido Mateo. Carne de lidia. (...)
En
un principio, el Mateo había jugado con la idea de llegar hasta los
últimos fuegos. Así se lo hizo ver al viejo Espadón, lanzar la
bomba dentro de la iglesia y conseguir una obra sangrienta. Una faena
donde cobrasen forma los bancos al entrar en contacto con el
bermellón de las gargantas abiertas de cuajo. Y unos cuantos gramos
de pólvora chamuscando los bigotes. Y el glorioso azul purísima
extendiéndose más allá de los altares, de las tribunas, de los
cuerpos desollados y de las alfombras reducidas a ceniza. Sólo los
correajes y las cruces resistirían con rigidez el paso de las
llamas. En el centro, coronando el cuadro, las tripas del rey,
tachonadas con trozos de vidrio y cartílago. Y al fondo banderas y
mantos, y túnicas y golas, vomitando el humo de la destrucción. Y
un Cristo con la metralla incrustada en sus ojos, surgiendo de una
montaña de cascotes y almendrilla. En su cabeza recién parida
brillan siete clavos, como siete puñales sangrantes, de pecado.
—¡Saltará
la sangre en el barreño, mi querido Mateo! Aunque no sea San Martín,
aunque no estemos en fecha. ¡Saltará la sangre en el barreño!
La
idea que el Mateo le transmitió al viejo Espadón era alcanzar una
explosión gloriosa de belleza que ni punto de comparación con lo de
Salvador en el Liceo. A diferencia, la del Mateo iba a ser sublime,
única; la expresión cruel de un ángel de alas negras, podrido de
literatura y espanto, capaz de condenar a las altas jerarquías de
palabra y obra, convirtiéndolas en ingredientes para su gozo de
artista. El Mateo se mostró ante el viejo Espadón como un joven que
cargaba con el instinto del que desea ser admirado por su propia
faena.
—Advierto
en usted, mi querido Mateo, que está enamorado. Y el amor, es la
carga más explosiva que existe. —El
viejo Espadón le dijo esto mientras volvía de la cocina de llevar
las sobras de sopa. Afuera seguía lloviendo y sobre París se
extendía el manto húmedo de la noche—.
(…)
Montero
Glez. “Pólvora Negra”. Planeta, (Premio
Azorín 2008)
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