UN
MANICOMIO.
Hay
un manicomio en un pueblo de costa. Tiene una piscinita, una pequeña
biblioteca y unas vistas hermosas del mar. A los piripi que están
estables y no son agresivos los dejan salir de sus habitaciones, pero
a los otros los dejan en ellas. La única diversión de estos últimos
son las drogas legales que les dan. Creo que sería feliz en ese
sitio.
Estaría
en una habitación con las paredes blancas, habría una cama cutre
con cabecero de barrotes y en la esquina opuesta una mecedora de
madera blanca. La cama estaría vestida con unas sábanas verde
hospital, odiaría ese color al principio pero me acabaría
acostumbrando. La única iluminación del cuarto sería una lámpara
de pie colocada cerca de la mecedora. Y el único sonido que
inundaría la estancia seria el mar, pues la ventana de detrás de la
cama daría a una playita cerca del edificio.
Me
tendrían siempre en mi cuarto, pues a los piripi no les sentaría
bien escuchar a una joven hablar mucho y muy rápido sobre extrañas
hipótesis. Vería a dos personas, que estarían obligadas a ello ya
que eran los pobres desgraciados que tenían que trabajar rodeados de
locos. Un chico joven me traería una bandeja de metal con un plato
de comida y un vaso con pastillas. ¿Qué pensaría aquel chico de la
gente de ese lugar? ¿Se preguntaría que me habría pasado para
acabar en aquel sitio? Tendría la sensación que se haría ese tipo
de preguntas, pero nunca las formularía. Sería alguien silencioso,
solo una sonrisa por educación y un hola y adiós. La otra persona
que vería sería a una muchachita delgada que cambiaría las sabanas
una vez cada tres días. Se la vería triste, y a veces se le notaria
que había llorado. Acabaría dejando de trabajar allí cuando se
supo que lloraba porque su marido le pegaba. Y esas serían todas mis
interacciones humanas, porque no tendría visitas, ya sabes, a la
gente no le gustan los locos.
Las
pastillas que me darían me harían sentir rara al principio y
acabarían por hacerme dormir. Me provocarían sueños de mi pasado,
y siempre me despertaría o gritando o llorando, al fin y al cabo yo
también estaría piripi.
Mi
único entretenimiento sería leer, y después de unas pruebas y
muchos ruegos, escribir. Escribiría sobre historias bajo la lluvia y
la vida que nunca tendría. Para esto me darían un lápiz y una
libreta barata. Viviría dentro de los libros, bueno, eso lo he hecho
siempre.
Y
más pastillas, más sueños, más gritos…
La
chica de las sabanas sería sustituida por una anciana menuda,
aparentemente agradable y cordial, pero debajo de esa mascara sería
una borde mandona, de esas a las que todo el mundo odia. Esta no te
dedicaría ni una leve sonrisa al entrar y no mostraría un ápice de
alegría por estar en ese sitio. Notaría con el tiempo que el chico
de la bandeja también se daría cuenta de esa hostilidad y la
miraría de reojo con asco. Al lado de esa pequeña amargada, el
chico sería como estar bajo el sol tres veces al día.
La
comida estaría malísima, como todas las de un hospital sea del tipo
de que sea. La comería por obligación porque habría oído que las
pastillas para anoréxicos eran más duras que las otras. El menú
sería de un lomo mal cocinado, una pequeña ensalada, una sopa
demasiado salada y un vaso de agua. Pero claro, me darían esta
comida por haber aprobado una serie de test y exámenes psicológicos
que me haría un médico de bata blanca y pelo negro. La puntuación
de esos exámenes sería extrañamente normal, si no fuese por mi
depresión crónica y las cosas extrañas que escribiría me echarían
de allí en dos minutos. Por suerte, eso no pasaría.
Pasado
un tiempo de mí estancia allí, empezaría también a dibujar como
cuando era niña. Haría otra vez aquellos ojos manga tan expresivos,
y a veces coordinaría su forma y sentimiento con lo que escribiría
en ese momento. Los libros me inspirarían extrañas y enrevesadas
historias sobre diferentes y exóticos personajes, que vivirían una
clase de sucesos y aventuras casi inimaginables para alguien cuerdo.
Después de comer no podría leer en la mecedora blanca, pues me
quedaría dormida, así que lo haría sobre el colchón fino e
incómodo que compondría una parte de la cama.
Y
más pastillas, más sueños, más gritos…
El
tema de la higiene sería distinto para los piripis estables y los
que no. Nos dejarían en unos mini cuartos equipados con un pie de
ducha, un váter y un pequeño lavabo demasiado bajo para una persona
de estatura media. La única discordancia entre los estables y los
que no en este tema sería los objetos que dejarían entrar. Cada mes
nos darían una bolsita que consistiría en un cepillo de púas
redondas, una toalla de mano, pasta de dientes y su respectivo
cepillo, un gel, un champú y un espejo, la diferencia sería que su
espejo sería de cristal y el nuestro de un plástico casi flexible.
El tiempo de baño sería media hora por la mañana, diez minutos
después de comer y una hora por la noche. Después de comer sería
todo un deporte de riesgo ir al baño, pues irías más colocado que
un cani en una discoteca, pero claro, esas drogas serían legales.
Como
en todo buen manicomio, habría un par de psiquiatras y un psicólogo.
A mi me vería el psicólogo, un hombre mayor, con el pelo gris y una
tranquilizadora sonrisa. Sería muy simpático, una de esas personas
a las que les podrías contar todo y te escucharía el tiempo que
fuese necesario, bueno, ese sería su trabajo al fin y al cabo. Se
dedicaría a intentar que le contase cosas de mi pasado e
inocentemente creería que le abro mi mente al completo, pero como no
me conocería no sabría que yo nunca hago tal estupidez. Tras varios
meses de sesiones llegaría a la conclusión de que tiendo a
encerrarme en historias que no son ciertas porque no me gusta el
mundo real.
Y
más pastillas, más sueños, más gritos…
Ana
Soler Rodríguez. Relato inédito, 2015.
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