Fragmento
Hay
quien dice que el verano es, siempre, la época feliz de la vida. Lo
que debe de significar que el verano es, sobre todo, la estación de
la juventud. Por eso a mí, ahora, el verano me gusta poco. Cuando el
mundo se derrumba ―y
tú acaso con él―
el frío acompaña mejor. Te relaciona mejor con lo real. La pálida
luz del frío. La estación de la inteligencia y de la crítica
docta, el invierno. Pero en el verano (por qué no decirlo) estaba la
felicidad, chirriando. Una felicidad hecha especialmente de cuerpos
luminosos.
Son
muchas, en verano, las personas que presumen de irse de Madrid, pero
muchas menos las que realmente lo hacen. La mayoría apenas se van
una semana, como yo me iba una semana ―raramente
más―
a Palencia. Mis amigos, al contrario, se quedaban en Madrid. Unos con
leve protesta, la mayoría francamente a gusto. A veces, lo
reconozco, pensaba en viajes lejanos, y volvía de inmediato a la
realidad: no tenía dinero. ¿A qué decir otra cosa? Pero el verano
caliente u ocioso de Madrid estaba poblado de sorpresas y de una
perseverante voluntad erótica. Parecía que incluso quienes se iban
a veraneos ilustres (lejanías prestigiosas o esos desiertos lugares
de Almería como los entornos del Cabo de Gata) intentaban volver
pronto. Madrid imantaba. Al contrario que hoy, en que tantos
quisiéramos vivir fuera de la ciudad, castrada por un alcalde cutre,
clerical y sevillano. Cuando pienso en aquel verano de Madrid
recuerdo siempre una película de Almodovar (para mí la mejor) que
se rodó un verano ―el
del 84, creo― y que
tiene como fondo (prescindiendo del tema) la seducción del verano,
su música, su hedonismo, su descarado afán de transgresión y
libertad, plasmado quizá más simbólicamente en la escena célebre
en que los barrenderos que riegan por la noche echan un fortísimo
chorro de agua a aquel transexual que interpretaba Carmen Maura,
espléndida, que recibía la ducha, en el sabroso calor nocturno,
como una eyaculación libertadora y jubilosa... El verano era
exactamente así: terrazas brillantes por la Castellana (entre Colón
y Cibeles, sobre todo) donde circulaba la cocaína, la extravagancia
y el afán de amistad, por lo menos hasta la siguiente madrugada...
Ése es el verano que se ve al fondo ―pero nítidamente― en La
ley del deseo. (…)
Luis
Antonio de Villena. “Madrid ha muerto”.1999, Planeta.
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