Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 17 de marzo de 2015

John Fante.



Fragmentos




     Sí: Arturo estaba convencido de que jamás iría derecho al cielo. Por más que esta perspectiva le asustase, sabía que la temporada en el purgatorio sería larga. Aunque ¿no se podía hacer nada para reducir la prueba de fuego del purgatorio? La solución de este problema la encontró en el catecismo.
     Decía el catecismo que para reducir el espantoso período purgativo había que hacer buenas obras, rezar, practicar la abstinencia y el ayuno y acumular indulgencias. De las buenas obras no había ni que hablar, por lo menos en su caso. Jamás había visitado a los enfermos porque no conocía a esta clase de personas. Jamás había vestido a los desnudos porque nunca había visto desnudo a nadie. Jamás había enterrado a los muertos porque para eso estaban los enterradores. Jamás había dado limosna a los pobres porque no tenía nada para dar; por otra parte, la palabra <<limosna>> le sonaba a rebanada de pan, ¿y de dónde podía él sacar las rebanadas de pan? Jamás había dado posada al peregrino porque...bueno, no lo sabía; le parecía más bien propio de quienes vivían en los pueblos costeros y alquilaban habitaciones a los marineros de paso. Jamás había enseñado al que no sabía porque a fin de cuentas también él era un ignorante, de lo contrario no se le obligaría a ir a aquella escuela de mierda. Jamás había redimido al cautivo porque nunca había entendido este galimatías. Jamás había sufrido con paciencia los defectos del prójimo porque le parecía peligroso y además porque no conocía personalmente a ningún individuo defectuoso: en la puerta de casi todas las casas donde había sujetos con viruela y sarampión podía verse la señal de la cuarentena.
      En cuanto a los diez mandamientos, los había quebrado prácticamente todos, aunque estaba seguro de que no todas las infracciones eran pecado mortal. A veces llevaba consigo una pata de conejo, que era superstición, y por tanto un pecado contra el primer mandamiento. Pero ¿era mortal? Siempre le preocupaba. Un pecado mortal era una ofensa grave. Un pecado venial era una ofensa leve. A veces, cuando jugaba al béisbol, cruzaba el bate con algún compañero de equipo: al parecer aumentaba las posibilidades de conseguir doble base. Y sin embargo sabía que era superstición. ¿Era pecado? ¿Y era pecado mortal o pecado venial? Un domingo había faltado a misa adrede para escuchar por radio la transmisión de la final de la liga y en particular para ver cómo jugaba su ídolo, Jimmy Foxx, del Athletics. Al volver a casa después del partido se le ocurrió de pronto que había desobedecido al tercer mandamiento: santificar las fiestas. Bueno, al no ir a misa había cometido un pecado mortal, pero ¿era también pecado mortal pospones a Dios Todopoderoso y preferir a Jimmy Foxx durante la final de la liga? Había ido a confesarse y entonces se habían complicado las cosas. El padre Andrew le había dicho: << si tú crees que es pecado mortal, hijo mío, entonces es pecado mortal.>> Joder. Al principio había pensado que sólo era pecado venial, pero tenía que admitir que, después de haber meditado la ofensa durante tres días, antes de confesarse, se había convertido ciertamente en pecado mortal. (…)












     A mediodía volvió al campo de béisbol. El sol seguía irritado. El terraplén que rodeaba el rombo se había secado y casi toda la nieve se había derretido. En un oscuro rincón pegado a la valla del campo derecho el viento había amontonado la nieve y bordado encima un encaje de porquería. Pero por lo demás estaba bastante seco, y hacía un tiempo ideal para entrenarse. Pasó el resto del descanso del mediodía consultando con los miembros del equipo. ¿Qué os parece si entrenamos esta noche? El terreno está perfecto. Le escucharon con cara de extrañeza, hasta Rodríguez, el catcher, el único de todo el colegio a quien el béisbol le entusiasmaba tanto como a él. Espera, le dijeron. Espera a la primavera, Bandini. Discutió con ellos por aquella cuestión. Ganó la disputa. Pero al acabar las clases, tras permanecer sentado y solo durante una hora al pie de los álamos que flanqueaban el campo, supo que los demás no acudirían y se fue a casa despacio, pasando ante la casa de Rosa, por el mismo lado de la calle, pegado al borde del césped de la entrada. La hierba estaba tan verde y hermosa que sentía su sabor en la boca. Una mujer salió de la casa de al lado, cogió el periódico, repasó los titulares y se le quedó mirando con suspicacia. No hago nada: es que pasaba por aquí. Se puso a silbar un himno y siguió andando por la calle. (...)







John Fante. “Espera a la primavera, Bandini”. 2001, Anagrama.






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