Fragmentos
Sí:
Arturo estaba convencido de que jamás iría derecho al cielo. Por
más que esta perspectiva le asustase, sabía que la temporada en el
purgatorio sería larga. Aunque ¿no se podía hacer nada para
reducir la prueba de fuego del purgatorio? La solución de este
problema la encontró en el catecismo.
Decía
el catecismo que para reducir el espantoso período purgativo había
que hacer buenas obras, rezar, practicar la abstinencia y el ayuno y
acumular indulgencias. De las buenas obras no había ni que hablar,
por lo menos en su caso. Jamás había visitado a los enfermos porque
no conocía a esta clase de personas. Jamás había vestido a los
desnudos porque nunca había visto desnudo a nadie. Jamás había
enterrado a los muertos porque para eso estaban los enterradores.
Jamás había dado limosna a los pobres porque no tenía nada para
dar; por otra parte, la palabra <<limosna>> le sonaba a
rebanada de pan, ¿y de dónde podía él sacar las rebanadas de pan?
Jamás había dado posada al peregrino porque...bueno, no lo sabía;
le parecía más bien propio de quienes vivían en los pueblos
costeros y alquilaban habitaciones a los marineros de paso. Jamás
había enseñado al que no sabía porque a fin de cuentas también él
era un ignorante, de lo contrario no se le obligaría a ir a aquella
escuela de mierda. Jamás había redimido al cautivo porque nunca
había entendido este galimatías. Jamás había sufrido con
paciencia los defectos del prójimo porque le parecía peligroso y
además porque no conocía personalmente a ningún individuo
defectuoso: en la puerta de casi todas las casas donde había sujetos
con viruela y sarampión podía verse la señal de la cuarentena.
En
cuanto a los diez mandamientos, los había quebrado prácticamente
todos, aunque estaba seguro de que no todas las infracciones eran
pecado mortal. A veces llevaba consigo una pata de conejo, que era
superstición, y por tanto un pecado contra el primer mandamiento.
Pero ¿era mortal? Siempre le preocupaba. Un pecado mortal era una
ofensa grave. Un pecado venial era una ofensa leve. A veces, cuando
jugaba al béisbol, cruzaba el bate con algún compañero de equipo:
al parecer aumentaba las posibilidades de conseguir doble base. Y sin
embargo sabía que era superstición. ¿Era pecado? ¿Y era pecado
mortal o pecado venial? Un domingo había faltado a misa adrede para
escuchar por radio la transmisión de la final de la liga y en
particular para ver cómo jugaba su ídolo, Jimmy Foxx, del
Athletics. Al volver a casa después del partido se le ocurrió de
pronto que había desobedecido al tercer mandamiento: santificar las
fiestas. Bueno, al no ir a misa había cometido un pecado mortal,
pero ¿era también pecado mortal pospones a Dios Todopoderoso y
preferir a Jimmy Foxx durante la final de la liga? Había ido a
confesarse y entonces se habían complicado las cosas. El padre
Andrew le había dicho: << si tú crees que es pecado mortal,
hijo mío, entonces es pecado mortal.>> Joder. Al principio
había pensado que sólo era pecado venial, pero tenía que admitir
que, después de haber meditado la ofensa durante tres días, antes
de confesarse, se había convertido ciertamente en pecado mortal. (…)
A
mediodía volvió al campo de béisbol. El sol seguía irritado. El
terraplén que rodeaba el rombo se había secado y casi toda la nieve
se había derretido. En un oscuro rincón pegado a la valla del campo
derecho el viento había amontonado la nieve y bordado encima un
encaje de porquería. Pero por lo demás estaba bastante seco, y
hacía un tiempo ideal para entrenarse. Pasó el resto del descanso
del mediodía consultando con los miembros del equipo. ¿Qué os
parece si entrenamos esta noche? El terreno está perfecto. Le
escucharon con cara de extrañeza, hasta Rodríguez, el catcher,
el único de todo el colegio a
quien el béisbol le entusiasmaba tanto como a él. Espera, le
dijeron. Espera a la primavera, Bandini. Discutió con ellos por
aquella cuestión. Ganó la disputa. Pero al acabar las clases, tras
permanecer sentado y solo durante una hora al pie de los álamos que
flanqueaban el campo, supo que los demás no acudirían y se fue a
casa despacio, pasando ante la casa de Rosa, por el mismo lado de la
calle, pegado al borde del césped de la entrada. La hierba estaba
tan verde y hermosa que sentía su sabor en la boca. Una mujer salió
de la casa de al lado, cogió el periódico, repasó los titulares y
se le quedó mirando con suspicacia. No hago nada: es que pasaba por
aquí. Se puso a silbar un himno y siguió andando por la calle.
(...)
John
Fante. “Espera a la primavera, Bandini”. 2001, Anagrama.
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