Fragmentos:
La
casa era grande porque nuestros proyectos también lo eran. El
primero ya estaba allí, un bulto en el vientre de la futura madre,
un bulto de movimiento sinuoso, deslizante y escurridizo, como un
nido de serpientes. En las horas tranquilas que preceden a la
medianoche, pego la oreja al lugar y oigo un rumor como de arroyo:
gorgoteos, succiones, chapoteos.
―La
verdad es que se comporta como el macho de la especie ―dije.
―No
necesariamente.
―Ninguna
niña da esos puntapiés.
Pero
mi Joyce no discutía. Llevaba aquello dentro y me trataba con
distancia, con desdén e irradiando beatitud.
Pero
a mí el bulto no me gustaba.
―Es
antiestético. ―Y
le sugerí que se pusiese algo para comprimirlo.
―¿Y
mirarlo?
―Hacen
prendas especiales. Las he visto.
Me
miró con frialdad, a mí, al ignorante, al idiota con quien se había
cruzado por la noche, ya no persona, maligno, absurdo.
La
casa tenía cuatro dormitorios. Era una casa bonita. Tenía una valla
de madera alrededor. El tejado era a dos aguas y muy empinado. Entre
la puerta de la calle y la puerta de la casa corría un pasillo de
rosales. Un amplio arca de terracota cubría la entrada principal. En
la puerta había una sólida aldaba de bronce. El número de la
vivienda era el 37, mi número de la suerte. A menudo cruzaba la
calle y me la quedaba mirando boquiabierta.
¡Mi
casa! Cuatro dormitorios. Espacio. Dos ya estábamos instalados y
otro venía en camino. Al final serían siete. Era mi sueño. Un
hombre de treinta años aún estaba en condiciones de tener siete
hijos. Joyce tenía veinticuatro. Un niño cada dos años. Llega uno,
faltan seis. ¡Qué bello era el mundo! ¡Qué vasto el firmamento!
¡Qué rico el soñador! Naturalmente, tendríamos que añadir un par
de habitaciones.
***
Además,
estaba aquella necesidad febril que sentía por ella. La había
sentido desde el primer momento en que la vi. Aquella primera vez se
me escapó, se fue de la casa de su tía, donde nos habíamos
conocido a la hora del té, y me sentí fatal sin ella, un tarado
absoluto hasta que la volví a ver. Por ella me habría ganado la
vida en otras lides ―el
periodismo, la albañilería―,
donde fuera. Todas las características de mi prosa se debían a
ella. Porque yo no hacía más que bregar con el oficio, lo odiaba,
me desesperaba, estrujaba cuartillas y las arrojaba al otro extremo
de la habitación. Pero ella era capaz de dar utilidad al material
desechado, encontraba elementos que había allí y la verdad es que
yo nunca sabía cuándo hacía las cosas bien y cuándo no, creía
que cuanto había escrito en mi vida estaba dentro de lo normal, ya
que no tenía forma de estar seguro. Pero ella sabía revisar las
cuartillas, dar con lo bueno y salvarlo, y pedir más, así que acabé
acostumbrándome: yo escribía lo mejor que sabía, le entregaba las
páginas y ella pulía, cortaba y pegaba, y cuando estaba todo
terminado, con un planteamiento, un nudo y un desenlace, yo me
quedaba más asombrado que si lo hubiera visto impreso, porque de
entrada yo no habría podido hacerlo solo.
Así
tres años, cuatro, cinco, y empecé a tener los rudimentos del
oficio, pero eran los rudimentos de ella, porque la opinión de
cualquier otro lector me importaba poco, escribía sólo para ella, y
si ella no hubiera estado allí, puede que yo no hubiera escrito ni
una sola línea.
***
Un
rasgo propio de mi madre era que nada de cuando yo hiciera la
alteraba. Si hubiera ido a la cocina para decirle que acababa de
rebanarle el pescuezo a mi padre, habría respondido: <<Lástima...,
¿dónde está?>>
La
vi sentada a la mesa, pelando guisantes. Era muy fácil hablar con
ella; se esforzaba por comprender incluso lo que no entendía. Me
senté con ella y le expuse todo el asunto de la casa de Los Ángeles.
No oí reproches; no emitió ni un suspiro, no chascó la lengua, no
me sermoneó con lo que debería haber hecho. Peló guisantes y
escuchó en silencio mientras le contaba por qué estaba en San Juan
y que, dadas las circunstancias, tenía miedo de decirle a mi padre
que ya era propietario de una casa.
―Yo
se lo diré. No te preocupes por eso.
Pero
yo no quería estar cerca cuando se lo dijera.
―Me
voy a dar un paseo por el pueblo.
―No
te preocupes.
Me
levanté para irme. Me detuvo. Algo la inquietaba.
―Tú
y Joyce, ¿dormís a la americana? ―Quería
decir en camas separadas.
―Ahora
que está embarazada, dormimos a la americana.
―Qué
vergüenza. El niño no te conocerá.
―Nos
haremos amigos cuando nazca.
―Dormid
a la italiana. No comprendéis a los niños. Están muy solos en la
matriz. Ahí no tienen a nadie. Necesitan a su padre.
***
Recogimos
el equipaje, lo metimos en la casa y lo dejamos en el vestíbulo,
delante de la escalera. A la izquierda del vestíbulo, y un peldaño
más abajo, se encontraba la sala de estar, con grandes puertas
vidrieras y paredes verdes y frescas, una habitación grande y
agradable, con moqueta beis y maderas de roble albar, cuidadosamente
seleccionadas. Estando allí volví a pensar que era una buena casa,
a pesar del agujero de la cocina; sí, una casa estupenda, una casa
feliz, y me sentía orgulloso de ser el propietario, y pasé el brazo
por los hombros de Joyce.
―Aquí
la tienes, papá. Mi casa.
Miró
en todas direcciones mientras cortaba un puro con los dientes, se
frotaba un fósforo contra el muslo y lo encendía.
―El
suelo no está a nivel.
―Suelo
de roble, papá. Suelo muy bueno.
―No
está a nivel.
Nos
quedamos mirando el suelo. A mí me parecía impecable.
―Petate
―añadió.
El
petate de las herramientas estaba con el resto del equipaje.
―Petate
―repitió.
―Está
ahí mismo.
―Petate
―insistió.
Tarde
unos segundos en comprender qué quería: quería que fuera yo a
buscar el petate. Y mientras asimilaba esto comprendí también que
el viejo se había hecho el amo, que nuestra relación había
cambiado espontáneamente, que él era el jefe. Recordaba que cuando
vivíamos bajo el mismo techo, mis hermanos y yo íbamos con él a
las obras, de ayudantes. Era lo peor de trabajar para él y a ninguno
de los hermanos nos gustaba. En aquella época decía: <<Lápiz>>,
y aquello significaba <<dame el lápiz>>. O decía:
<<Cinco o diez, de un metro de larga>>. Trabajar con él
comportaba aquel misterio, que nunca explicaba para qué quería lo
que pedía. Nunca explicaba nada y salíamos del trabajo contrariados
y enfurecidos, porque nos trataba como si fuéramos esclavos. Y allí
estaba otra vez, después de dieciséis años; el buen señor se
plantaba en mi casa y decía: <<Petate.>>
***
Diez
minutos después vi al chico. Estaba desnudo en brazos de una
enfermera con mascarilla. No podía tocarlo porque los dos se
encontraban detrás de un vidrio. Parecía arrugado y feo, como un
gnomo bañado en yema de huevo. Con bigote habría sido igual que su
abuelo. Chilló cuando me lo enseñó la enfermera. Conté diez dedos
en las manos, diez en los pies y un solo pene. La verdad es que un
padre no podía pedir más. Asentí con la cabeza y la enfermera
cubrió con mantas aquel cuerpecillo horriblemente pequeño y se lo
llevó a algún lugar de la compleja maquinaria del gran hospital.
En
aquel momento sacaron a Joyce de la sala de partos. Sonreía con
desánimo y parecía agotada.
―¿Lo
has visto? ―murmuró.
Le
apreté la mano.
―No
hables ahora, cariño. Duerme.
―Ha
sido maravilloso ―dijo
suspirando―.
Ningún dolor, nada.
Cerró
los ojos y se la llevaron por el pasillo.
***
John
Fante. “Llenos de vida”. 2011, Anagrama.