Fragmentos:
En
lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se
produzca pronto. Todavía no me he cansado de los espacios salvajes;
al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza y la
vida vagabunda que llevo. Prefiero una silla de montar antes que un
tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la senda oscura y
difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de
asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento
que alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el
lugar al que siento que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea
somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero hay
tan pocas personas con quienes compartir las cosas que tanto
significan para mí que he aprendido a contenerme. Me basta con estar
rodeado de belleza […].
Incluso
por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría
soportar ni la rutina ni el ajetreo de la vida que estás obligado a
llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas alturas he
buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría
cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia sin
emociones.
[Pasaje
de la última carta que Everett Ruess envío a su hermano Waldo,
fechada el 11 de noviembre de 1934.]
***
La
complejidad de la personalidad de McCandless era desconcertante. Por
un lado, amaba la privacidad y la soledad; por otro, podía ser
sociable y gregario hasta extremos insospechados. Pese a su aguda
conciencia social, no era uno de esos individuos silenciosos y
adustos que hacen siempre lo correcto y fruncen el entrecejo cuando
alguien se divierte. Al contrario, le gustaba ir de copas de vez en
cuando y era un comediante incorregible.
Quizá
la mayor paradoja se daba en relación con sus sentimientos
contradictorios acerca del dinero. De jóvenes, Walt y Billies habían
conocido la pobreza y, después de mucho luchar para abrirse camino
en la vida, no veían nada malo en disfrutar de lo que tanto les
había costado conseguir. <<Habíamos trabajado mucho,
muchísimo ―subraya
Billie―.
Cuando los niños todavía eran pequeños ahorrábamos todo lo que
ganábamos como una inversión para el futuro.>> El futuro
llegó por fin, y aunque no hicieron ostentación de su discreta
fortuna, sí que compraron cosas como ropa de marca, joyas para
Billie o un Cadillac. Al final , adquirieron también la casa
unifamiliar frente a la bahía de Chesapeake y el velero. Llevaron a
los chicos a Europa, hicieron un crucero por el Caribe e iban a
esquiar a la estación de Breckenridge. Billie reconoce que Chris
<<se sentía turbado con todos esos cambios>>.
Su
hijo, aquel adolescente de convicciones tolstoianas, creía que la
riqueza era vergonzosa, corruptora y maligna por naturaleza; lo que
no dejaba de ser irónico, porque al parecer Chris era un capitalista
nato con un sexto sentido increíble para los negocios. <<Chris
siempre actuaba como un empresario ―dice
Billie entre risas―.
Siempre.>>
***
Diez
meses después de la muerte de Chris, Carine todavía llora a su
hermano. <<Es como si no pudiera pasar ni un solo día sin
echarme a llorar ―dice
con perplejidad―.
Por alguna extraña razón, lo peor es cuando voy sola en coche. Ni
una sola vez he conseguido hacer el trayecto de veinte minutos desde
mi casa al taller sin acordarme de Chris y emocionarme hasta las
lágrimas. Luego me siento un poco mejor, pero, cuando ocurre, lo
paso muy mal.>>
La
tarde del 17 de septiembre de 1992 Carine estaba en el jardín
bañando al rottweiler cuando vio que su marido llegaba a casa. La
sorprendió que volviera tan temprano, ya que solía quedarse en el
taller hasta bien entrada la noche.
<<Actuaba
de un modo raro y no hacía muy buena cara ―recuerda
Carine―.
Entró en la casa, salió y empezó a ayudarme con el baño de Max.
Entonces supe que algo iba mal, porque él nunca lava al perro.>>
―Tengo
que hablar contigo ―le
dijo Fish
Carine
lo siguió al interior de la casa, aclaró el collar de Max
en el fregadero de la cocina y fue a la sala de estar.
<<Estaba
sentado en el sofá, a oscuras y cabizbajo. Tenía cara de estar muy
abatido. Intenté animarlo y bromear. Le pregunté qué le había
ocurrido. Me imaginaba que alguno de sus amigos se habría reído de
él, que quizá le hubiesen dicho que me habían visto con otro
hombre, vete a saber. Me reí y le pregunté si los chicos le habían
jugado alguna mala pasada, pero él ni siquiera sonrió. Cuando me
miró, observé que tenía los ojos enrojecidos.>>
―Es
tu hermano ―dijo
Fish―.
Lo han encontrado. Está muerto.
Sam,
el hijo mayor de Walt, había llamado a Fish al taller y le había
dado la noticia. A Carine se le nubló la vista, y tuvo la sensación
de que entraba en un túnel. De manera involuntaria, empezó a echar
la cabeza hacia delante y hacia atrás una y otra vez.
―No
―lo
corrigió―.
Chris no está muerto.
Luego
empezó a gemir. Su llanto era tan fuerte e insistente que su marido
temió que los vecinos creyeran que le estaba haciendo daño y
llamasen a la policía.
Carine
se acurrucó en el sofá en posición fetal, sollozando sin cesar.
Cuando él intentó consolarla, lo empujó y le gritó que la dejase
sola. Permaneció en ese estado histérico durante las cinco horas
siguientes, pero hacia las once de la noche se había calmado un poco
y fue capaz de poner algo de ropa en una bolsa, subir al coche y
dejar que Fish la llevara a casa de Walt y Billie, en Chesapeake
Beach, un viaje que duraba cuatro horas.
Cuando
ya habían salido, Carine le pidió a su marido que se detuviera en
la iglesia a la que asistían todos los domingos. <<Entré y me
senté frente al altar durante una hora más o menos, mientras él me
esperaba en el coche ―recuerda
Carine―.
Quería que Dios me diera respuestas, pero no obtuve ninguna.>>
Jon
Krakauer. “Hacia rutas salvajes”. 2015, Ediciones B
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