Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 26 de mayo de 2016

Iván Rojo (II)




Iba por la calle aquella noche cuando vi a un perro, un perro sin dueño gruñendo, husmeando, escarbando, removiendo la tierra seca de un alcorque.
Al pasar a su lado comprobé que en realidad estaba torturando a un pájaro, un pequeño, diminuto pájaro negro probablemente recién caído del árbol.
Espanté al perro y me acerqué a mirar al polluelo. Estaba hecho un trapo, ensangrentado, cubierto de polvo, el plumón lleno de calvas, y además le faltaba la mitad del ala derecha. No soy de esos, pero no pude evitar recogerlo. Me lo llevé a casa y lo puse en la pila del lavabo.
El pobre bicho no dejaba de temblar y respiraba aceleradamente, parecía a punto de morir y seguramente así era.
Le eché alcohol en la herida, le puse betadine y me quedé con él un buen rato, contemplando su lucha en la frontera, viéndole debatirse entre dos mundos.
De no ser por mi intervención lo más probable era que algún gato callejero ya lo hubiera despachado. Tal vez lo único que había conseguido ayudándole había sido prolongar su sufrimiento. Así que me sentía en el deber de acompañarle en el final.
Solo cuando el pájaro pareció quedarse dormido me fui a la cama, con un sentimiento ambiguo en el corazón.
A la mañana siguiente fui a echarle un vistazo. Allí estaba el pájaro, maltrecho pero con los ojos abiertos y la respiración más serena, más asentada en su huesudo pecho.
Pero lo mejor de todo fue que en cierto momento levantó la minúscula cabeza calva y me miró con aquellos ojos como dos gotas de tinta china.
Y entonces pió, o algo por el estilo. En cualquier caso se esforzó por emitir un sonido, un ruido, algo, una señal que me indicara que me reconocía, que también él estaba poniendo de su parte.
Me emocionó. Me llenó de esperanza, absurda y luminosa y blanca.
Bravo, joder, le dije.
Y fui a por una caja de zapatos. Agujereé sus paredes y forré el fondo con los restos secos de una de mis macetas. Con cuidado cogí al pájaro y lo metí dentro. Le puse algo de comida en un rincón. Lechuga, pan, paté, lo que me pareció podría servirle.
Y le sirvió. El polluelo se arrastró como pudo hasta allí y se puso a comer despacio, con torpeza, agónicamente pero decidido a burlar a la muerte.
Y así siguió haciéndolo día tras día.
Cada mañana iba a verlo y lo encontraba más sano, más recuperado, las plumas de un negro más brillante. En fin, más instalado en el reino animal, en el reino de los vivos. Un día su canto me despertó al amanecer. Me quedé en la cama disfrutándolo: sonaba como una marcha triunfal. Narraba la historia de una proeza. Era la voz de un superviviente.

***









Quiero cielos de plomo
Quiero que se desplome el mercurio
Quiero mis manos firmes
de hierro frío
mejor de acero
imperturbables
como el puente de Brooklyn
bajo la tormenta de nieve
Pero apareces
y me derrito en el mal sentido
Me fundo
Me deshago como vulgar estaño
Esto
por cierto
no es un puto poema de amor
Ni lo sueñes





Iván Rojo. “Ultraligero”. 2016, Rasmia Ediciones.





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