Iba
por la calle aquella noche cuando vi a un perro, un perro sin dueño
gruñendo, husmeando, escarbando, removiendo la tierra seca de un
alcorque.
Al
pasar a su lado comprobé que en realidad estaba torturando a un
pájaro, un pequeño, diminuto pájaro negro probablemente recién
caído del árbol.
Espanté
al perro y me acerqué a mirar al polluelo. Estaba hecho un trapo,
ensangrentado, cubierto de polvo, el plumón lleno de calvas, y
además le faltaba la mitad del ala derecha. No soy de esos, pero no
pude evitar recogerlo. Me lo llevé a casa y lo puse en la pila del
lavabo.
El
pobre bicho no dejaba de temblar y respiraba aceleradamente, parecía
a punto de morir y seguramente así era.
Le
eché alcohol en la herida, le puse betadine y me quedé con él un
buen rato, contemplando su lucha en la frontera, viéndole debatirse
entre dos mundos.
De
no ser por mi intervención lo más probable era que algún gato
callejero ya lo hubiera despachado. Tal vez lo único que había
conseguido ayudándole había sido prolongar su sufrimiento. Así que
me sentía en el deber de acompañarle en el final.
Solo
cuando el pájaro pareció quedarse dormido me fui a la cama, con un
sentimiento ambiguo en el corazón.
A
la mañana siguiente fui a echarle un vistazo. Allí estaba el
pájaro, maltrecho pero con los ojos abiertos y la respiración más
serena, más asentada en su huesudo pecho.
Pero
lo mejor de todo fue que en cierto momento levantó la minúscula
cabeza calva y me miró con aquellos ojos como dos gotas de tinta
china.
Y
entonces pió, o algo por el estilo. En cualquier caso se esforzó
por emitir un sonido, un ruido, algo, una señal que me indicara que
me reconocía, que también él estaba poniendo de su parte.
Me
emocionó. Me llenó de esperanza, absurda y luminosa y blanca.
Bravo,
joder, le dije.
Y
fui a por una caja de zapatos. Agujereé sus paredes y forré el
fondo con los restos secos de una de mis macetas. Con cuidado cogí
al pájaro y lo metí dentro. Le puse algo de comida en un rincón.
Lechuga, pan, paté, lo que me pareció podría servirle.
Y
le sirvió. El polluelo se arrastró como pudo hasta allí y se puso
a comer despacio, con torpeza, agónicamente pero decidido a burlar a
la muerte.
Y
así siguió haciéndolo día tras día.
Cada
mañana iba a verlo y lo encontraba más sano, más recuperado, las
plumas de un negro más brillante. En fin, más instalado en el reino
animal, en el reino de los vivos. Un día su canto me despertó al
amanecer. Me quedé en la cama disfrutándolo: sonaba como una marcha
triunfal. Narraba la historia de una proeza. Era la voz de un
superviviente.
***
Quiero
cielos de plomo
Quiero
que se desplome el mercurio
Quiero
mis manos firmes
de
hierro frío
mejor
de acero
imperturbables
como
el puente de Brooklyn
bajo
la tormenta de nieve
Pero
apareces
y
me derrito en el mal sentido
Me
fundo
Me
deshago como vulgar estaño
Esto
por
cierto
no
es un puto poema de amor
Ni
lo sueñes
Iván
Rojo. “Ultraligero”. 2016, Rasmia Ediciones.
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