Fragmentos:
Se
dice que Jerjes ofreció una recompensa al que pudiera inventarle un
nuevo placer. A fe mía, Su Majestad pedía una cosa bastante difícil
y que le hubiera costado el sacrificio de un tesoro inmenso porque el
placer merece más respetos. ¡Oh, placer, cosa verdaderamente muy
dulce, aunque por tu causa, un día, seamos condenados sin remisión!
Todas las primaveras hacemos un proyecto de reforma de nuestras
vidas, que olvidamos al siguiente mes. Aunque hayamos violado con
frecuencia los castos votos, ha sido siempre con la confianza de que
los cumpliríamos, y, en verdad, es la buena fe la que nos empuja en
nuestros propósitos de ser más prudentes en el próximo invierno.
***
<<Yo
amaba. Amo todavía; he sacrificado a este amor mi rango, mi dicha,
el favor del cielo, el aprecio del mundo, mi mismo aprecio... Sin
embargo, no siento la pérdida de todo ello, ya que es tan dulce para
mi memoria del sueño de mi corazón... Si os hablo aquí de mis
faltas, don Juan, no es, de ningún modo, para alabarme de ellas,
puesto que nadie puede juzgarme tan severamente como yo misma lo
hago. Os escribo tan sólo por que el reposo huye de mí. Pero no
tengo nada que reprenderos, ni nada que pediros. El amor es un
episodio en la vida del hombre y, sin embargo, es toda la existencia
de la mujer. Las dignidades de la Corte y de la Iglesia, los laureles
de la guerra o de la gloria, los dones todos de la fortuna son el
patrimonio del hombre, y le ofrecen el bello y fuerte licor con que
llenar el vaso vacío de su corazón, y así son muy pocos los
hombres que no se dejan seducir por todo ello. En cambio, nuestro
sexo sólo tiene un néctar dulcísimo con que colmar su copa;
amar..., amar siempre y perderse.>>
<<Vos,
don Juan, seguiréis la carrera de los honores y de los placeres,
seréis amado y amaréis muchas nuevas hermosuras; para mí todo ha
concluido en la tierra, excepto la triste andanza de unos años,
durante los cuales voy a esconder en el fondo de mi corazón mis
dolores y mi vergüenza. Podré soportarlos todo, pero no puedo
desterrar la fatal pasión cuyo fuego me consume como antes...
¡Adiós, pues! Perdóname. Amame..., aunque esta palabra es ya
inútil ahora... Pero, amado mío, no puedo borrarla>>...
<<Mi
corazón ha sido todo debilidad. Todavía lo es, aunque deseo reunir
dentro de él y contra ella todas las fuerzas de mi alma. Siento
circular mi sangre briosamente, y ello hace renacer mi valor; del
modo mismo como corren las hondas pacíficas cuando los vientos
quedan en calma. Mi corazón es el de una mujer tímida, que no puede
olvidar, sin embargo. Es ciego para todo, excepto para una sola
imagen. Lo mismo que la aguja que se vuelve siempre señalando el
Polo, mi corazón prendado está fijo en una idea querida... No tengo
más que decir, y, sin embargo, no puedo dejar la pluma; no me atrevo
a estampar sobre el papel la inicial de mi firma... ¿Qué tengo que
temer, ni qué esperar?... Y, sin embargo, no puedo terminar. MI
desgracia no puede aumentarse. Moriré; pero temo que la muerte huye
a los desgraciados que corren tras ella. ¡Si las penas acabasen
nuestra vida!... Estoy condenada a sobrevivir a esta despedida y a
soportar la vida para amaros y rogar por vos.>>
Esta
carta se escribió sobre el papel dorado, con una pequeña y linda
pluma nueva. La blanquísima mano de Julia apenas podía acercarse a
la llama de su bujía para ablandar el lacre que había de cerrarla,
y nuestra tierna amiga se mostraba trémula como una aguja que se
aproxima a la piedra imán. Sin embargo, no dejó caer una sola
lágrima, y pudo al fin lacrarla y grabar sobre el lacre su sello. Un
sello que tenía un girasol en el centro, sobre una cornerina blanca,
y en el que se leía este lema: <<Os sigo a todas partes>>...
El lacre era muy fino y del más hermoso bermellón.
***
Si
alguien tuviese el atrevimiento de decir que esta historia no es
moral, le pido respetuosamente que no lance la queja antes de
sentirse herido. Que me lea una segunda vez y que pruebe a decir
todavía que mi poema es inmoral, porque es alegre. ¿Quién cometerá
la impertinencia? Además, yo haré ver en mi libro duodécimo, al
final, el lugar horrible al que van a parar siempre todos los
malvados.
Espero,
pues, en calma vuestro aplauso, por más que la gloria no sirva para
nada distinto al magno empeño de llenar cuartillas y cuartillas de
papel, a fin de definirla inciertamente. Algunos la comparan a una
alta colina, cuya cumbre se oculta entre las nubes. ¿Por qué
escriben los hombres, por qué hablan y por qué predican? ¿Por qué
los héroes degüellan a sus semejantes? ¿Por qué los poetas
consumen febrilmente en su trabajo el noble aceite de sus lámparas?
Para obtener, cuando ellos mismos sean polvo, un mal retrato, un
busto todavía peor y un pequeño nombre... Un rey del antiguo
Egipto, llamado Cheops, hizo elevar la primera y mayor de las
pirámides, creyendo que bastaba un monumento semejante para
conservar entera su momia y su memoria. Y un día, un viajero,
escavando el interior de ella, se entretuvo en romper la caja que
guardaba el cadáver del monarca. Por consiguiente, ¿qué monumento
podrá conservarnos cuando no queda ni la huella de las pobres
cenizas de Cheops? Por eso yo, apasionado de la verdadera filosofía,
me digo muy a menudo:
<<
Todo cuanto ha sido creado, debe acabar. El hombre al que la muerte
siega con su guadaña, exactamente lo mismo que la hierba de los
prados. He pasado mi juventud bastante agradablemente, y si pudiese
volver a empezar..., haría lo mismo. Doy, pues, gracias a mi
estrella, que no me hizo ser más desgraciado; leo la Biblia, y tengo
buen cuidado de mi bolsillo.>>
***
Lord
Byron. “Don Juan”. 1970, Editorial Pueyo.
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