Coches.
Escribo mucho sobre coches. Lo sé. Me gustaría hablar de caballos o
de canoas o de trineos o de carruajes. Me gustaría hablar de naves
espaciales. Pero este es mi tiempo y este es mi sitio. Y solo sé de
coches. No mucho. Más bien poco. En realidad no sé nada de coches.
Por eso más que sobre coches escribo sobre mi coche. Mi querido
Ibiza. Mi último Ibiza. Porque he tenido tres. Ya ves, casualidades.
Tres ibizas blancos como las casas de esa isla que nunca he pisado.
Tres ibizas idénticos, todos con la misma cara, el mismo culo y la
misma palidez, como tres generaciones de reyes, como tres
generaciones de pobres. Este último es el peor con diferencia. Me
costó 75 euros, lo juro. Conque imagínate... Pero es mi favorito.
Es mi favorito porque está vivo. Y es una sorpresa que arranque cada
mañana. Toda una fiesta. Cuando escucho el motor me dan ganas de
bajarme, arrodillarme ante él y darle un abrazo y un beso. Es más:
lo he hecho un par de veces. Un par de veces o tres me he arrojado
con los brazos abiertos sobre su morro, lo he estrechado contra mi
pecho lleno de amor y gratitud. De verdad, no exagero; si lo vieras
lo entenderías. Es un viejo, el pobre. Un trasto. Una reliquia. Una
criatura de otra época. Y ahí sigue, al pie del cañón, cargando
conmigo de aquí para allá. Me ha llevado a Teruel y a Albarracín.
Me ha llevado a Cuenca y a Albacete. A Tarragona y a Alicante.
Incluso me ha llevado a Murcia, que no sabes lo lejos que está hasta
que por algún absurdo motivo decides visitarla. Me ha llevado a un
montón de sitios y siempre me ha devuelto sano y salvo a casa.
Pequeños grandes periplos. Modestas odiseas, brillantes de mérito.
Porque, insisto: es un vejestorio, un venerable vejestorio. Siempre
sucio, siempre en reserva. Siempre hecho un cristo y sediento. Pero
lo hace todo sin chistar, sin la menor queja. Es pura clase, puro
orgullo. Por eso un día de estos le daré una sorpresa, una alegría.
Montaremos en el ferry y nos iremos a Ibiza. Desembarcaremos al
amanecer. Y pasaremos el día rodando al sol como si aún fuéramos
jóvenes, como si el universo ardiera para nosotros. Adelantaremos
furgonetas de jipis, pijos, jípsters, lo que haga falta. Por una vez
Seat dejará atrás a Volkswagen. Visitaremos calas fabulosas. Nos
comeremos un arroz de marisco en un mirador sobre el mar viendo a
todas las rubias del mundo pasear por la playa. Brindaremos con vino,
vino tinto, oscuro como la sangre y el petróleo. Después de comer,
un par de gintónics reposados, puede que tres. Y luego probablemente
nos amodorremos un rato. El sueño vendrá a buscarnos y lo
recibiremos felices; nos lo habremos ganado. Dos horas más tarde
despertaremos bajo un cielo fucsia o magenta, el sol en retirada
hacia la península, cayendo sobre la quemada España como un cóctel
molotov recalcitrante. Y pediremos la cuenta. Dejaremos una buena
propina y volveremos a la carretera. Kristofferson nos acompañará
en el radio-cd. O Dylan. Conduciremos hasta Cala La Albarca; según
Google Maps parece un sitio adecuado. Hay un camino de tierra que
remonta el acantilado. Lo escalaremos entre pinos y matorrales hasta
coronarlo. Nos quedaremos un rato allí arriba, en silencio, mirando
las olas, los veleros, algún que otro buque grande como un estadio
flotando inverosímil en la distancia. Entonces acariciaré el
volante de mi coche. Le daré un par de palmadas en el salpicadero
como si se tratara de la espalda de un amigo. Y me apearé. Y con los
últimos rayos de luz y sin apagar la música lo empujaré al abismo.
Y mi Ibiza caerá en picado a las aguas como una gaviota descomunal y
magnífica y legendaria. Mi Ibiza particular se hundirá en el
Mediterráneo sin dramatismo, un cataclismo discreto, una pequeña
isla rodante engullida por el azul. Y desaparecerá para siempre. Y
no lo olvidaré nunca. Y luego ya veré cómo me las apaño para
llegar al puerto y pillar el ferry de vuelta a casa. Y esto no tiene
saltos de línea pero también es un poema.
Iván Rojo. 2016, de su muro de Facebook.
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