Me
senté con esfuerzo y vi a mi lado un niño de corta edad, rubicundo,
mofletudo, con ojos claros, pelo rubio ensortijado y orejas de
soplillo. Supuse que sería el nieto de la arpía y traté
ahuyentarlo con ademanes coléricos, pero él, haciendo caso omiso de
las amenazas, dijo:
―He
venido a pedir tu ayuda. Me llamo Jesús, hijo de José. Mi padre es
el hombre injustamente condenado a morir en la cruz esta misma tarde.
―¿Y
a mí, qué se me da? ―repuse―.
Tu padre ha cometido un asesinato, el Sanedrín lo ha condenado y un
tribuno romano ha refrendado la sentencia. ¿Acaso no es bastante?
―Pero
mi padre ―porfió
el niño―
es inocente del crimen que se le imputa.
―¿Y
tú cómo lo sabes?
―Él
mismo me lo ha dicho, y mi padre nunca miente. Además, él jamás
haría una cosa mala.
―Mira,
Jesús, todos los niños de tu edad creen que sus padres son
distintos al resto de las personas. Pero no es así. Cuando crezcas
descubrirás que tu padre no tiene nada especial. En cuanto a mí, no
veo motivo alguno para intervenir en algo que no me concierne.
Jesús
rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó una bolsita.
―Aquí
hay veinte denarios. No es muchos, pero sí suficiente para pagar el
hospedaje y la comida sin necesidad de ordeñar las cabras.
―La
oferta tentadora. Dime qué debo hacer. Pero te advierto, en aras de
la probidad, que ni Apio Pulcro ni el sumo sacerdote Anano escucharán
una petición de clemencia por venir de mí.
―No
has de pedir nada ―dijo
Jesús―.
Sólo demostrar que mi padre no mató a ese hombre.
―Vaya,
¿y cómo lo haré?
―Descubriendo
al verdadero culpable.
―Imposible.
Lo desconozco todo sobre la ciudad y sus habitantes. No sabría por
dónde empezar.
―No
hay elección. Ningún nazareno moverá un dedo por mi padre si eso
supone enfrentarse al Sanedrín. Tu caso es distinto: eres romano y
asimismo un hombre sabio. Algo se te ocurrirá.
―No
te engañes. En verdad me he esforzado siempre por alcanzar la
sabiduría, pero ni mis atributos naturales, ni mi empeño, ni la
suerte me han conducido a nada. Sólo tienes que verme.
―Yo
confío en ti ―dijo
Jesús―. Además, puedo ayudarte en tus investigaciones.
―Buena
ayuda vas a ser tú, por Hércules ―exclamé alargando la mano
hacia la bolsa del dinero.
Antes
de que pudiera hacerme con ella, Jesús la volvió a guardar entre
los pliegues de su túnica y dijo:
―Cuando
hayas hecho tu trabajo recibirás la paga. Asentí a regañadientes,
me puse en pie, arrojé el escabel contra una cabra, cogí de la mano
al niño y juntos salimos a la calle.
―Llévame
a tu casa ―le dije―. Lo primero que haremos será hablar con tu
padre.
Eduardo
Mendoza. “El asombroso viaje de Pomponio Flato”. 2008, Editorial
Seix Barral.
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