Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 19 de enero de 2017

Eduardo Mendoza




      Me senté con esfuerzo y vi a mi lado un niño de corta edad, rubicundo, mofletudo, con ojos claros, pelo rubio ensortijado y orejas de soplillo. Supuse que sería el nieto de la arpía y traté ahuyentarlo con ademanes coléricos, pero él, haciendo caso omiso de las amenazas, dijo:
      ―He venido a pedir tu ayuda. Me llamo Jesús, hijo de José. Mi padre es el hombre injustamente condenado a morir en la cruz esta misma tarde.
      ―¿Y a mí, qué se me da? repuse. Tu padre ha cometido un asesinato, el Sanedrín lo ha condenado y un tribuno romano ha refrendado la sentencia. ¿Acaso no es bastante?
      ―Pero mi padre porfió el niño es inocente del crimen que se le imputa.
      ―¿Y tú cómo lo sabes?
      ―Él mismo me lo ha dicho, y mi padre nunca miente. Además, él jamás haría una cosa mala.
     ―Mira, Jesús, todos los niños de tu edad creen que sus padres son distintos al resto de las personas. Pero no es así. Cuando crezcas descubrirás que tu padre no tiene nada especial. En cuanto a mí, no veo motivo alguno para intervenir en algo que no me concierne.
Jesús rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó una bolsita.
      ―Aquí hay veinte denarios. No es muchos, pero sí suficiente para pagar el hospedaje y la comida sin necesidad de ordeñar las cabras.
      ―La oferta tentadora. Dime qué debo hacer. Pero te advierto, en aras de la probidad, que ni Apio Pulcro ni el sumo sacerdote Anano escucharán una petición de clemencia por venir de mí.
      ―No has de pedir nada dijo Jesús. Sólo demostrar que mi padre no mató a ese hombre.
      ―Vaya, ¿y cómo lo haré?
      ―Descubriendo al verdadero culpable.
      ―Imposible. Lo desconozco todo sobre la ciudad y sus habitantes. No sabría por dónde empezar.
      ―No hay elección. Ningún nazareno moverá un dedo por mi padre si eso supone enfrentarse al Sanedrín. Tu caso es distinto: eres romano y asimismo un hombre sabio. Algo se te ocurrirá.
     ―No te engañes. En verdad me he esforzado siempre por alcanzar la sabiduría, pero ni mis atributos naturales, ni mi empeño, ni la suerte me han conducido a nada. Sólo tienes que verme.
     ―Yo confío en ti ―dijo Jesús―. Además, puedo ayudarte en tus investigaciones.
     ―Buena ayuda vas a ser tú, por Hércules ―exclamé alargando la mano hacia la bolsa del dinero.
     Antes de que pudiera hacerme con ella, Jesús la volvió a guardar entre los pliegues de su túnica y dijo:
     ―Cuando hayas hecho tu trabajo recibirás la paga. Asentí a regañadientes, me puse en pie, arrojé el escabel contra una cabra, cogí de la mano al niño y juntos salimos a la calle.
     ―Llévame a tu casa ―le dije―. Lo primero que haremos será hablar con tu padre.









Eduardo Mendoza. “El asombroso viaje de Pomponio Flato”. 2008, Editorial Seix Barral.




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