CASAS
Y CALLES OSCURAS
una
de mis mayores debilidades es perderme.
siempre
me estoy perdiendo, sueño con que
me
pierdo, y de ahí el temor que tengo a ir
a
otros países: la posibilidad
de
perderme y no saber el idioma.
una
vez estuve perdido en las montañas de Utah
durante
nueve horas pero también me pierdo en calles y autopistas.
se
me suele ver entrando a una gasolinera para peguntar:
―ponga
diez litros de gasolina y
¿puede
decirme dóne estoy?
encuentro
la autopista correcta pero la cojo en
sentido
contrario, conduzco temeroso
un
montón de kilómetros junto con cientos de personas que
saben
exactamente adónde van. Luego
pruebo
a ir en la otra dirección, me doy por vencido,
salgo
de la autopista y
vuelvo
a perderme en una carretera oscura sin farolas bordeada
de
casas silenciosas y sombrías:
cantidad
de casas oscuras y una calle oscura
y
nadie a la vista que pueda ayudarme.
pongo
la radio del coche, permanezco sentado y
escucho
las voces amigables y la música
suave,
pero eso no hace más que agravar la locura y el miedo.
no
hay mujer con la que haya vivido
que
no recibiera esta llamada:
―escucha,
cariño, me he perdido, ¡estoy en una
cabina
y no sé dónde estoy!
―sal
―me
dicen―
y busca el
letrero
de la calle.
unos
minutos después regreso con la información y
me
dicen tranquilamente qué hacer.
no
entiendo las indicaciones.
siempre
hay gritos por uno y otro lado.
―¡es
sencillo! ―gritan.
―¡NO
PUEDO HACERLO! ―contesto
a gritos.
una
vez, después de dar vueltas durante horas me
detuve
y me alojé en un motel.
por
suerte, había una bodega justo
en
frente.
compré
dos quintos de vodka y me tumbe a ver
la
tele
fingiendo
que la vida era estupenda, que yo era
del
todo normal y tenía la situación controlada.
al
cabo, conseguí dormirme poco después de
abrir
la segunda botella de vodka.
por
la mañana, al devolver la llave, le
pregunté
a la señora: ―por
cierto, ¿podría decirme
hacia
dónde queda Los Ángeles?
―ya
está en Los Ángeles ―contestó.
una
tarde, al salir del hipódromo de
Santa
Anita
me
metí por una carretera secundaria para evitar
el
tráfico y la carretera secundaria empezó a trazar una curva,
cosa
que me preocupó, así que me metí por otra carretera secundaria
y
no sé cuándo ocurrió, pero la calle asfaltada
desapareció
y de pronto iba por un
caminillo
polvoriento y luego el camino empezó a
subir
a medida que la tarde dejaba
paso a la noche oscura, y
seguí
adelante, con la sensación de ser idiota por completo y
estar
derrotado.
intenté
salir del camino empinado pero cada giro
me
llevaba a un camino más estrecho que subía cada vez más, y
pensé,
si vuelvo a ver a mi mujer alguna vez le
voy
a decir que sou un auténtico subnormal,
que
hay que restringirme los movimientos, obligarme a que me
quede
en la cama o
encerrarme
en un psquiátrico.
el
camino seguía subiendo hacia las colimas y
entonces
me vi en la cima de dondequiera que estuviese y era un
pueblecillo
encantador
intensamente iluminado con luces de neón y todos
los
carteles estaban en chino, y entonces entendí que
me
había perdido y estaba loco,
no
tenía ni idea de qué significaba todo aquello, así que seguí
adelante
y
entonces, al bajar la mirada, vi la autopista de Pasadena
unos
trescientos metros más abajo: lo único que tenía que hacer era
encontrar
la
manera de bajar hasta allí.
y
fue otra pesadilla intentar
abrirme
paso hasta esas empinadas calles bordeadas de
casas
sombrías y caras.
los
pobres nunca sabrán cuántos chinos ricos se ocultan
sigilosos
en esas colinas.
al
cabo, llegué a la autopista unos 45
minutos
después y, como es natural, la cogí en la
otra
dirección.
no
me gustan los psiquiatras pero más de una vez he pensado
en
preguntar a alguno al respecto.
aunque
igual ya tengo la respuesta.
todas
las mujeres con las que he vivido me han dicho lo mismo:
―no
eres más que un idiota ―me
dicen.
LOS
POEMAS DE AMOR DE CATULO
leía
sus poemas
se
los leía a los hombres que la esperaban en la cama
luego
los rompía
entre
risas
y
se tumbaba en la cama
abierta
de piernas ante la polla
que
tuviera más a mano.
pero
Catulo siguió escribiéndole
poemas
de amor
y
ella se follaba esclavos en
callejones,
y
cuando
estaban juntos
le
robaba mientras estaba
borracho,
se reía de sus versos y su
amor,
se
meaba en su
suelo.
Catulo,
quien,
por
lo demás,
escribía
poemas
maravillosos
cayó
bajo el hechizo de
esa
zorra
que,
según
se dice,
cuando
empezó a envejecer
huyó
de su lado
y
comenzó una nueva vida en una isla lejana
donde
acabó
suicidándose.
Catulo
era como
la
mayoría de los poetas:
entiendo
y
perdono a medida que
lo
releo:
era
consciente,
ante
la proximidad de la muerte,
de
que es
mejor
empezar con una
ramera
que acabar
con
ella.
POR
UN OÍDO ME ENTRABA
Y
POR EL OTRO ME SALÍA
mi
padre se había aprendido de memoria cantidad de dichos que le
gustaba
repetir
una y otra vez:
<<¡si
no consigues triunfar, a cagar!>>
<<¡a
tuertas o a derechas, yo siempre con mi país!>>
<<¡a
quien madruga,
Dios
le ayuda!>>
mi
madre se limitaba a sonreír mientras él pronunciaba
semejantes
perlas de sabiduría.
¿yo?
yo
pensaba: este tipo es idiota.
<<¡el
que no trabaja es porque no quiere!>> era uno
de
sus preferidos durante los años de la Gran Depresión.
prácticamente
todo lo que salía de su boca era una estupidez.
llamaba
a mi madre <<mamá>>.
―¡mamá,
tenemos que irnos de este barrio!
―¿por
qué, papá?
―¡porque
he visto uno, mamá!
―¿un
qué, papá?
―un
negrata...
otro
de sus preferidos era:
<<¡pito,
pito, gorgorito, trinca a un negro por el
pito,
si pone el grito en el cielo, que cargue con
el
mochuelo!>>
nunca
pronunciaba estos aforismos sentado
sino
que lo hacía deambulando a paso vivo por la
casa.
<<¡ayúdate
bien y ayudarte ha Dios!>>
―escucha
a tu padre, Henry ―me solía decir
mi
madre.
la
pobre mujer, lo decía de corazón.
―¡no
sigas mi ejemplo ―decía él a voz en cuello―, sigue mi
consejo!
no
seguí lo uno ni lo otro.
y
el día que lo vi en su
ataúd
casi
esperaba que dijera algo,
pero
no lo hizo, así que hablé por
él:
―los
muertos ya no cuentan más cuentos.
luego
cerraron
el féretro y mi tío Jack y
yo
fuimos a comer una hamburguesa con patatas fritas.
nos
quedamos sentados con la comida delante.
―tu
padre era un hombre bueno ―dijo el tío
Jack.
―Jack
―contesté―, ¿bueno para qué?
LA
GRAN FARRA
sentado
en un porche del primer piso a las 1:30 de la madrugada
mientras
contemplo
la ciudad.
podría
ser peor.
no
hace falta que alcancemos grandes logros, sólo
nos
hace falta llevar a cabo las cosillas que nos hacen sentir
mejor
o
no
tan mal.
como
es natural, a veces el detino no
nos
lo
permite.
entonces,
debemos burlas el destino.
tenemos
que ser pacientes con los dioses.
les
gusta divertirse,
les
gusta jugar con nosotros.
les
gusta ponernos a prueba.
les
gusta decirnos que somos débiles
y
estúpidos, que estamos
acabados.
los
dioses necesitan diversión.
somos
sus juguetes.
mientras
estoy sentado en el porche un pájaro empieza a
darme
la serenata desde un árbol cercano en
la
oscuridad.
es
un ruiseñor.
me
encantan los ruiseñores.
lanzo
algo parecido a trino.
él
aguarda.
luego
los repite.
es
tan bueno que me echo a reír.
con
qué poco nos contentamos,
todos
nosotros, las cosas vivas.
ahora
empieza a caer una fina
llovizna.
me
caen gotitas frescas sobre la
piel
caliente.
estoy
medio dormido.
estoy
sentado en una silla plegable con los
pien
en la barandilla
mientras
el ruiseñor empieza
a
repetir cada gorjeo
que
ha oído
hoy.
eso
es lo que hacemos los viejo
para
divertirnos
los
sábados
por
la noche:
nos
reímos de los dioses,
ajustamos
viejas cuentas pendientes con
ellos,
rejuvenecemos
mientras
las luces de la ciudad
parpadean
a nuestros pies,
mientras
el árbol oscuro
que
da cobijo al ruiseñor
vela
por nosotros,
y
mientras el mundo,
desde
aquí,
tiene
mejor aspecto
que
nunca.
Charles
Bukowski. “Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la
ruta”. 2005, Visor.