Fragmentos:
Con
la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una
o dos chupadas y lo apagó; pero fumó otro hasta el final. No era
tanto porque se estuviera ridiculizando a sí mismo por su ligera
aprensión como por el hecho de sentir un vacío desagradable. Solía
tomar un poco de whisky antes de acostarse. Tenía un sueño
precario, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de
cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para
ella, en las noches de insomnio, <<la noche ofrece sapos,
perros negros y cadáveres de ahogados>>. Era un verso que
Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la
muchacha dormida ―no,
narcotizada― de la
habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado; y
vaciló un poco en acudir a su lado.
***
Y
ahora, al venir por segunda vez en quince días, Eguchi no sentía
tanto la curiosidad de la primera visita como cierta reticencia e
inquietud; pero la excitación era más fuerte. La impaciencia de la
espera desde las nueve a las once había provocado una especie de
embriaguez.
La
misma mujer le abrió el portal. La misma reproducción pendía en la
alcoba. El té volvió a ser bueno. Estaba más nervioso que en la
visita anterior, pero consiguió portarse como un cliente antiguo y
experimentado.
***
Junto
a su almohada había de nuevo dos píldoras blancas. Las cogió para
contemplarlas. No tenían marcas ni letras que indicasen de qué
droga se trataba. Eran sin duda una droga diferente a la que había
tomado la muchacha. Pensó en pedir la misma droga en su próxima
visita. No era probable que accedieran a su petición, pero, ¿cómo
sería un sueño parecido al de la muerte? Le atraía mucho la idea
de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha
drogada hasta parecer muerta.
***
El
gris de la mañana invernal se convirtió por la tarde en una fría
llovizna. Dentro del portal de la <<casa de las bellas
durmientes>>, Eguchi advirtió que la llovizna era aguanieve.
La mujer de siempre cerró la puerta con llave tras él. Vio puntos
blancos bajo la luz enfocada a sus pies. Sólo había unos cuantos
esparcidos aquí y allá. Eran suaves y se fundían al tocar las
losas.
―Tenga
cuidado ―dijo la mujer―. El suelo está mojado.
Cubriéndole
con un paraguas, trató de tomarle de la mano. El calor repelente de
la mano madura pareció atravesarle el guante.
―No
hace falta ―se desasió―. Todavía no soy tan viejo como para
necesitar que me lleven de la mano.
―Son
resbaladizas.
Las
hojas caídas del arce no habían sido barridas. Algunas estaban
marchitas y descoloridas, pero brillaban bajo la lluvia.
―¿Acaso
le llegan aquí medio paralizados?
¿Tiene
que guiarles y sostenerles?
―No
debe de hacer preguntas sobre los demás.
―Pero
el invierno ha de ser peligroso para ellos. ¿Qué haría usted si
uno sufriera un ataque cardíaco?
―Eso
significaría el fin ―dijo ella con frialdad―.
***
Ahora,
a los sesenta y siete años, mientras yacía entre dos muchachas
desnudas, sintió que surgía en el fondo de su ser una nueva verdad.
¿Era una blasfemia, era nostalgia? Abrió los ojos y pestañeó,
como para alejar una pesadilla. Pero la droga producía su efecto.
Tenía un sordo dolor de cabeza. Amodorrado, persiguió la imagen de
su madre; y entonces suspiró y tomo dos pechos, uno de cada
muchacha, en la palma de las manos. Uno suave y uno grasiento. Cerró
los ojos.
La
madre de Eguchi había muerto una noche de invierno cuando él tenía
diecisiete años. Eguchi y su padre le sostenían las manos. Hacía
tiempo que padecía tuberculosis y sus brazos eran sólo piel y
hueso, pero le así la mano con tal fuerza que a Eguchi le dolían
los dedos. La frialdad de su mano le penetró hasta el hombro. La
enfermera que estaba dando masaje a sus pies salió silenciosamente.
Quizá se fuera para llamar al médico.
***
Yasunari
Kawabata. “La casa de las bellas durmientes”. 2005, Círculo de
Lectores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario