Fragmentos:
¡Quiero
contarte tantas cosas! Comienzo por decir algo y, de repente, me doy
cuenta de lo poco que comprendo. Me refiero a hechos concretos,
información precisa sobre cómo vivimos en la ciudad. Ése iba a ser
el trabajo de William; el periódico lo envió aquí para que
investigara los hechos y escribiera un artículo por semana sobre los
antecedentes históricos, cuestiones de interés general, cosas por
el estilo. Pero no recibimos muchos, ¿verdad? Unos pocos informes
breves y luego silencio. Si William no pudo lograrlo, no sé cómo
espero hacerlo yo; no tengo idea de cómo la ciudad sigue funcionando
e incluso si me pusiera a investigar sobre estas cuestiones, es
probable que me llevara tanto tiempo, que la situación ya hubiera
cambiado cuando descubriera algo. Dónde se cultiva la verdura, por
ejemplo, y cómo la transportan a la ciudad. No puedo darte las
respuestas y nunca conocí a nadie que las supiera. La gente habla de
tierras lejanas hacia el oeste, pero eso no quiere decir que sea
verdad; aquí la gente habla de cualquier cosa, sobre todo de
aquellas de las que no sabe nada. Lo que realmente me asombra no es
que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que
todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un
mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas imaginar. Continuamos
viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo
de su propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es
cierto que la última película se exhibió hace más de cinco años,
es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden
permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es eso a lo que llamamos vida?
Dejemos que todo se derrumbe y, luego, veamos qué queda. Tal vez
ésta sea la cuestión más interesante de todas: saber qué
ocurriría si no quedara nada y si, aun así, sobreviviríamos.
***
Aquel
año la primavera llegó pronto y a mediados de marzo los azafranes
florecían en el jardín del fondo, estigmas amarillos y flores
purpúreas brotando de los canteros de hierba, el verde naciente
mezclado con charcos de lodo que comenzaban a secarse. Incluso las
noches eran templadas, y a veces Sam y yo dábamos un pequeño paseo
por el jardín antes de irnos a dormir. Era hermoso estar allí fuera
un rato, las ventanas de la Residencia oscuras detrás de nosotros y
las estrellas reluciendo tímidamente sobre nuestras cabezas. Cada
vez que tomábamos uno de aquellos breves paseos, yo sentía que me
enamoraba de él otra vez, en medio de aquella oscuridad, cogida de
su brazo, recordando cómo había sido todo al principio, en los días
del invierno terrible, cuando vivíamos en la biblioteca y mirábamos
cada noche a través de la enorme ventana en forma de abanico. Ya no
mencionábamos el futuro, no hacíamos planes ni hablábamos de
volver a casa. Ahora el presente nos ocupaba por completo, y con todo
el trabajo que teníamos que hacer cada día, con todo el cansancio
que le seguía, no había tiempo para pensar en nada más. Había un
equilibrio fantasmal en esta vida, pero esto no lo hacía
necesariamente mala, y por momentos casi me sentía feliz de vivirla,
de seguir con las cosas tal cual estaban.
Paul
Auster. “El país de las últimas cosas”. 1994, Anagrama.
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