Fragmentos:
Una
noche, de pronto, comprendí que mi libro Mar y tierra estaba
terminado. No había más que añadir. La copia a máquina ―tres
ejemplares― era
perfecta. Hasta parecía ya un libro impreso. Durante varias mañanas
salí con él al campo. Allí, bajo los olivares o en un poyo del
puente de las Golondrinas, me lo leía en alta voz, no hallando ya
correcciones que hacerle. Lo medité antes mucho. (<<¡A lo
mejor te dan el premio!>>) ¿Qué hacer con él? ¿Qué editor
de Madrid iba a atreverse a publicarlo? La poesía no era negocio.
Juan Ramón Jiménez en esa época se editaba sus propios libros.
Apenas 500 ejemplares. ¿Por qué no seguir el consejo de Claudio de
la Torre? Había que decidirse. Pasaba el tiempo y el plazo de
admisión se cerraba. Una tarde, acabado el reposo del almuerzo,
empaqueté dos copias, me fui al correo y con sellos de urgencia las
envié a Madrid, a nombre de José María Chacón y Calvo. En cara
aparte suplicaba al escritor cubano hiciese llegar una al Concurso
Nacional de Literatura. A los pocos días tuve respuesta de mi amigo:
había llegado tarde, pero unas mágicas pesetas a no sé qué
empleado del ministerio sirvieron para arreglarlo todo.
***
La
casa de Juan Ramón era todo lo contrario de aquellas tan criticadas
por él. Ayudado por Zenobia Camprubí, su admirable y paciente
mujer, había conseguido tenerla con un gusto y una elegancia
verdaderamente sencillos, naturales. Allí, en una habitación, para
mí misteriosa, pues ni en mis visitas sucesivas logré entrar en
ella, el poeta trabajaba de manera incansable, durante todo el día y
parte de la noche, siendo imposible verle, rechazando, negándose más
de alguna vez, hasta con su propia voz, a los visitantes. Desde la
portería de la casa le telefoneaban el nombre. A veces era el propio
interesado quien hablaba.
―Soy
fulano de tal.
Y
desde arriba, el mismo Juan Ramón contestaba, tranquilo:
―De
parte de Juan Ramón Jiménez, que no está en casa.
Le
desesperaba a este poeta, como a tantos, la interrupción inoportuna
de su recogimiento, la ruptura de ese silencio imprescindible para el
trabajo pleno y gustoso, cosas que suceden con demasiada frecuencia
cuando se vive en la gran ciudad. En esas horas de profundo arrebato
creador, le molestaban a Juan Ramón hasta las visitas de su mujer.
Ésta me refirió que en más de una ocasión los atónitos ojos de
sus amigas vieron atravesar por la puerta del fondo de la sala un
biombo, extraña y moderna tentación de Jerónimo Bosch, como
movido por arte del diablo. Detrás iba, llevándolo, el poeta,
embozado en su barba, necesitado, por la razón que fuese, de pasar,
sin ser visto, a cualquier oro punto de la casa.
En
aquella buscada soledad, en medio de Madrid, Juan Ramón producía,
limaba, retocaba, barajaba a derecha e izquierda, la Obra, como él,
así, con mayúsculas, la llamaba.
***
Entretanto,
y en medio de uno de los ensayos de mi obra, entré en contacto más
directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había sido presentado
una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del
Paseo de Rosales ―balcón
abierto a las encinas de El Pardo y frente a El Escorial contra el
azul celeste de los montes guadarrameños―,
pero con la condición de que nos leyera algo, lo que más le
gustase, sus últimas poesías...
―¡Hombre,
no! Verá usted ―me
atajó―. Prefería
leerles mi última obra de teatro, aún en borrador: El hermano
Juan. Va a interesarles.
¡Tarde
de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos invitado a César
Vallejo, el triste y hondo poeta <<cholo>> peruano,
perseguido político, refugiado entonces en España. Más que el
sentido de El hermano Juan, atendí a la hermosa figura de
Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al ardoroso ahínco
puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a menudo
andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número
excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No
atendí, no, a aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la
publicó. No la recuerdo hoy, pues me golpeó más, como digo, el
espectáculo que me daba aquel potente viejo, su magnífica lección
de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo. Cuando casi pasadas
tres horas dio por terminado su drama, todavía tuvo gracia y
arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos del
chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba
garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio
de la calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más
inesperados. Así, aquella tarde, en nuestra casa, con el sol último
de la serranía, nos descifró un arisco y hermoso poema dedicado al
bisonte de la caverna de Altamira y una canción de cuna para su
nieto recién nacido, delicia del balanceo musical, ave rara en su
jardín de esparto y duros viento.
***
Los
viejos vientos se alejaban...Paso a paso, tenaz, invadiendo mis
huellas, la Arboleda Perdida continuaba avanzado.
***
Rafael
Alberti. “La arboleda perdida. Memorias. (libros I y II)”. 1988,
Editorial Seix Barral.
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