Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Rafael Alberti (II)



Fragmentos:



      Una noche, de pronto, comprendí que mi libro Mar y tierra estaba terminado. No había más que añadir. La copia a máquina tres ejemplares era perfecta. Hasta parecía ya un libro impreso. Durante varias mañanas salí con él al campo. Allí, bajo los olivares o en un poyo del puente de las Golondrinas, me lo leía en alta voz, no hallando ya correcciones que hacerle. Lo medité antes mucho. (<<¡A lo mejor te dan el premio!>>) ¿Qué hacer con él? ¿Qué editor de Madrid iba a atreverse a publicarlo? La poesía no era negocio. Juan Ramón Jiménez en esa época se editaba sus propios libros. Apenas 500 ejemplares. ¿Por qué no seguir el consejo de Claudio de la Torre? Había que decidirse. Pasaba el tiempo y el plazo de admisión se cerraba. Una tarde, acabado el reposo del almuerzo, empaqueté dos copias, me fui al correo y con sellos de urgencia las envié a Madrid, a nombre de José María Chacón y Calvo. En cara aparte suplicaba al escritor cubano hiciese llegar una al Concurso Nacional de Literatura. A los pocos días tuve respuesta de mi amigo: había llegado tarde, pero unas mágicas pesetas a no sé qué empleado del ministerio sirvieron para arreglarlo todo.

***




      La casa de Juan Ramón era todo lo contrario de aquellas tan criticadas por él. Ayudado por Zenobia Camprubí, su admirable y paciente mujer, había conseguido tenerla con un gusto y una elegancia verdaderamente sencillos, naturales. Allí, en una habitación, para mí misteriosa, pues ni en mis visitas sucesivas logré entrar en ella, el poeta trabajaba de manera incansable, durante todo el día y parte de la noche, siendo imposible verle, rechazando, negándose más de alguna vez, hasta con su propia voz, a los visitantes. Desde la portería de la casa le telefoneaban el nombre. A veces era el propio interesado quien hablaba.
      ―Soy fulano de tal.
      Y desde arriba, el mismo Juan Ramón contestaba, tranquilo:
      ―De parte de Juan Ramón Jiménez, que no está en casa.
      Le desesperaba a este poeta, como a tantos, la interrupción inoportuna de su recogimiento, la ruptura de ese silencio imprescindible para el trabajo pleno y gustoso, cosas que suceden con demasiada frecuencia cuando se vive en la gran ciudad. En esas horas de profundo arrebato creador, le molestaban a Juan Ramón hasta las visitas de su mujer. Ésta me refirió que en más de una ocasión los atónitos ojos de sus amigas vieron atravesar por la puerta del fondo de la sala un biombo, extraña y moderna tentación de Jerónimo Bosch, como movido por arte del diablo. Detrás iba, llevándolo, el poeta, embozado en su barba, necesitado, por la razón que fuese, de pasar, sin ser visto, a cualquier oro punto de la casa.
      En aquella buscada soledad, en medio de Madrid, Juan Ramón producía, limaba, retocaba, barajaba a derecha e izquierda, la Obra, como él, así, con mayúsculas, la llamaba.

***






      Entretanto, y en medio de uno de los ensayos de mi obra, entré en contacto más directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había sido presentado una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del Paseo de Rosales balcón abierto a las encinas de El Pardo y frente a El Escorial contra el azul celeste de los montes guadarrameños, pero con la condición de que nos leyera algo, lo que más le gustase, sus últimas poesías...
      ―¡Hombre, no! Verá usted me atajó. Prefería leerles mi última obra de teatro, aún en borrador: El hermano Juan. Va a interesarles.
      ¡Tarde de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos invitado a César Vallejo, el triste y hondo poeta <<cholo>> peruano, perseguido político, refugiado entonces en España. Más que el sentido de El hermano Juan, atendí a la hermosa figura de Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a menudo andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No atendí, no, a aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la publicó. No la recuerdo hoy, pues me golpeó más, como digo, el espectáculo que me daba aquel potente viejo, su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo. Cuando casi pasadas tres horas dio por terminado su drama, todavía tuvo gracia y arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos del chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio de la calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más inesperados. Así, aquella tarde, en nuestra casa, con el sol último de la serranía, nos descifró un arisco y hermoso poema dedicado al bisonte de la caverna de Altamira y una canción de cuna para su nieto recién nacido, delicia del balanceo musical, ave rara en su jardín de esparto y duros viento.

***




      Los viejos vientos se alejaban...Paso a paso, tenaz, invadiendo mis huellas, la Arboleda Perdida continuaba avanzado.

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Rafael Alberti. “La arboleda perdida. Memorias. (libros I y II)”. 1988, Editorial Seix Barral.




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