Fragmentos:
Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento de tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en un casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.
Para
empezar, ¿qué sabe un adulto de su niñez? Pues me temo que poco
más que un niño de su futuro. Con respecto al tiempo, estamos
siempre entre dos fantasmagorías, y lo que nos sucedió ayer por la
tarde no es menos neblinoso que lo que habrá de pasarnos mañana por
la mañana. De todas formas, si no tiene usted inconveniente, le
hablaré durante un rato, así por encima, de esa masa de niebla que
he ido dejando atrás, a pesar de que comprendo que la niebla es un
mal asunto de conversación.
***
A
mis trece años, mi madre me dijo que tendría que ponerme a
trabajar. Me lo dijo con la voz llorosa, aunque los ojos no le
lloraban. Yo fomentaba ideales de futuro, como es lógico suponer: un
día me levantaba con el afán de convertirme en contramaestre, por
aquella querencia marítima que mi padre me inculcó; otro día con
la intención inamovible de ser un cirujano experimentalista, por el
prestigio que infundían a la perversidad las películas
protagonizadas por el doctor Frankenstein y por otros caballeros de
ciencia escorados a la locura, y al día siguiente barajaba la utopía
de montar algún negocio inaudito en quién sabe qué selva
inexplorada para hacerme rico y vivir a mi aire.
Creo
―lo
creo hoy―
que la decisión de mi madre de apartarme de los estudios tuvo tanto
de drástica como de dramática, de trampa dramática más bien, de
propensión suya al patetismo, ya que tampoco pasábamos apuros
irresolubles, y niños más pobres hubo que se titularon de
bachiller. Sólo con haber vendido sus cosas de oro, el problema se
hubiese resuelto, y conste que no refiero como reproche, sino desde
la perplejidad.
***
Miguel Beltrán, que empezó a estudiar la carrera de derecho y que acabó vendiendo hachís al detalle, heredó de su madrina una casa de vecinos en el barrio marinero. La casa, que era un laberinto de cuartos y patios, estaba ruinosa, invadida por las pulgas, las cucarachas y las ratas, pero él decidió fundar en ella una especie de comuna, proyecto suscrito con entusiasmo por Cupido López, que se limitó a objetar que el hecho de cobrar un alquiler a los comuneros era algo que no aprobaría Mijaíl Bakunin, a lo que Miguel Beltrán replicó que él no era Mijaíl Bakunin.
Mientras se fraguaba aquella utopía, yo andaba en mi utopía particular de monje entre budista y sartreano, tomándole gusto a la autocompasión, aunque añorante también de todo aquello que apenas unas semanas antes había sustentado mi sistema de estímulos: los canutos, el folleteo y la parola errática con los clarividentes habituales del Hades.
***
El
salón de la casa de Escapachini era una biblioteca por tres de sus
cuatro flancos, del suelo al techo. Supongo que, a pesar de tener
vista de topo, necesitaba la compañía callada de sus libros, que
habían sido al fin y al cabo el manantial de su erudición, por
defectuosa que esta fuese, que ero era algo para lo que yo no
disponía de criterio. Las baldas rebosaban en desorden y había
también volúmenes apilados en el suelo del salón y a lo largo del
pasillo, como contrafuertes de sabiduría. El lomo de casi todos
tenían colores otoñales, en diversos tonos de hojarasca, algunos de
ellos enseñando las costuras y otros descascarillados y cuarteados
por el uso, así como unos cuantos encuadernados en piel, que eran
los aristócratas de aquel fárrago. Tonos de hojarasca, en fin, y
olor a eso: a hojarasca levemente fermentada, en un proceso sutil de
descomposición, supongo que debido a las humedades y a los vientos
salinos, que vienen a ser veneno en rama para el papel. Me arrobé
ante la visión de aquel amasijo de libros y me dije, con una voz
interior de tono alegre, que algún día iba a tener yo una
biblioteca como aquella, profusa y aromática, para dedicarme al
estudio y a la meditación y no irme del mundo sin enterarme ni de la
milésima parte de su misterio infinito, del que los libros dan
cuenta en la medida en que saben y pueden, excepción hecha ―al
parecer―
de los que firmaba el propio Escapachini, por esa cosa suya del
fantaseo libre con la historia.
***
Algo
que me llamó mucho la atención fueron las batidas nocturnas que
daban los estudiantes en busca de enseres que pudieran servirles para
acondicionar sus pisos recién alquilados. Cádiz era una ciudad
estadísticamente pobre, pero la gente tiraba a la basura muchas
cosas: butacones y sofás, comedores y dormitorios, percheros y
sillas, cómodas y consolas. De noche, parecía que una pleamar había
dejado en las calles los pecios provenientes de un maremoto ocurrido
en la otra punta del planeta, y algo tenía la ciudad a esas horas de
instalación vanguardista: un taburete en la acera al lado de una
lámpara, o una trompeta de plástico sobre una lavadora, y así. Las
cuadrillas de estudiantes seleccionaban lo útil y lo cargaban hasta
sus viviendas, en una procesión festiva de chamarileros ocasionales.
Nosotros
no teníamos necesidad de mobiliario, pero una noche recogimos una
mesita de café que, según el Fiti, era de estilo fernandino y
además de caoba, conclusión a la que llegó tras raspar con una
llave un tramo de la capa de pintura verde que le recubría. <<Mi
bisabuela paterna, que se pasaba la vida en las subastas, se empeñó
en que aprendiera de niño los estilos decorativos>>, me
aseguró, supongo que para yo no pensase que su buen ojo para
adivinar la caoba debajo de una capa de pintura verde se debía a
facultades paranormales. Al día siguiente, llevamos la mesita a un
medio anticuario y medio ropavejero de la calle Rosario al que
llamaban el Náutico, que nos dio por ella cuatrocientas pesetas,
dinero que invertimos en el bingo del Casino Gaditano para perderlo
en menos de lo que se cuenta, aunque con esa alegría que regala el
bromear con los azares.
***
Felipe
Benítez Reyes. “El azar y viceversa”. 2016, Ediciones Destino.
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