Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 9 de octubre de 2016

Sergi Pàmies




CUMPLEAÑOS



      La mujer le dijo que pensara un deseo. Él sonrió. Había comido demasiado y la barriga le pesaba como un saco de arena empapada. No podía hablar. Miró cómo su madre encendía las velas mientras volvía a contarles todos los detalles del parto. Alguien bajó la persiana y él se concentró en el círculo de fuego que presidía la mesa. La mujer le besó en la mejilla y repitió:
      ―Piensa un deseo.
      Recordó cumpleaños anteriores. Había deseado balones de fútbol, ir a esquiar, patines, chicas imposibles, una Mobylette y una guitarra eléctrica. Nada se había realizado. Lógicamente había que olvidarse del ritual, soplar y dejarse de cuentos, pero en el último momento, cuando el cerebro reconocía que aquello era impropio de personas adultas, sentía la tentación de repetirlo, y, esta vez, con más ambición que nunca.
      Deseó tener una casa cerca del mar y desayunar en la cama con una chica imprecisa pero rubia, alegre y extranjera. No le parecía difícil tener perros,
ni encender la chimenea, ni fumar en pipa. Se dejaría barba, pero una barba de veras y no aquella moqueta leprosa que le cubría parcialmente las mejillas. A veces, sentiría la imperiosa necesidad de estar a solas y escaparía a navegar en un yate de dos velas hasta encontrarse a sí mismo. Nunca se marearía. No tendría vecinos pero sí unos cuantos amigos que irían a verle y le dirían <<qué casa más bonita>>, y les invitaría a quedarse todo el fin de semana. Comerían en el jardín. La chica rubia le besaría la oreja murmurando <<te quiero>>, pero no con excesiva frecuencia, para no aburrirle. Follarían mucho y bien. De fondo: música buena, una cinta de tres horas para no tener que levantarse constantemente. Coleccionaría algo curioso, para sentirse orgulloso de ello y provocar la envidía de alguien. Sería tan listo que podría explicar por qué los dinosaurios desaparecieron de la capa de la Tierra, y sabría reparar la junta de la culata. Cocinaría muy de vex en cuando, rodeado de criadas que le cortarían perfectas rodajas de limón y pondrían perejil allí donde hay que poner perejil.
      ―No habría límites pensaba mientras aspiraba aire.
      A la larga, se cansaría de la rubia alegre, y conocería a otra chica: autoestopista. Se parecería a Ornella Muti y se la llevaría a casa. De niña, ella habría sido muy desgraciada, y todo aquel lujo le parecería de las mil y una noches. Despediría violentamente a la primera criada que se atreviera a hurgarle los bolsillos. Hablaría idiomas. Ornella Muti le daría un hijo que se llamaría como él: Eustaquio. Le compraría un poney y una tabla de wind-surfing.
      Se acercó al pastel: treinta llamas bailando y desafiándole. Sopló. Muchas velas se apagaron al instante, pero otras, por el contrario, resistían el temporal de una forma insolente. Sacó aire de los huesos, y lo consiguió. Todos aplaudieron. El corazón le latía a mil por hora. Cantaron la canción del chico excelente y su padre le abrazó. Estaba contento. Le gustaban estas fiestas porque podía beber más de la cuenta y olvidarse del trabajo. Su madre trajo moscatel y brindaron de nuevo por su cumpleaños.
      A la hora de los regalos se probó un jersey de cuadros verdinegros y una camisa de mil rayas. Tuvo que decir que le gustaba mucho un libro, pese a que no le interesara en absoluto la vida de las ranas. Después fumó: un habano interminable que le llenaba los pulmones de una niebla soporífera. Se había desabrochado los pantalones y pensaba que, tarde o temprano, tendría que comenzar a hacer régimen. Finalmente eructó, abandonó el cigarro en el cenicero, y se durmió en la butaca de su padre.
      Se fueron al atardecer. Ella conducía. Parados en un semáforo, se besaron sin pasión. Como los pájaros. Aparcaron el coche y, en el ascensor, se quejó, porque al día siguiente tenía que ir a trabajar. Después de ducharse lavarse los dientes, se metió en la cama. No leyó. Roncó toda la noche.
Le ha despertado el rumor del mar. Se ha frotado los ojos y a esperado a que se hiciera de día. Se ha levantado. Ha abierto la ventana, ha mirado a la playa, y ha pensado que hacía un día espléndido para salir a navegar. Se ha rascado la espesa barba y ha llamado a su hijo, que hacía equilibrios entre las olas. El chico, sin embargo, no le ha oído. Ha vuelto a la cama. Ha leído un artículo que hablaba de una especie de sapo en extinción. Ha entrado una chica cantando el <<Happy Birthday to You>>. Es morena. El ha reído cuando ha recordado que, efectivamente, hoy cumple treinta años. La chica sostenía una bandeja con un pastel de nata salpicado de velas.
      ―Por muchos años ha dicho.
      Ha estado a punto de soplar pero ella le ha tapado la boca con la mano. Olía a limón. Se han mirado fijamente y él ha tenido la sensación de que se querían. Se lo habría dicho, pero la chica ha sonreído y con una voz cálida y serena le ha ordenado:
      ―Piensa un deseo.










LA RUTA DE LOS CAIMANES.


A Marlen Martínez



      Lo que más le gusta es recorrer las agencias y recoger folletos ilustrados con fotografías de chicas semidesnudas que gotean piña colada bajo un sol tropical. Y se entusiasma descubriendo si es más fácil ir por París o, pasando por Londres, conectar con un vuelo chárter, o llegar allí con Spantax.
      Cuando alguien tiene la brillante idea de recomendarle un país diferente, argumentando que no hay nada comparable a la exótica ruta de los caimanes, él objeta deficiencias hoteleras y subraya el inconveniente de la falta de alcohol y de carne de cerdo.
      Siempre hay un listo dispuesto a darle lecciones y repetirle las anécdotas que el tiempo y las versiones han ido convirtiendo en mentiras inútiles. Por dicho motivo, procura evitar las opiniones personales. Si alguien le dice <<Creo que es una ciudad violenta a todos los niveles>>, agradece el comentario y se esfuma discretamente. Por el contrario, anota cualquier nformación que se refiera al horario de los museos, al color de los taxis o a la moneda que se precisa para llamar desde una cabina. Después, lo deposita todo en una libreta y repasa el mapa de la ciudad.
      Con una chincheta roja ha situado el hotel, entre el parque y la estación central de autobuses. Las chinchetas verdes significan direcciones de posible utilidad: consulados, dispensarios, oficinas de correos y comisarías. Las azules indican teatros, cines y salas de baile. Para marcar las visitas indispensables utiliza chinchetas amarillas, que se esparcen por el mapa como una epidemia. Además son variables. Un restaurante albanés inicialmente considerado indispensable es descartado cuando se entera de que el local ha cambiado de propietario y se ha convertido en una peluquería canina.
      Puede ocurrir que, en un punto determinado, coincidan dos o más chinchetas de colores diferentes, como por ejemplo en un parque (amarilla) donde haya una oficina de correos (verde) y un cine de verano (azul). Evidentemente, la mayor densidad de chinchetas corresponde al barrio de los rascacielos, donde en un mismo edificio pueden convivir un par de consulados, una tienda de discos y un bar con una vista espléndida.
      No hace caso de las guías. Aprovecha únicamente los datos objetivos y se divierte comprobando que lo que para unos resulta popular y simpático es considerado por otros como poco recomendable y con frecuencia peligroso.
      Estudia los transportes públicos y decide la combinación idónea para ir de la playa al hotel, y del parque al teatro. Meticulosamente, ha programado la estancia calculando el rato que dedicará a los museos, a los cines y a los monumentos. No piensa en otra cosa. Hace días que se imagina cruzando puentes interminables, alquilando una bicicleta para pasear por el parque, subiendo en ascensor a la terraza de un rascacielos, visitando unos grandes almacenes con la lista de encargos, eligiendo entre cien camisetas las cuatro más insólitas.
      Una semana antes de partir ya tiene la bolsa preparada. Cada día descubre que ha olvidado un espray de espuma de afeitar, pilas para la radio, un nuevo traje de baño o una camisa de verano.
      La noche antes de la salida tiene que tomar un somnífero. Sueña que la luna es el desagüe de un fregadero de mármol negro. Por la mañana se levanta con la boca pastosa y un desasosiego familiar royéndole el estómago. Desayuna parcamente: un café cargado y un pastel de almendras. No discute con el taxista que le cobra en exceso por supuestos suplementos de equipaje y de aeropuerto. Tampoco se altera por el retraso de media hora anunciado por la compañía. Factura las maletas, compra cuatro revistas y se sienta a esperar la hora de la salida.
      En el avión, intenta dormir. Le interrumpen con propuestas de zumo de naranja, prensa extranjera, almuerzos, proyecciones de video y una conversación intermitente con un judío que regresa a casa.
      Siete horas después llega a la ciudad. Descubre que, efectivamente, los taxis son de color amarillo. Por la ventana, reconoce una tras otra todas las chinchetas azules, verdes, amarillas. Sonríe viendo cómo la estatua mítica no es, ni con mucho, tan alta como creía.
      En el hotel un irlandés pelirrojo lamenta haberle cambiado de habitación, pero un congreso de pediatras ha complicado las cosas. Acepta las explicaciones y pide que le despierten a las ocho y media. La cama no es muy cómoda, pero la bañera es grande. Se duerme contemplando el anuncio televisivo de un comerciante histérico que promete las rebajas del siglo mientras gesticula entre ollas, ventiladores y un tipo minúsculo de radiocassettes.
      A partir de entonces ya nada le importa. Ni confundir el color de las chinchetas ni descubrir las maravillas de un restaurante portorriqueño que no figura en ninguna de las cinco guías que ha leído. Ni que el museo de arte moderno esté cerrado por obras hasta el mes de noviembre. Ni que las altísimas torres del puerto hayan cambiado el horario de visita. Cada noche, después de haber paseado anárquicamente por las calles y por los bares (¿chincheta amarilla?), se emborracha contemplando el espectáculo de la avenida. Desde la ventana del hotel, observa al negro que patina esquivando enormes limousines en las que se oculta la papada implacable de un mafioso. No querría regresar si no fuera porque siente la inevitable tentación de preparar más viajes. De comprobar, finalmente, si pese a la falta de alcohol y de carne de cerdo, la ruta de los caimanes es tan exótica como dicen.







Sergi Pàmies. “Debería caérsete la cara de vergüenza”. 1987, Anagrama




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