CUMPLEAÑOS
La
mujer le dijo que pensara un deseo. Él sonrió. Había comido
demasiado y la barriga le pesaba como un saco de arena empapada. No
podía hablar. Miró cómo su madre encendía las velas mientras
volvía a contarles todos los detalles del parto. Alguien bajó la
persiana y él se concentró en el círculo de fuego que presidía la
mesa. La mujer le besó en la mejilla y repitió:
―Piensa
un deseo.
Recordó
cumpleaños anteriores. Había deseado balones de fútbol, ir a
esquiar, patines, chicas imposibles, una Mobylette y una guitarra
eléctrica. Nada se había realizado. Lógicamente había que
olvidarse del ritual, soplar y dejarse de cuentos, pero en el último
momento, cuando el cerebro reconocía que aquello era impropio de
personas adultas, sentía la tentación de repetirlo, y, esta vez,
con más ambición que nunca.
Deseó
tener una casa cerca del mar y desayunar en la cama con una chica
imprecisa pero rubia, alegre y extranjera. No le parecía difícil
tener perros,
ni
encender la chimenea, ni fumar en pipa. Se dejaría barba, pero una
barba de veras y no aquella moqueta leprosa que le cubría
parcialmente las mejillas. A veces, sentiría la imperiosa necesidad
de estar a solas y escaparía a navegar en un yate de dos velas hasta
encontrarse a sí mismo. Nunca se marearía. No tendría vecinos pero
sí unos cuantos amigos que irían a verle y le dirían <<qué
casa más bonita>>, y les invitaría a quedarse todo el fin de
semana. Comerían en el jardín. La chica rubia le besaría la oreja
murmurando <<te quiero>>, pero no con excesiva
frecuencia, para no aburrirle. Follarían mucho y bien. De fondo:
música buena, una cinta de tres horas para no tener que levantarse
constantemente. Coleccionaría algo curioso, para sentirse orgulloso
de ello y provocar la envidía de alguien. Sería tan listo que
podría explicar por qué los dinosaurios desaparecieron de la capa
de la Tierra, y sabría reparar la junta de la culata. Cocinaría muy
de vex en cuando, rodeado de criadas que le cortarían perfectas
rodajas de limón y pondrían perejil allí donde hay que poner
perejil.
―No
habría límites ―pensaba
mientras aspiraba aire.
A
la larga, se cansaría de la rubia alegre, y conocería a otra chica:
autoestopista. Se parecería a Ornella Muti y se la llevaría a casa.
De niña, ella habría sido muy desgraciada, y todo aquel lujo le
parecería de las mil y una noches. Despediría violentamente a la
primera criada que se atreviera a hurgarle los bolsillos. Hablaría
idiomas. Ornella Muti le daría un hijo que se llamaría como él:
Eustaquio. Le compraría un poney y una tabla de wind-surfing.
Se
acercó al pastel: treinta llamas bailando y desafiándole. Sopló.
Muchas velas se apagaron al instante, pero otras, por el contrario,
resistían el temporal de una forma insolente. Sacó aire de los
huesos, y lo consiguió. Todos aplaudieron. El corazón le latía a
mil por hora. Cantaron la canción del chico excelente y su padre le
abrazó. Estaba contento. Le gustaban estas fiestas porque podía
beber más de la cuenta y olvidarse del trabajo. Su madre trajo
moscatel y brindaron de nuevo por su cumpleaños.
A
la hora de los regalos se probó un jersey de cuadros verdinegros y
una camisa de mil rayas. Tuvo que decir que le gustaba mucho un
libro, pese a que no le interesara en absoluto la vida de las ranas.
Después fumó: un habano interminable que le llenaba los pulmones de
una niebla soporífera. Se había desabrochado los pantalones y
pensaba que, tarde o temprano, tendría que comenzar a hacer régimen.
Finalmente eructó, abandonó el cigarro en el cenicero, y se durmió
en la butaca de su padre.
Se
fueron al atardecer. Ella conducía. Parados en un semáforo, se
besaron sin pasión. Como los pájaros. Aparcaron el coche y, en el
ascensor, se quejó, porque al día siguiente tenía que ir a
trabajar. Después de ducharse lavarse los dientes, se metió en la
cama. No leyó. Roncó toda la noche.
Le
ha despertado el rumor del mar. Se ha frotado los ojos y a esperado a
que se hiciera de día. Se ha levantado. Ha abierto la ventana, ha
mirado a la playa, y ha pensado que hacía un día espléndido para
salir a navegar. Se ha rascado la espesa barba y ha llamado a su
hijo, que hacía equilibrios entre las olas. El chico, sin embargo,
no le ha oído. Ha vuelto a la cama. Ha leído un artículo que
hablaba de una especie de sapo en extinción. Ha entrado una chica
cantando el <<Happy Birthday to You>>. Es morena. El ha
reído cuando ha recordado que, efectivamente, hoy cumple treinta
años. La chica sostenía una bandeja con un pastel de nata salpicado
de velas.
―Por
muchos años ―ha
dicho.
Ha
estado a punto de soplar pero ella le ha tapado la boca con la mano.
Olía a limón. Se han mirado fijamente y él ha tenido la sensación
de que se querían. Se lo habría dicho, pero la chica ha sonreído y
con una voz cálida y serena le ha ordenado:
―Piensa
un deseo.
LA
RUTA DE LOS CAIMANES.
A
Marlen Martínez
Lo
que más le gusta es recorrer las agencias y recoger folletos
ilustrados con fotografías de chicas semidesnudas que gotean piña
colada bajo un sol tropical. Y se entusiasma descubriendo si es más
fácil ir por París o, pasando por Londres, conectar con un vuelo
chárter, o llegar allí con Spantax.
Cuando
alguien tiene la brillante idea de recomendarle un país diferente,
argumentando que no hay nada comparable a la exótica ruta de los
caimanes, él objeta deficiencias hoteleras y subraya el
inconveniente de la falta de alcohol y de carne de cerdo.
Siempre
hay un listo dispuesto a darle lecciones y repetirle las anécdotas
que el tiempo y las versiones han ido convirtiendo en mentiras
inútiles. Por dicho motivo, procura evitar las opiniones personales.
Si alguien le dice <<Creo que es una ciudad violenta a todos
los niveles>>, agradece el comentario y se esfuma
discretamente. Por el contrario, anota cualquier nformación que se
refiera al horario de los museos, al color de los taxis o a la moneda
que se precisa para llamar desde una cabina. Después, lo deposita
todo en una libreta y repasa el mapa de la ciudad.
Con
una chincheta roja ha situado el hotel, entre el parque y la estación
central de autobuses. Las chinchetas verdes significan direcciones de
posible utilidad: consulados, dispensarios, oficinas de correos y
comisarías. Las azules indican teatros, cines y salas de baile. Para
marcar las visitas indispensables utiliza chinchetas amarillas, que
se esparcen por el mapa como una epidemia. Además son variables. Un
restaurante albanés inicialmente considerado indispensable es
descartado cuando se entera de que el local ha cambiado de
propietario y se ha convertido en una peluquería canina.
Puede
ocurrir que, en un punto determinado, coincidan dos o más chinchetas
de colores diferentes, como por ejemplo en un parque (amarilla)
donde haya una oficina de correos (verde) y un cine de verano (azul).
Evidentemente, la mayor densidad de chinchetas corresponde al barrio
de los rascacielos, donde en un mismo edificio pueden convivir un par
de consulados, una tienda de discos y un bar con una vista
espléndida.
No
hace caso de las guías. Aprovecha únicamente los datos objetivos y
se divierte comprobando que lo que para unos resulta popular y
simpático es considerado por otros como poco recomendable y con
frecuencia peligroso.
Estudia
los transportes públicos y decide la combinación idónea para ir de
la playa al hotel, y del parque al teatro. Meticulosamente, ha
programado la estancia calculando el rato que dedicará a los museos,
a los cines y a los monumentos. No piensa en otra cosa. Hace días
que se imagina cruzando puentes interminables, alquilando una
bicicleta para pasear por el parque, subiendo en ascensor a la
terraza de un rascacielos, visitando unos grandes almacenes con la
lista de encargos, eligiendo entre cien camisetas las cuatro más
insólitas.
Una
semana antes de partir ya tiene la bolsa preparada. Cada día
descubre que ha olvidado un espray de espuma de afeitar, pilas para
la radio, un nuevo traje de baño o una camisa de verano.
La
noche antes de la salida tiene que tomar un somnífero. Sueña que la
luna es el desagüe de un fregadero de mármol negro. Por la mañana
se levanta con la boca pastosa y un desasosiego familiar royéndole
el estómago. Desayuna parcamente: un café cargado y un pastel de
almendras. No discute con el taxista que le cobra en exceso por
supuestos suplementos de equipaje y de aeropuerto. Tampoco se altera
por el retraso de media hora anunciado por la compañía. Factura las
maletas, compra cuatro revistas y se sienta a esperar la hora de la
salida.
En
el avión, intenta dormir. Le interrumpen con propuestas de zumo de
naranja, prensa extranjera, almuerzos, proyecciones de video y una
conversación intermitente con un judío que regresa a casa.
Siete
horas después llega a la ciudad. Descubre que, efectivamente, los
taxis son de color amarillo. Por la ventana, reconoce una tras otra
todas las chinchetas azules, verdes, amarillas. Sonríe viendo cómo
la estatua mítica no es, ni con mucho, tan alta como creía.
En
el hotel un irlandés pelirrojo lamenta haberle cambiado de
habitación, pero un congreso de pediatras ha complicado las cosas.
Acepta las explicaciones y pide que le despierten a las ocho y media.
La cama no es muy cómoda, pero la bañera es grande. Se duerme
contemplando el anuncio televisivo de un comerciante histérico que
promete las rebajas del siglo mientras gesticula entre ollas,
ventiladores y un tipo minúsculo de radiocassettes.
A
partir de entonces ya nada le importa. Ni confundir el color de las
chinchetas ni descubrir las maravillas de un restaurante
portorriqueño que no figura en ninguna de las cinco guías que ha
leído. Ni que el museo de arte moderno esté cerrado por obras hasta
el mes de noviembre. Ni que las altísimas torres del puerto hayan
cambiado el horario de visita. Cada noche, después de haber paseado
anárquicamente por las calles y por los bares (¿chincheta
amarilla?), se emborracha contemplando el espectáculo de la avenida.
Desde la ventana del hotel, observa al negro que patina esquivando
enormes limousines
en las que se oculta la papada implacable de un mafioso. No querría
regresar si no fuera porque siente la inevitable tentación de
preparar más viajes. De comprobar, finalmente, si pese a la falta de
alcohol y de carne de cerdo, la ruta de los caimanes es tan exótica
como dicen.
Sergi
Pàmies. “Debería caérsete la cara de vergüenza”. 1987,
Anagrama
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