AUTORRETRATO
DE UN VIEJO, AL ESTILO
SIENÉS
DE DOMENICO BECCAFUMI
¿Qué
extraño paso da el corazón, la mente,
la
desnudez del cuerpo, el hondo temblor de la materia,
cuando,
al fin, tras del camino de la sabiduría,
aún
en ese camino sabio, los grandes hombres
prefieren
la iluminación extraña del abandono,
y
se dejan ir, silentes, y brillan como transparente sílice,
alto
y solar, destrozados y mudos, férvidos y hermosos?
Se
cuenta que Goethe y también Erza Pound.
La
última vez que vi a Tadeus Aludra,
en
aquella mansión abarrotada de lienzos y de libros,
estaba
sentado en un butacón, silencioso,
mirando
por la ventana... ¿Cómo era posible
que
aquel hombre terrible y sabio, vividor y ardiente,
viejo
ya, pero lúcido, lúcido aún,
pareciese
cansado y tan perdido?
Me
alegra de verle ―dijo.
Pero nada me pida.
No
tengo ―créame
―absolutamente nada que
decir a nadie.
Después
del saber ―para no contradecir a la sabiduría―
después
del arte ―para no contradecir a la belleza―
después
del ardor ―para no contradecir a la vida―
el
final parece triste, lleno de saudade y humo,
aunque
posiblemente se trata de una impresión ilusoria...
No
tengo ―créame― absolutamente nada que decir a nadie.
Palabras
de sabio: fraternidad perfecta de los lobo con la
melancolía.
Tadeus
Aludra me miró, sentado y crepuscular, ya desde
otro
sitio.
ESAS
BRUJAS QUE AMAN LA BONDAD
Fue
una época muy dura en Tánger.
Los
extranjeros habían huido y una ola de puritanismo
asolaba
la ciudad.
La
vieja marquesa y yo
leíamos
a Francis Thompson,
y
naufragábamos en el opio y en la soledad.
Una
tarde, me presentó ella
una
gran muñeca vestida de madama del siglo XVIII,
con
pelucón de platino
y
labios de pitiminí.
Vestida
de seda cual una disparatada Pompadour...
¿Lo
hacemos?, me dijo la Marquesa.
Por
caridad, sí, vamos a hacerlo.
Y
sacamos los grandes cuchillos carniceros
y
los fuimos clavando en la madama de madera
con
rabia y odio y soeces palabras...
Al
cabo de una larga hora
de
cuchilladas y sangre seca y desmedido horror,
la
Marquesa y yo nos sentimos tranquilos
para
preparar el té.
A
veces ―querido― es necesario matar
a
la soledad. Porque no sabes qué hacer con ella:
la
soledad crece, se infla, engorda,
te
enturbia, te duele, te atraganta y deshace
la
vida. La soledad ―pregonan―
es
un fardo exquisito. Pero no es cierto.
La
soledad es mísera. La soledad nos detesta.
Siempre
―como tirana― quiere destruirnos...
Mañana
aparecerá alguien muy hermoso, mon cher,
e
incluso en este páramo de Tánger,
entre
los integristas y los desalmados,
sentiremos
un punto de luz...
El
marinero de los ojos grandes querrá ser tu amigo.
Y
como hemos matado a la soledad, querido,
no
digamos que la vida esté resuelta
―nunca
eso―
pero
ciertamente tendremos por delante,
cada
cual a su turno,
unas
maravillosas semanas de bondad.
La
muñecona dieciochesca yacía destrozada
en
el suelo, y sobre un Tánger vacío
corrían
atlánticas brisillas de dulzura y de sensualidad...
ELOGIO
DE LA PUREZA INTELECTUAL
Mi
querido Kropotkin, usted es un príncipe, al fin,
y
ha de serle difícil entender todo eso...
Créame
si le digo que es mucho más que admirable
que
alguien de su condición haya llegado a la justicia,
a
la compasión y la igualdad ―permita los términos―
llanamente
por su arte, por libros, por cálculos mentales...
Con
todo, y siendo tan altísimo ese valor
que
digo, seguro que usted ―perdóneme― no llega
a
darse cuenta de la terrible condición de los
desheredados,
de
quienes han visto el horror en los ojos cercanos,
y
han sabido que su casa sería profundamente negra.
Para
saber del daño ―dijo el abate, tan viejo―
es
necesario, para verdad conocerlo, haber sufrido
alguna
tan radical experiencia, que quede uno
marcado,
irremisiblemente, siempre. Ocurra lo que ocurra
luego.
Sólo
ese íntimo daño, querido amigo, hace saber
que
es más que verdad lo que los corazones limpios
(como
el suyo, no el mío) han descubierto en su belleza...
Yo
le hablaría de un niño huérfano, de apenas ocho años,
que
en el patio de un viejo seminario, en Caserta,
había
perdido el habla por la soledad, al morir su padre,
y
sintiéndose extraño, perdido y pobre, lloraba mudo
en
un rincón, casi sin saber porqué, terriblemente
desdichado...
Los
otros niños, al verle solo y triste, pasaban a su lado
y
se reían o ―los gallitos― le lanzaban una pulla
heridora.
Debería hablarle de ese niño, príncipe, pero hace
Debería hablarle de ese niño, príncipe, pero hace
muchos
años de aquello ―usted aún no habría nacido―
y
de ese niño ―al que usted quiere salvar, amigo mío―
nadie
se acuerda ya. Probablemente murió.
Al
menos, yo hice cuanto pude, créame, para matarle.
EL
SUEÑO PROFUNDO DE ESPAÑA
<<Alguna
vez he pensado que los españoles
―los
más verdaderos y profundos, quiero decir―
somos
los que hemos sobrevivido a España,
a
la tremenda tensión de sus proyectos frustrados
y
a los locos o infames despropósitos del clero...>>
Se
lo oí a Gustavo Sedón, en un antiguo café
muy
desportillado ya entonces, vecino a Cibeles...
Sendón
era viejo a la mirada de un joven,
pero
el cansancio de sus ojos se alumbraba
de
lujosas fosforescencias de perturbación y oro...
Me
había hablado de Fernando Pessoa
cuyo
cadáver ―enterrado frente a Camoens―
imaginaba,
en una metáfora macabra y barroca,
aún
con secretos de poeta prendidos a los raigones
de
su cahaqueta de pana vieja y su cenceña carne...
Al
llegar a España ―al asunto de España, siempre
en
liza, país de aullidos y pesadumbres,
de
extrañezas y esplendores, pesantez y cierzo―
Sendón
acentuó el cansancio: <<Como todo buen español,
mi
amigo, yo estoy absolutamente cansado de serlo.
Me
agobia la obtusez de mi país, me fascina
su
lujo, me atraen sus deliquios, y me hunde
hasta
la muerte su inútil brega, mano contra mano,
la
desazón clericanalla de su Iglesia obtusa
la
estupidez de sus señores de horca y cuchillo,
bárbaros
y lerdos, taurófilos y caballunos,
muertos
a la modernidad, absurdos en lo sublime...
No
crea que admiro a Francia. Es un tópico eso,
o
mejor, una muralla en la que nos refugiamos
quienes
fuimos ―psicológicamente―
abatidos a piedras
por
este pueblo cáprido y montaraz, insuflado
con
la fuerza terrorífica de la mística y salvaje
como
un comulgante del espíritu trágico,
un
pueblo seco y feraz, inmenso y muy vulgar...
Quizá
usted no lo entienda, siendo tan joven.
A
mi edad anhelo descansar de ser español
―una
fatiga tan insoportable como eterna―
mientras
veo cómo se hunden las falúas del Rey
en
Aranjuez y suena el órgano incendiado
del
Padre Soler y Bécquer agoniza en sífilis...
Descansar
de España. Matar a la inmortal España...
Sus
ministros de espada y voz, sus gobernantes
ahitos
de obispalía, su moral imbécil y plana,
su
Iglesia maldicente, sagrada y tan estéril...
Temo
que nunca cambiará. España ha sido un error.
Pero
algunos ―muchos
españoles― rozan la
magnificencia
y
duermen en la belleza lejana de Teotocópuli...
España
mata a sus hijos buenos. Los destruye...
Por
eso es un mito y no una realidad habitual.
¿Me
logra entender? No se preocupe, también usted
pagará
su tributo, morderá la derrota, escupirá su orden
y
querrá huir ―dejar de
ser español― y
descansar.
En
ese instante, en ese momento de clarividencia,
usted,
joven amigo, pertenecerá ya para siempre a
España.
Hijo
preclaro de un país infame. Un hombre mezquino
en
una patria fulgurante, celeste y abismal...
Como
el cadáver de Pessoa, España está muerta de vivos
secretos
y sólo ha muerto para vivir más metafísica,
sólo
para que sus heterónimos vivan, apátridas españoles,
mientras
la España berroqueña deafía cualquier civilidad...
Los
curas fusilan a los laicos. Y nuestras amas
beatas
han puesto a la puta egipcíaca en un gran altar...
Luis
Antonio de Villena. “Celebración del libertino”. 1998, Visor.
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