Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 8 de octubre de 2016

Luis Antonio de Villena




AUTORRETRATO DE UN VIEJO, AL ESTILO
SIENÉS DE DOMENICO BECCAFUMI


¿Qué extraño paso da el corazón, la mente,
la desnudez del cuerpo, el hondo temblor de la materia,
cuando, al fin, tras del camino de la sabiduría,
aún en ese camino sabio, los grandes hombres
prefieren la iluminación extraña del abandono,
y se dejan ir, silentes, y brillan como transparente sílice,
alto y solar, destrozados y mudos, férvidos y hermosos?
Se cuenta que Goethe y también Erza Pound.
La última vez que vi a Tadeus Aludra,
en aquella mansión abarrotada de lienzos y de libros,
estaba sentado en un butacón, silencioso,
mirando por la ventana... ¿Cómo era posible
que aquel hombre terrible y sabio, vividor y ardiente,
viejo ya, pero lúcido, lúcido aún,
pareciese cansado y tan perdido?
Me alegra de verle dijo. Pero nada me pida.
No tengo créame ―absolutamente nada que decir a nadie.
Después del saber ―para no contradecir a la sabiduría―
después del arte ―para no contradecir a la belleza―
después del ardor ―para no contradecir a la vida―
el final parece triste, lleno de saudade y humo,
aunque posiblemente se trata de una impresión ilusoria...
No tengo ―créame― absolutamente nada que decir a nadie.
Palabras de sabio: fraternidad perfecta de los lobo con la
     melancolía.
Tadeus Aludra me miró, sentado y crepuscular, ya desde
    otro sitio.






ESAS BRUJAS QUE AMAN LA BONDAD


Fue una época muy dura en Tánger.
Los extranjeros habían huido y una ola de puritanismo
asolaba la ciudad.
La vieja marquesa y yo
leíamos a Francis Thompson,
y naufragábamos en el opio y en la soledad.
Una tarde, me presentó ella
una gran muñeca vestida de madama del siglo XVIII,
con pelucón de platino
y labios de pitiminí.
Vestida de seda cual una disparatada Pompadour...
¿Lo hacemos?, me dijo la Marquesa.
Por caridad, sí, vamos a hacerlo.
Y sacamos los grandes cuchillos carniceros
y los fuimos clavando en la madama de madera
con rabia y odio y soeces palabras...
Al cabo de una larga hora
de cuchilladas y sangre seca y desmedido horror,
la Marquesa y yo nos sentimos tranquilos
para preparar el té.
A veces ―querido― es necesario matar
a la soledad. Porque no sabes qué hacer con ella:
la soledad crece, se infla, engorda,
te enturbia, te duele, te atraganta y deshace
la vida. La soledad ―pregonan―
es un fardo exquisito. Pero no es cierto.
La soledad es mísera. La soledad nos detesta.
Siempre ―como tirana― quiere destruirnos...
Mañana aparecerá alguien muy hermoso, mon cher,
e incluso en este páramo de Tánger,
entre los integristas y los desalmados,
sentiremos un punto de luz...
El marinero de los ojos grandes querrá ser tu amigo.
Y como hemos matado a la soledad, querido,
no digamos que la vida esté resuelta
nunca eso―
pero ciertamente tendremos por delante,
cada cual a su turno,
unas maravillosas semanas de bondad.
La muñecona dieciochesca yacía destrozada
en el suelo, y sobre un Tánger vacío
corrían atlánticas brisillas de dulzura y de sensualidad...






ELOGIO DE LA PUREZA INTELECTUAL


Mi querido Kropotkin, usted es un príncipe, al fin,
y ha de serle difícil entender todo eso...
Créame si le digo que es mucho más que admirable
que alguien de su condición haya llegado a la justicia,
a la compasión y la igualdad ―permita los términos―
llanamente por su arte, por libros, por cálculos mentales...
Con todo, y siendo tan altísimo ese valor
que digo, seguro que usted ―perdóneme― no llega
a darse cuenta de la terrible condición de los
     desheredados,
de quienes han visto el horror en los ojos cercanos,
y han sabido que su casa sería profundamente negra.
Para saber del daño ―dijo el abate, tan viejo―
es necesario, para verdad conocerlo, haber sufrido
alguna tan radical experiencia, que quede uno
marcado, irremisiblemente, siempre. Ocurra lo que ocurra
    luego.
Sólo ese íntimo daño, querido amigo, hace saber
que es más que verdad lo que los corazones limpios
(como el suyo, no el mío) han descubierto en su belleza...
Yo le hablaría de un niño huérfano, de apenas ocho años,
que en el patio de un viejo seminario, en Caserta,
había perdido el habla por la soledad, al morir su padre,
y sintiéndose extraño, perdido y pobre, lloraba mudo
en un rincón, casi sin saber porqué, terriblemente
     desdichado...
Los otros niños, al verle solo y triste, pasaban a su lado
y se reían o ―los gallitos― le lanzaban una pulla heridora.
Debería hablarle de ese niño, príncipe, pero hace
muchos años de aquello ―usted aún no habría nacido―
y de ese niño ―al que usted quiere salvar, amigo mío―
nadie se acuerda ya. Probablemente murió.
Al menos, yo hice cuanto pude, créame, para matarle.











EL SUEÑO PROFUNDO DE ESPAÑA


<<Alguna vez he pensado que los españoles
los más verdaderos y profundos, quiero decir―
somos los que hemos sobrevivido a España,
a la tremenda tensión de sus proyectos frustrados
y a los locos o infames despropósitos del clero...>>
Se lo oí a Gustavo Sedón, en un antiguo café
muy desportillado ya entonces, vecino a Cibeles...
Sendón era viejo a la mirada de un joven,
pero el cansancio de sus ojos se alumbraba
de lujosas fosforescencias de perturbación y oro...
Me había hablado de Fernando Pessoa
cuyo cadáver ―enterrado frente a Camoens―
imaginaba, en una metáfora macabra y barroca,
aún con secretos de poeta prendidos a los raigones
de su cahaqueta de pana vieja y su cenceña carne...
Al llegar a España ―al asunto de España, siempre
en liza, país de aullidos y pesadumbres,
de extrañezas y esplendores, pesantez y cierzo―
Sendón acentuó el cansancio: <<Como todo buen español,
mi amigo, yo estoy absolutamente cansado de serlo.
Me agobia la obtusez de mi país, me fascina
su lujo, me atraen sus deliquios, y me hunde
hasta la muerte su inútil brega, mano contra mano,
la desazón clericanalla de su Iglesia obtusa
la estupidez de sus señores de horca y cuchillo,
bárbaros y lerdos, taurófilos y caballunos,
muertos a la modernidad, absurdos en lo sublime...
No crea que admiro a Francia. Es un tópico eso,
o mejor, una muralla en la que nos refugiamos
quienes fuimos psicológicamente abatidos a piedras
por este pueblo cáprido y montaraz, insuflado
con la fuerza terrorífica de la mística y salvaje
como un comulgante del espíritu trágico,
un pueblo seco y feraz, inmenso y muy vulgar...
Quizá usted no lo entienda, siendo tan joven.
A mi edad anhelo descansar de ser español
una fatiga tan insoportable como eterna
mientras veo cómo se hunden las falúas del Rey
en Aranjuez y suena el órgano incendiado
del Padre Soler y Bécquer agoniza en sífilis...
Descansar de España. Matar a la inmortal España...
Sus ministros de espada y voz, sus gobernantes
ahitos de obispalía, su moral imbécil y plana,
su Iglesia maldicente, sagrada y tan estéril...
Temo que nunca cambiará. España ha sido un error.
Pero algunos muchos españoles rozan la
      magnificencia
y duermen en la belleza lejana de Teotocópuli...
España mata a sus hijos buenos. Los destruye...
Por eso es un mito y no una realidad habitual.
¿Me logra entender? No se preocupe, también usted
pagará su tributo, morderá la derrota, escupirá su orden
y querrá huir dejar de ser español y descansar.
En ese instante, en ese momento de clarividencia,
usted, joven amigo, pertenecerá ya para siempre a
     España.
Hijo preclaro de un país infame. Un hombre mezquino
en una patria fulgurante, celeste y abismal...
Como el cadáver de Pessoa, España está muerta de vivos
secretos y sólo ha muerto para vivir más metafísica,
sólo para que sus heterónimos vivan, apátridas españoles,
mientras la España berroqueña deafía cualquier civilidad...
Los curas fusilan a los laicos. Y nuestras amas
beatas han puesto a la puta egipcíaca en un gran altar...






Luis Antonio de Villena. “Celebración del libertino”. 1998, Visor.





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