Fragmentos:
Teníamos
un tío-abuelo, hermano de don Agustín, el padre de mi madre, que
era una maravilla de locura, de raro saber, inventiva y gracia. ¡El
tío Vicente! Nunca me cansaré de recordarle y extraer de él
sustancia y materia continuas para mi poesía teatral, ya lírica o
dramática.
Se
desvelaba gustoso mi tío Vicente por una hija, cuya avanzada
soltería fue derivando poco a poco en un extraño amor hacia los
santos y los gitanos pobres del barrio de la Rosa. Para mí tía
Josefa y sus desharrapados discípulos, pues ella gratuitamente y por
caridad les había abierto una escuela en un cuartucho bajo de su
propia casa, fabricaba su padre todos los años un Belén, con
seguridad el más raro y sorprendente de cuantos para aquella fecha
se ponían en el Puerto. Él mismo, con sus dedos amarillos y chatos,
modelaba en barro, que luego endurecía al sol de la azotea, los
pastores y los rebaños, la Sagrada Familia y Magos del Oriente, de
igual manera que el país para la representación del Misterio. Tanto
yo como Paquillo, el hijo del cochero, mis hermanos y primos le
ayudábamos a teñir con colores de óleo diluidos en aguarrás las
extrañas y prehistóricas figuras que iban saliendo de sus manos.
Recuerdo que, de pronto, en una de aquellas tardes de trabajo, y
aprovechando una ausencia momentánea del tío, me atreví a modelar
un camello, que le mostré tímidamente. No debió parecerle muy mal,
porque aquella misma noche figuró, junto a los otros Reyes
fabricados por él, camino del establo del niño Dios recién nacido.
Aquel
Nacimiento de mi tío-abuelo difería totalmente del de Federico. En
el de éste, los lentiscos, los pinos, los ríos ya regados por una
agua auténtica o simulada con cristales, los astros rutilantes de
papel de bombones, las nieves de albayalde o algodón en rama, lo
encendían de una cálida e íntima atmósfera poética, de la que
aún hoy me acuerdo con nostalgia. En cambio, en el del tío Vicente
todo era arisco y helador; duro como planeta petrificado. Por sus
torpones ríos y arroyuelos sólo rodaban barrizales, y los árboles
y las plantas que subían sus montes era desabridos y pálidos, igual
que los fingidos cereales que separadamente enlodaban los
cuaternarios huertos abrazados de sendas. ¡Triste Belén de arcilla,
de fango endurecido por un sol violento! ¡Desarreglado tinglado de
Navidad, que los gitanos contemplaban durante varias noches,
impasibles sus ojazos oscuros!
***
Tío
Vicente sabía muchos idiomas, incluso el árabe y el hebreo. Él
intentó enseñarme el inglés, proporcionándome por texto una
gramática dividida en cuarenta lecciones que desarrollaban la
historia del sultán Mohamed. Este sultán, según recuerdo, quería
aprender de su visir, pues lo entendía, el maravilloso lenguaje de
los pájaros. Aún hoy, a mis treinta y seis años, puedo repetir de
memoria los siete u ocho primeros capítulos de aquel libro: <<We
are told that the Sultan Mamuth...>>.
En
medio de estas clases, me hablaba mi tío de cosas impropias para mi
edad, cuya intención y significado no alcancé hasta más tarde. Era
enemigo acérrimo de Voltaire, a quien calificaba furiosamente de
<<impío>>; vivía obsesionado con los masones, de los
que me contaba infernales crímenes y sacrilegios; pero el hombre que
más le repugnaba era Emilio Zola. Con cierta complacencia me recalcó
un día la muerte de este gran escritor:
―Atufado
por un brasero; entre su propia mierda, como había vivido. Todas sus
asquerosas noveluchas están en el Índice. Prohibidas. Así que ya
lo sabes para cuando te tropieces con ellas.
(¡Pobre
tío ingenuo y fanático! Ahora te imagino, en esta noche llovida de
guerra, muerto de frío por los espacios celestes, nimbado de tus
pájaros y en un hombro aquel viejo loro real que tanto te quería.
Llevas miedo. Si miras a la tierra española, esa que cuando joven
cruzaste tantas veces en diligencia, la ves llena de resplandores, la
escuchas llena de estampidos, toda abierta de inmensos hoyos
resonantes de sangre. Tal vez Zola y Voltaire te vayan persiguiendo,
latentes en sus labios irónicos ciertas rudas preguntas, que tú
temes oír y esquivas aligerando el paso por los aires. También yo
quisiera decirte algo, tío: ¡Eh! ¿No me oyes? ¿Te tapas los
oídos? Es tu sobrino quien te grita. Desde Madrid. ¿No bajas? ¿Vas
acaso camino de Cádiz, de Sevilla o de Burgos? (Esta noche ha caído
Barcelona.) ¿Te alejas? ¡No me quieres ni ver! ¡Te avergüenzas de
mí, tío! ¡Mi pobre tío! ¡Adiós! Voltaire y Zola me comprenden.)
***
En
París, continúo estas memorias, estos queridísimos recuerdos de
mis primeros años en el mundo, esta dulce, triste y alegre arboleda
perdida de mi infancia. Son las cuatro y cinco de la madrugada. Día
seis de octubre. La guerra, otra vez. ¡Qué vacaciones más cortas,
Dios mío! Cuando apenas comenzaba a comprender de nuevo lo que es el
caminar tranquilo por una ciudad encendida, he aquí que Francia
entera se apaga de pronto, sonando las sirenas de alama en París y
los primeros cañonazos en la línea Maginot. Aquí vivo, desde el
doce de marzo. El día seis del mismo mes salí de España, de mi
preciosa y desventurada España, camino de Orán. (<<Servía en
Orán al rey...>>) Camino celeste, porque fui en avión, por
los cielos del Mediterráneo. En Elda (Alicante), última estación
del gobierno de la República, vi a Modesto. También, al doctor
Negrín. A Modesto, por última vez. En el jardinillo de la casa de
los generales Hidalgo de Cisneros y Colón, donde María Teresa y yo
nos alojábamos, inició Modesto para nosotros, en la noche de
apariencia tranquila, unos pasos de bulerías, con el magnífico
estilo del mejor bailador gaditano. Se río. <<Un día que
estemos solos bailaremos. Pero tiene que ser solos>>, recalcó
mirando a todas partes. Aquella misma madrugada se insurreccionó la
plaza fuerte de Cartagena, izando bandera monárquica en sus
fortines. Horas después, en Madrid, el coronel Segismundo Casado se
alzaba contra el gobierno Negrín, regalando a Franco nuestra dura,
adorable, invencible capital heroica, asombro del mundo durante más
de dos años. Camino de Orán, nos perdimos; por poco si caemos en
Melilla. Minutos después que el nuestro, aterrizaba otro avión en
el mismo aeródromo, trayendo a Pasionaria. El corazón de España
había sido vendido, traicionado, de nuevo.
Con
el alma llena de sangre nobilísima y los oídos de explosiones, he
andado por las calles de París y vivido con el grande y humano Pablo
Neruda, verdadero ángel para los españoles, en las orillas del
Sena, 31, Quai de l´Horloge. A mediados de agosto, con el natural
fin de no morir de hambre y evitar el ser carga para los nada
espléndidos miedosos franceses, María Teresa y yo aceptamos de la
radio París-Mondiale, por sugerencia y recomendación de Picasso, un
modesto ofrecimiento de simples traductores para las emisiones
castellanas dirigidas a la América Latina. ¿Qué llevo hecho en
estos meses? ¿Qué he producido? Apenas nada. Sólo he visto morir
de hambre y persecución a muchos buenos españoles y alejarse de las
costas de Europa a muy buenos amigos. Pero ya hablaré de esto algún
día. Los presentes son demasiado duros, demasiado tristes para
escribir de ellos. Quiero volver a aquellos otros de mi infancia
junto al mar de Cádiz, aireándome la frente con las ondas de los
pinares ribereños, sintiendo cómo se me llenan de arena los
zapatos, arena rubia de las dunas quemantes, sombreadas a trechos de
retamas.
***
Jamás
olvidaré mi <<leonera>>, mi cuarto encantador, el que
tantas alegrías y tantos angustiosos insomnios presenciara hasta que
de él salí definitivamente a mis veintiocho años. ¡Cuántos
amaneceres penetraron por su ventana, posándoseme sobre los ojos
enrojecidos de fatiga por la huida del sueños! Pero no fueron sólo
las albas despaciosas ni los ocasos rumorosos sobre la lejanía
guadarrameña los que se entraron siempre en él, iluminándome de
rosa la almohada, los libros, mi tablero de dibujante o mi
caballetillo de pintor. También un día estuvo abierta su ventana
para los ecos de la muerte. El tableteo veloz de unas ametralladoras
me sobresaltó el sopor de una siesta de agosto. Venía de Cuatro
Caminos, la barriada obrera del oeste madrileño. Yo entonces nada
sabía de huelgas, nada comprendía de los justos derechos a la vida
de esos hombres llamados proletarios. No entendí bien lo que pasó.
Pero supe luego de muertos, de heridos, de encarcelados, escuchando
por vez primera los nombres de Largo Caballero, Anguiano, Saborit,
Besteiro, Fernando de los Ríos...
***
La
noche del velatorio fue larga, interrumpida a cada instante por el
susurro y cuchicheo compungido de las visitas. Hacia las tres de la
madrugada, enfundaron el cuerpo de mi padre en un hábito blanco de
la Orden Dominicana de Predicadores, lo pasaron a un sencillo ataúd
de color caoba u le encendieron cuatro cirios. Alguien, además, le
colocó cerca de los pies un manojo de flores. Encapuchado, entre las
manos lívidas sujetando un rosario y un crucifijo, el pecho
levantado y todo él envuelto en la penumbra amarillenta de la cera
encendida, parecía ese imponente lienzo de Zurbarán en donde el
cuerpo yacente del papa san Buenaventura se alza con una plástica
bañada de un poderoso escalofrío.
Según
la madrugada iba avanzando, la gente fue desapareciendo de la alcoba,
y mis hermanos, fatigados, rotos los ojos por el llanto y el sueño,
también se retiraron, quedándose dormidos en cualquier silla o sofá
de la casa. Sólo mi madre permaneció a la cabecera del féretro,
sumida en un duermevela sobresaltado de lágrimas y oraciones. Yo
tampoco me fui, confundido e impresionado, del lado de mi padre. Allí
estaba, mudo, casi en la misma postura que tenía la mañana en que
de lejos le mostré, engañándolo, las notas falsificadas de mis
exámenes. Y sentí como si una piedra ―o
un clavo feroz―
me subiese del corazón a la garganta. Estaba remordido, lleno de
infinito pesar por haberlo tratado casi siempre con una dejadez y
frialdad muy semejantes a la falta de amor. En Andalucía, de chico,
él siempre de viaje, apenas si mi cariño se cifraba en la espera de
algún regalo traído de lejos, al regresar a casa, después de
ausencias que a veces alcanzaron los dos años. Cuando nos
trasladamos a Madrid ―yo
había cumplido ya los quince―
y viví más con él y, luego, aún más estrechamente durante su
enfermedad, mi amor tampoco fue muy expresivo, correspondiendo al
suyo, en realidad nada exigente, con injustos desvíos y hosquedades
que lo mortificaban, aunque en muy pocas ocasiones se decidió a
manifestármelo. Estaba remordido, sí, y con deseos de hablarle, de
llenar aquel su hondo silencio, ahora en verdad de muerte, con
algunas palabras de cariño y perdón, respuesta ya tardía a mi
desagradable comportamiento. Yo entonces no lloraba, y menos delante
de otros ojos que no fueran los míos. Veía sólo en el llanto la
cara horrible de la gente, y el pensar en la mía mojada por las
lágrimas me llenaba de irritación y vergüenza. Pero algo había
que hacer, alguna prueba de dolor tenía que dar en aquel trance. El
clavo oscuro que parecía pasarme las paredes del pecho me lo
ordenaba, me lo estaba exigiendo a desgarrones. Entonces, saqué un
lápiz y comencé a escribir. Era realmente, mi primer poema.
...tu
cuerpo
largo
y abultado
como
las estatuas del Renacimiento,
y
unas flores mustias
de
blancor enfermo.
***
Rafael
Alberti. “La arboleda perdida. Memorias. (libros I y II)”. 1988,
Editorial Seix Barral.
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