Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 11 de octubre de 2016

Rafael Alberti (I)



Fragmentos:



      Teníamos un tío-abuelo, hermano de don Agustín, el padre de mi madre, que era una maravilla de locura, de raro saber, inventiva y gracia. ¡El tío Vicente! Nunca me cansaré de recordarle y extraer de él sustancia y materia continuas para mi poesía teatral, ya lírica o dramática.
      Se desvelaba gustoso mi tío Vicente por una hija, cuya avanzada soltería fue derivando poco a poco en un extraño amor hacia los santos y los gitanos pobres del barrio de la Rosa. Para mí tía Josefa y sus desharrapados discípulos, pues ella gratuitamente y por caridad les había abierto una escuela en un cuartucho bajo de su propia casa, fabricaba su padre todos los años un Belén, con seguridad el más raro y sorprendente de cuantos para aquella fecha se ponían en el Puerto. Él mismo, con sus dedos amarillos y chatos, modelaba en barro, que luego endurecía al sol de la azotea, los pastores y los rebaños, la Sagrada Familia y Magos del Oriente, de igual manera que el país para la representación del Misterio. Tanto yo como Paquillo, el hijo del cochero, mis hermanos y primos le ayudábamos a teñir con colores de óleo diluidos en aguarrás las extrañas y prehistóricas figuras que iban saliendo de sus manos. Recuerdo que, de pronto, en una de aquellas tardes de trabajo, y aprovechando una ausencia momentánea del tío, me atreví a modelar un camello, que le mostré tímidamente. No debió parecerle muy mal, porque aquella misma noche figuró, junto a los otros Reyes fabricados por él, camino del establo del niño Dios recién nacido.
      Aquel Nacimiento de mi tío-abuelo difería totalmente del de Federico. En el de éste, los lentiscos, los pinos, los ríos ya regados por una agua auténtica o simulada con cristales, los astros rutilantes de papel de bombones, las nieves de albayalde o algodón en rama, lo encendían de una cálida e íntima atmósfera poética, de la que aún hoy me acuerdo con nostalgia. En cambio, en el del tío Vicente todo era arisco y helador; duro como planeta petrificado. Por sus torpones ríos y arroyuelos sólo rodaban barrizales, y los árboles y las plantas que subían sus montes era desabridos y pálidos, igual que los fingidos cereales que separadamente enlodaban los cuaternarios huertos abrazados de sendas. ¡Triste Belén de arcilla, de fango endurecido por un sol violento! ¡Desarreglado tinglado de Navidad, que los gitanos contemplaban durante varias noches, impasibles sus ojazos oscuros!

***




      Tío Vicente sabía muchos idiomas, incluso el árabe y el hebreo. Él intentó enseñarme el inglés, proporcionándome por texto una gramática dividida en cuarenta lecciones que desarrollaban la historia del sultán Mohamed. Este sultán, según recuerdo, quería aprender de su visir, pues lo entendía, el maravilloso lenguaje de los pájaros. Aún hoy, a mis treinta y seis años, puedo repetir de memoria los siete u ocho primeros capítulos de aquel libro: <<We are told that the Sultan Mamuth...>>.
      En medio de estas clases, me hablaba mi tío de cosas impropias para mi edad, cuya intención y significado no alcancé hasta más tarde. Era enemigo acérrimo de Voltaire, a quien calificaba furiosamente de <<impío>>; vivía obsesionado con los masones, de los que me contaba infernales crímenes y sacrilegios; pero el hombre que más le repugnaba era Emilio Zola. Con cierta complacencia me recalcó un día la muerte de este gran escritor:
      ―Atufado por un brasero; entre su propia mierda, como había vivido. Todas sus asquerosas noveluchas están en el Índice. Prohibidas. Así que ya lo sabes para cuando te tropieces con ellas.

      (¡Pobre tío ingenuo y fanático! Ahora te imagino, en esta noche llovida de guerra, muerto de frío por los espacios celestes, nimbado de tus pájaros y en un hombro aquel viejo loro real que tanto te quería. Llevas miedo. Si miras a la tierra española, esa que cuando joven cruzaste tantas veces en diligencia, la ves llena de resplandores, la escuchas llena de estampidos, toda abierta de inmensos hoyos resonantes de sangre. Tal vez Zola y Voltaire te vayan persiguiendo, latentes en sus labios irónicos ciertas rudas preguntas, que tú temes oír y esquivas aligerando el paso por los aires. También yo quisiera decirte algo, tío: ¡Eh! ¿No me oyes? ¿Te tapas los oídos? Es tu sobrino quien te grita. Desde Madrid. ¿No bajas? ¿Vas acaso camino de Cádiz, de Sevilla o de Burgos? (Esta noche ha caído Barcelona.) ¿Te alejas? ¡No me quieres ni ver! ¡Te avergüenzas de mí, tío! ¡Mi pobre tío! ¡Adiós! Voltaire y Zola me comprenden.)

***








      En París, continúo estas memorias, estos queridísimos recuerdos de mis primeros años en el mundo, esta dulce, triste y alegre arboleda perdida de mi infancia. Son las cuatro y cinco de la madrugada. Día seis de octubre. La guerra, otra vez. ¡Qué vacaciones más cortas, Dios mío! Cuando apenas comenzaba a comprender de nuevo lo que es el caminar tranquilo por una ciudad encendida, he aquí que Francia entera se apaga de pronto, sonando las sirenas de alama en París y los primeros cañonazos en la línea Maginot. Aquí vivo, desde el doce de marzo. El día seis del mismo mes salí de España, de mi preciosa y desventurada España, camino de Orán. (<<Servía en Orán al rey...>>) Camino celeste, porque fui en avión, por los cielos del Mediterráneo. En Elda (Alicante), última estación del gobierno de la República, vi a Modesto. También, al doctor Negrín. A Modesto, por última vez. En el jardinillo de la casa de los generales Hidalgo de Cisneros y Colón, donde María Teresa y yo nos alojábamos, inició Modesto para nosotros, en la noche de apariencia tranquila, unos pasos de bulerías, con el magnífico estilo del mejor bailador gaditano. Se río. <<Un día que estemos solos bailaremos. Pero tiene que ser solos>>, recalcó mirando a todas partes. Aquella misma madrugada se insurreccionó la plaza fuerte de Cartagena, izando bandera monárquica en sus fortines. Horas después, en Madrid, el coronel Segismundo Casado se alzaba contra el gobierno Negrín, regalando a Franco nuestra dura, adorable, invencible capital heroica, asombro del mundo durante más de dos años. Camino de Orán, nos perdimos; por poco si caemos en Melilla. Minutos después que el nuestro, aterrizaba otro avión en el mismo aeródromo, trayendo a Pasionaria. El corazón de España había sido vendido, traicionado, de nuevo.
      Con el alma llena de sangre nobilísima y los oídos de explosiones, he andado por las calles de París y vivido con el grande y humano Pablo Neruda, verdadero ángel para los españoles, en las orillas del Sena, 31, Quai de l´Horloge. A mediados de agosto, con el natural fin de no morir de hambre y evitar el ser carga para los nada espléndidos miedosos franceses, María Teresa y yo aceptamos de la radio París-Mondiale, por sugerencia y recomendación de Picasso, un modesto ofrecimiento de simples traductores para las emisiones castellanas dirigidas a la América Latina. ¿Qué llevo hecho en estos meses? ¿Qué he producido? Apenas nada. Sólo he visto morir de hambre y persecución a muchos buenos españoles y alejarse de las costas de Europa a muy buenos amigos. Pero ya hablaré de esto algún día. Los presentes son demasiado duros, demasiado tristes para escribir de ellos. Quiero volver a aquellos otros de mi infancia junto al mar de Cádiz, aireándome la frente con las ondas de los pinares ribereños, sintiendo cómo se me llenan de arena los zapatos, arena rubia de las dunas quemantes, sombreadas a trechos de retamas.

***




      Jamás olvidaré mi <<leonera>>, mi cuarto encantador, el que tantas alegrías y tantos angustiosos insomnios presenciara hasta que de él salí definitivamente a mis veintiocho años. ¡Cuántos amaneceres penetraron por su ventana, posándoseme sobre los ojos enrojecidos de fatiga por la huida del sueños! Pero no fueron sólo las albas despaciosas ni los ocasos rumorosos sobre la lejanía guadarrameña los que se entraron siempre en él, iluminándome de rosa la almohada, los libros, mi tablero de dibujante o mi caballetillo de pintor. También un día estuvo abierta su ventana para los ecos de la muerte. El tableteo veloz de unas ametralladoras me sobresaltó el sopor de una siesta de agosto. Venía de Cuatro Caminos, la barriada obrera del oeste madrileño. Yo entonces nada sabía de huelgas, nada comprendía de los justos derechos a la vida de esos hombres llamados proletarios. No entendí bien lo que pasó. Pero supe luego de muertos, de heridos, de encarcelados, escuchando por vez primera los nombres de Largo Caballero, Anguiano, Saborit, Besteiro, Fernando de los Ríos...

***




      La noche del velatorio fue larga, interrumpida a cada instante por el susurro y cuchicheo compungido de las visitas. Hacia las tres de la madrugada, enfundaron el cuerpo de mi padre en un hábito blanco de la Orden Dominicana de Predicadores, lo pasaron a un sencillo ataúd de color caoba u le encendieron cuatro cirios. Alguien, además, le colocó cerca de los pies un manojo de flores. Encapuchado, entre las manos lívidas sujetando un rosario y un crucifijo, el pecho levantado y todo él envuelto en la penumbra amarillenta de la cera encendida, parecía ese imponente lienzo de Zurbarán en donde el cuerpo yacente del papa san Buenaventura se alza con una plástica bañada de un poderoso escalofrío.
      Según la madrugada iba avanzando, la gente fue desapareciendo de la alcoba, y mis hermanos, fatigados, rotos los ojos por el llanto y el sueño, también se retiraron, quedándose dormidos en cualquier silla o sofá de la casa. Sólo mi madre permaneció a la cabecera del féretro, sumida en un duermevela sobresaltado de lágrimas y oraciones. Yo tampoco me fui, confundido e impresionado, del lado de mi padre. Allí estaba, mudo, casi en la misma postura que tenía la mañana en que de lejos le mostré, engañándolo, las notas falsificadas de mis exámenes. Y sentí como si una piedra o un clavo feroz me subiese del corazón a la garganta. Estaba remordido, lleno de infinito pesar por haberlo tratado casi siempre con una dejadez y frialdad muy semejantes a la falta de amor. En Andalucía, de chico, él siempre de viaje, apenas si mi cariño se cifraba en la espera de algún regalo traído de lejos, al regresar a casa, después de ausencias que a veces alcanzaron los dos años. Cuando nos trasladamos a Madrid yo había cumplido ya los quince y viví más con él y, luego, aún más estrechamente durante su enfermedad, mi amor tampoco fue muy expresivo, correspondiendo al suyo, en realidad nada exigente, con injustos desvíos y hosquedades que lo mortificaban, aunque en muy pocas ocasiones se decidió a manifestármelo. Estaba remordido, sí, y con deseos de hablarle, de llenar aquel su hondo silencio, ahora en verdad de muerte, con algunas palabras de cariño y perdón, respuesta ya tardía a mi desagradable comportamiento. Yo entonces no lloraba, y menos delante de otros ojos que no fueran los míos. Veía sólo en el llanto la cara horrible de la gente, y el pensar en la mía mojada por las lágrimas me llenaba de irritación y vergüenza. Pero algo había que hacer, alguna prueba de dolor tenía que dar en aquel trance. El clavo oscuro que parecía pasarme las paredes del pecho me lo ordenaba, me lo estaba exigiendo a desgarrones. Entonces, saqué un lápiz y comencé a escribir. Era realmente, mi primer poema.


                            ...tu cuerpo
                           largo y abultado
                           como las estatuas del Renacimiento,
                           y unas flores mustias
                          de blancor enfermo.



***




Rafael Alberti. “La arboleda perdida. Memorias. (libros I y II)”. 1988, Editorial Seix Barral.





No hay comentarios: