MANUSCRITO
HALLADO EN UN BOLSILLO
Ahora
que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el
hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún momento
había empezado a sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla en el
metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad,
precisamente aquí donde todo ocurre bajo el signo de la más
implacable ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un trayecto
entre estaciones dibuja y limita así, inapelablemente abajo. Digo
ruptura para comprender mejor (tendría que comprender tantas cosas
desde que empecé a jugar el juego) esa esperanza de una convergencia
que tal vez me fuera dada desde el reflejo en un vidrio de
ventanilla. Rebasar la ruptura que la gente no parece advertir aunque
vaya a saber lo que piensa esa gente agobiada que sube y baja de los
vagones del metro, lo que busca además del transporte esa gente que
sube antes o después para bajar después o antes, que sólo coincide
en una zona de vagón donde todo está decidido por adelantado sin
que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo bajaré primero o
ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la vieja de verde
seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora, está claro
que bajarán porque recogen sus cuadernos y sus reglas, se acercan
riendo y jugando a la puerta mientras allá en el ángulo hay una
muchacha que se instala para durar, para quedarse todavía muchas
estaciones en el asiento por fin libre, y esa otra muchacha es
imprevisible, Ana era imprevisible, se mantenía muy derecha contra
el respaldo en el asiento de la ventanilla, ya estaba ahí cuando
subí en la estación Etienne Marcel y un negro abandonó el asiento
de enfrente y a nadie pareció interesarle y yo pude resbalar con una
vaga excusa entre las rodillas de los dos pasajeros sentados en los
asientos exteriores y quedé frente a Ana y casi enseguida, porque
había bajado al metro para jugar una vez más el juego, busqué el
perfil de Margrit en el reflejo del vidrio de la ventanilla y pensé
que era bonita, que me gustaba su pelo negro con una especie de ala
breve que le peinaba en diagonal la frente.
No
es verdad que el nombre de Margrit o de Ana viniera después o que
sea ahora una manera de diferenciarlas en la escritura, cosas así se
daban decididas instantáneamente por el juego, quiero decir que de
ninguna manera el reflejo en el vidrio de la ventanilla podía
llamarse Ana, así como tampoco podía llamarse Margrit la muchacha
sentada frente a mí sin mirarme, con los ojos perdidos en el hastío
de ese interregno en el que todo el mundo parece consultar una zona
de visión que no es la circundante, salvo los niños que miran fijo
y de lleno en las cosas hasta el día en que les enseñan a situarse
también en los intersticios, a mirar sin ver con esa ignorancia
civil de toda apariencia vecina, de todo contacto sensible, cada uno
instalado en su burbuja, alineado entre paréntesis, cuidando la
vigencia del mínimo aire libre entre rodillas y codos ajenos,
refugiándose en France-Soir o en libros de bolsillo aunque casi
siempre como Ana, unos ojos situándose en el hueco entre lo
verdaderamente mirable, en esa distancia neutra y estúpida que iba
de mi cara a la del hombre concentrado en el Figaro. Pero entonces
Margrit, si algo podía yo prever era que en algún momento Ana se
volvería distraída hacia la ventanilla y entonces Margrit vería mi
reflejo, el cruce de miradas en las imágenes de ese vidrio donde la
oscuridad del túnel pone su azogue atenuado, su felpa morada y
moviente que da a las caras una vida en otros planos, les quita esa
horrible máscara de tiza de las luces municipales del vagón y sobre
todo, oh sí, no hubieras podido negarlo, Margrit, las hace mirar de
verdad esa otra cara del cristal porque durante el tiempo instantáneo
de la doble mirada no hay censura, mi reflejo en el vidrio no era el
hombre sentado frente a Ana y que Ana no debía mirar de lleno en un
vagón de metro, y además la que estaba mirando mi reflejo ya no era
Ana sino Margrit en el momento en que Ana había desviado rápidamente
los ojos del hombre sentado frente a ella porque no estaba bien que
lo mirara, al volverse hacia el cristal de la ventanilla había visto
mi reflejo que esperaba ese instante para levemente sonreír sin
insolencia ni esperanza cuando la mirada de Margrit cayera como un
pájaro en su mirada. Debió durar un segundo, acaso algo más porque
sentí que Margrit había advertido esa sonrisa que Ana reprobaba
aunque no fuera más que por el gesto de bajar la cara, de examinar
vagamente el cierre de su bolso de cuero rojo; y era casi justo
seguir sonriendo aunque ya Margrit no me mirara porque de alguna
manera el gesto de Ana acusaba mi sonrisa, la seguía sabiendo y ya
no era necesario que ella o Margrit me miraran, concentradas
aplicadamente en la nimia tarea de comprobar el cierre del bolso
rojo.
Como
ya con Paula (con Ofelia) y con tantas otras que se habían
concentrado en la tarea de verificar un cierre, un botón, el pliegue
de una revista, una vez más fue el pozo donde la esperanza se
enredaba con el temor en un calambre de arañas a muerte, donde el
tiempo empezaba a latir como un segundo corazón en el pulso del
juego; desde ese momento cada estación del metro era una trama
diferente del futuro porque así lo había decidido el juego; la
mirada de Margrit y mi sonrisa, el retroceso instantáneo de Ana a la
contemplación del cierre de su bolso eran la apertura de una
ceremonia que alguna vez había empezado a celebrar contra todo lo
razonable, prefiriendo los peores desencuentros a las cadenas
estúpidas de una causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícil
pero jugarlo tenía mucho de combate a ciegas, de temblorosa
suspensión coloidal en la que todo derrotero alzaba un árbol de
imprevisible recorrido. Un plano del metro de París define en su
esqueleto mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y
negras una vasta pero limitada superficie de subtendidos seudópodos:
y ese árbol está vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia
atormentada lo recorre con finalidades precisas, la que baja en
Chatelet o sube en Vaugirard, la que en Odeón cambia para seguir a
La Motte-Picquet, las doscientas, trescientas, vaya a saber cuántas
posibilidades de combinación para que cada célula codificada y
programada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro, salga de
las Galeries Lafayette para depositar un paquete de toallas o una
lámpara en un tercer piso de la rue Gay-Lussac.
Mi
regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y
tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada
frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la
ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi
reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la
ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en
la ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la
cabeza y empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso
rojo, entonces había juego, daba exactamente lo mismo que la sonrisa
fuera acatada o respondida o ignorada, el primer tiempo de la
ceremonia no iba más allá de eso, una sonrisa registrada por quien
la había merecido. Entonces empezaba el combate en el pozo, las
arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en
estación. Me acuerdo de cómo me acordé ese día: ahora eran
Margrit y Ana, pero una semana atrás habían sido Paula y Ofelia, la
chica rubia había bajado en una de las peores estaciones,
Montparnasse-Bienvenue que abre su hidra maloliente a las máximas
posibilidades de fracaso. Mi combinación era con la línea de la
Porte de Vanves y casi enseguida, en el primer pasillo, comprendí
que Paula (que Ofelia) tomaría el corredor que llevaba a la
combinación con la Mairie d'Issy. Imposible hacer nada, sólo
mirarla por última vez en el cruce de los pasillos, verla alejarse,
descender una escalera. La regla del juego era ésa, una sonrisa en
el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y
esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la
decidida por mí antes de cada viaje; y entonces -siempre, hasta
ahora- verla tomar otro pasillo y no poder seguirla, obligado a
volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir viviendo
hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo
reclamando la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y
cristal de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de
trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarme y
decir la primera palabra, espesa de estancado tiempo, de inacabable
merodeo en el fondo del pozo entre las arañas del calambre.
Ahora
entrábamos en la estación Saint-Sulpice, alguien a mi lado se
enderezaba y se iba, también Ana se quedaba sola frente a mí, había
dejado de mirar el bolso y una o dos veces sus ojos me barrieron
distraídamente antes de perderse en el anuncio del balneario termal
que se repetía en los cuatro ángulos del vagón. Margrit no había
vuelto a mirarme en la ventanilla pero eso probaba el contacto, su
latido sigiloso; Ana era acaso tímida o simplemente le parecía
absurdo aceptar el reflejo de esa cara que volvería a sonreír para
Margrit; y además llegar a Saint-Sulpice era importante porque si
todavía faltaban ocho estaciones hasta el fin del recorrido en la
Porte d'Orléans, sólo tres tenían combinaciones con otras líneas,
y sólo si Ana bajaba en una de esas tres me quedaría la posibilidad
de coincidir; cuando el tren empezaba a frenar en Saint-Placide miré
y miré a Margrit buscándole los ojos que Ana seguía apoyando
blandamente en las cosas del vagón como admitiendo que Margrit no me
miraría más, que era inútil esperar que volviera a mirar el
reflejo que la esperaba para sonreírle.
No
bajó en Saint-Placide, lo supe antes de que el tren empezara a
frenar, hay ese apresto del viajero, sobre todo de las mujeres que
nerviosamente verifican paquetes, se ciñen el abrigo o miran de lado
al levantarse, evitando rodillas en ese instante en que la pérdida
de velocidad traba y atonta los cuerpos. Ana repasaba vagamente los
anuncios de la estación, la cara de Margrit se fue borrando bajo las
luces del andén y no pude saber si había vuelto a mirarme; tampoco
mi reflejo hubiera sido visible en esa marea de neón y anuncios
fotográficos, de cuerpos entrando y saliendo. Si Ana bajaba en
Montparnasse-Bienvenue mis posibilidades era mínimas; cómo no
acordarme de Paula (de Ofelia) allí donde una cuádruple combinación
posible adelgazaba toda previsión; y sin embargo el día de Paula
(de Ofelia) había estado absurdamente seguro de que coincidiríamos,
hasta último momento había marchado a tres metros de esa mujer
lenta y rubia, vestida como con hojas secas, y su bifurcación a la
derecha me había envuelto la cara como un latigazo. Por eso ahora
Margrit no, por eso el miedo, de nuevo podía ocurrir abominablemente
en Montparnasse-Bienvenue; el recuerdo de Paula (de Ofelia), las
arañas en el pozo contra la menuda confianza en que Ana (en que
Margrit). Pero quién puede contra esa ingenuidad que nos va dejando
vivir, casi inmediatamente me dije que tal vez Ana (que tal vez
Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue sino en una de las
otras estaciones posibles, que acaso no bajaría en las intermedias
donde no me estaba dado seguirla; que Ana (que Margrit) no bajaría
en Montparnasse-Bienvenue (no bajó), que no bajaría en Vavin, y no
bajó, que acaso bajaría en Raspail que era la primera de las dos
últimas posibles; y cuando no bajó y supe que sólo quedaba una
estación en la que podría seguirla contra las tres finales en que
ya todo daba lo mismo, busqué de nuevo los ojos de Margrit en el
vidrio de la ventanilla, la llamé desde un silencio y una
inmovilidad que hubieran debido llegarle como un reclamo, como un
oleaje, le sonreí con la sonrisa que Ana ya no podía ignorar, que
Margrit tenía que admitir aunque no mirara mi reflejo azotado por
las semiluces del túnel desembocando en Denfert-Rochereau. Tal vez
el primer golpe de frenos había hecho temblar el bolso rojo en los
muslos de Ana, tal vez sólo el hastío le movía la mano hasta el
mechón negro cruzándole la frente; en esos tres, cuatro segundos en
que el tren se inmovilizaba en el andén, las arañas clavaron sus
uñas en la piel del pozo para una vez más vencerme desde adentro;
cuando Ana se enderezó con una sola y limpia flexión de su cuerpo,
cuando la vi de espaldas entre dos pasajeros, creo que busqué
todavía absurdamente el rostro de Margrit en el vidrio enceguecido
de luces y movimientos. Salí como sin saberlo, sombra pasiva de ese
cuerpo que bajaba al andén, hasta despertar a lo que iba a venir, a
la doble elección final cumpliéndose irrevocable.
Pienso
que está claro, Ana (Margrit) tomaría un camino cotidiano o
circunstancial, mientras antes de subir a ese tren yo había decidido
que si alguien entraba en el juego y bajaba en Denfert-Rochereau, mi
combinación sería la línea Nation-Etoile, de la misma manera que
si Ana (que si Margrit) hubiera bajado en Châtelet sólo hubiera
podido seguirla en caso de que tomara la combinación
Vincennes-Neuilly. En el último tiempo de la ceremonia el juego
estaba perdido si Ana (si Margrit) tomaba la combinación de la Ligne
de Sceaux o salía directamente a la calle; inmediatamente, ya mismo
porque en esa estación no había los interminables pasillos de otras
veces y las escaleras llevaban rápidamente a destino, a eso que en
los medios de transporte también se llamaba destino. La estaba
viendo moverse entre la gente, su bolso rojo como un péndulo de
juguete, alzando la cabeza en busca de los carteles indicadores,
vacilando un instante hasta orientarse hacia la izquierda; pero la
izquierda era la salida que llevaba a la calle.
No
sé cómo decirlo, las arañas mordían demasiado, no fui deshonesto
en el primer minuto, simplemente la seguí para después quizá
aceptar, dejarla irse por cualquiera de sus rumbos allá arriba; a
mitad de la escalera comprendí que no, que acaso la única manera de
matarlas era negar por una vez la ley, el código. El calambre que me
había crispado en ese segundo en que Ana (en que Margrit) empezaba a
subir la escalera vedada, cedía de golpe a una lasitud soñolienta,
a un gólem de lentos peldaños; me negué a pensar, bastaba saber
que la seguía viendo, que el bolso rojo subía hacia la calle, que a
cada paso el pelo negro le temblaba en los hombros. Ya era de noche y
el aire estaba helado, con algunos copos de nieve entre ráfagas y
llovizna; sé que Ana (que Margrit) no tuvo miedo cuando me puse a su
lado y le dije: "No puede ser que nos separemos así, antes de
habernos encontrado".
En
el café, más tarde, ya solamente Ana mientras el reflejo de Margrit
cedía a una realidad de cinzano y de palabras, me dijo que no
comprendía nada, que se llamaba Marie-Claude, que mi sonrisa en el
reflejo le había hecho daño, que por un momento había pensado en
levantarse y cambiar de asiento, que no me había visto seguirla y
que en la calle no había tenido miedo, contradictoriamente,
mirándome en los ojos, bebiendo su cinzano, sonriendo sin
avergonzarse de sonreír, de haber aceptado casi enseguida mi acoso
en plena calle. En ese momento de una felicidad como de oleaje boca
arriba de abandono a un deslizarse lleno de álamos, no podía
decirle lo que ella hubiera entendido como locura o manía y que lo
era pero de otro modo, desde otras orillas de la vida; le hablé de
su mechón de pelo, de su bolso rojo, de su manera de mirar el
anuncio de las termas, de que no le había sonreído por donjuanismo
ni aburrimiento sino para darle una flor que no tenía, el signo de
que me gustaba, de que me hacía bien, de que viajar frente a ella,
de que otro cigarrillo y otro cinzano. En ningún momento fuimos
enfáticos, hablamos como desde un ya conocido y aceptado, mirándonos
sin lastimarnos, yo creo que Marie-Claude me dejaba venir y estar en
su presente como quizá Margrit hubiera respondido a mi sonrisa en el
vidrio de no mediar tanto molde previo, tanto no tienes que contestar
si te hablan en la calle o te ofrecen caramelos y quieren llevarte al
cine, hasta que Marie-Claude, ya liberada de mi sonrisa a Margrit,
Marie-Claude en la calle y el café había pensado que era una buena
sonrisa, que el desconocido de ahí abajo no le había sonreído a
Margrit para tantear otro terreno, y mi absurda manera de abordarla
había sido la sola comprensible, la sola razón para decir que sí,
que podíamos beber una copa y charlar en un café.
No
me acuerdo de lo que pude contarle de mí, tal vez todo salvo el
juego pero entonces tan poco, en algún momento nos reímos, alguien
hizo la primera broma, descubrimos que nos gustaban los mismos
cigarrillos y Catherine Deneuve, me dejó acompañarla hasta el
portal de su casa, me tendió la mano con llaneza y consintió en el
mismo café a la misma hora del martes. Tomé un taxi para volver a
mi barrio, por primera vez en mí mismo como en un increíble país
extranjero, repitiéndome que sí, que Marie-Claude, que
Denfert-Rochereau, apretando los párpados para guardar mejor su pelo
negro, esa manera de ladear la cabeza antes de hablar, de sonreír.
Fuimos puntuales y nos contamos películas, trabajo, verificamos
diferencias ideológicas parciales, ella seguía aceptándome como si
maravillosamente le bastara ese presente sin razones, sin
interrogación; ni siquiera parecía darse cuenta de que cualquier
imbécil la hubiese creído fácil o tonta; acatando incluso que yo
no buscara compartir la misma banqueta en el café, que en el tramo
de la rue Froidevaux no le pasara el brazo por el hombro en el primer
gesto de una intimidad, que sabiéndola casi sola -una hermana menor,
muchas veces ausente del departamento en el cuarto piso- no le
pidiera subir. Si algo no podía sospechar eran las arañas, nos
habíamos encontrado tres o cuatro veces sin que mordieran, inmóviles
en el pozo y esperando hasta el día en que lo supe como si no lo
hubiera estado sabiendo todo el tiempo, pero los martes, llegar al
café, imaginar que Marie-Claude ya estaría allí o verla entrar con
sus pasos ágiles, su morena recurrencia que había luchado
inocentemente contra las arañas otra vez despiertas, contra la
transgresión del juego que sólo ella había podido defender sin más
que darme una breve, tibia mano, sin más que ese mechón de pelo que
se paseaba por su frente. En algún momento debió darse cuenta, se
quedó mirándome callada, esperando; imposible ya que no me delatara
el esfuerzo para hacer durar la tregua, para no admitir que volvían
poco a poco a pesar de Marie-Claude, contra Marie-Claude que no podía
comprender, que se quedaba mirándome callada, esperando; beber y
fumar y hablarle, defendiendo hasta lo último el dulce interregno
sin arañas, saber de su vida sencilla y a horario y hermana
estudiante y alergias, desear tanto ese mechón negro que le peinaba
la frente, desearla como un término, como de veras la última
estación del último metro de la vida, y entonces el pozo, la
distancia de mi silla a esa banqueta en la que nos hubiéramos
besado, en la que mi boca hubiera bebido el primer perfume de
Marie-Claude antes de llevármela abrazada hasta su casa, subir esa
escalera, desnudarnos por fin de tanta ropa y tanta espera.
Entonces
se lo dije, me acuerdo del paredón del cementerio y de que
Marie-Claude se apoyó en él y me dejó hablar con la cara perdida
en el musgo caliente de su abrigo, vaya a saber si mi voz le llegó
con todas sus palabras, si fue posible que comprendiera; se lo dije
todo, cada detalle del juego, las improbabilidades confirmadas desde
tantas Paulas (desde tantas Ofelias) perdidas al término de un
corredor, las arañas en cada final. Lloraba, la sentía temblar
contra mí aunque siguiera abrigándome, sosteniéndome con todo su
cuerpo apoyado en la pared de los muertos; no me preguntó nada, no
quiso saber por qué ni desde cuándo, no se le ocurrió luchar
contra una máquina montada por toda una vida a contrapelo de sí
misma, de la ciudad y sus consignas, tan sólo ese llanto ahí como
un animalito lastimado, resistiendo sin fuerza al triunfo del juego,
a la danza exasperada de las arañas en el pozo.
En
el portal de su casa le dije que no todo estaba perdido, que de los
dos dependía intentar un encuentro legítimo; ahora ella conocía
las reglas del juego, quizá nos fueran favorables puesto que no
haríamos otra cosa que buscarnos. Me dijo que podría pedir quince
días de licencia, viajar llevando un libro para que el tiempo fuera
menos húmedo y hostil en el mundo de abajo, pasar de una combinación
a otra, esperarme leyendo, mirando los anuncios. No quisimos pensar
en la improbabilidad, en que acaso nos encontraríamos en un tren
pero que no bastaba, que esta vez no se podría faltar a lo
preestablecido; le pedí que no pensara, que dejara correr el metro,
que no llorara nunca en esas dos semanas mientras yo la buscaba; sin
palabras quedó entendido que si el plazo se cerraba sin volver a
vernos o sólo viéndonos hasta que dos pasillos diferentes nos
apartaran, ya no tendría sentido retornar al café, al portal de su
casa. Al pie de esa escalera de barrio que una luz naranja tendía
dulcemente hacia lo alto, hacia la imagen de Marie-Claude en su
departamento, entre sus muebles, desnuda y dormida, la besé en el
pelo, le acaricié las manos; ella no buscó mi boca, se fue
apartando y la vi de espaldas, subiendo otra de las tantas escaleras
que se las llevaban sin que pudiera seguirlas; volví a pie a mi
casa, sin arañas, vacío y lavado para la nueva espera; ahora no
podían hacerme nada, el juego iba a recomenzar como tantas otras
veces pero con solamente Marie-Claude, el lunes bajando a la estación
Couronnes por la mañana, saliendo en Max Dormoy en plena noche, el
martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la
precisa regla del juego, quince estaciones en las que cuatro tenían
combinaciones, y entonces en la primera de las cuatro sabiendo que me
tocaría seguir a la línea Sèvres-Montreuil como en la segunda
tendría que tomar la combinación Clichy-Porte Dauphine, cada
itinerario elegido sin razón especial porque no podía haber ninguna
razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa, en
Denfert-Rochereau o en Corvisart, estaría cambiando en Pasteur para
seguir hacia Falguière, el árbol mondrianesco con todas sus ramas
secas, el azar de las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas;
el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andén ver entrar
los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar mientras
pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a un
vagón sin Marie-Claude, bajar en la estación siguiente y esperar
otro tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra línea,
ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos,
subir en el tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una
estación desde donde podía pasar a otra línea, decidir que sólo
tomaría el cuarto tren, abandonar la búsqueda y subir a comer,
regresar casi enseguida con un cigarrillo amargo y sentarme en un
banco hasta el segundo, hasta el quinto tren. El lunes, el martes, el
miércoles, el jueves, sin arañas porque todavía esperaba, porque
todavía espero en este banco de la estación Chemin Vert, con esta
libreta en la que una mano escribe para inventarse un tiempo que no
sea solamente esa interminable ráfaga que me lanza hacia el sábado
en que acaso todo habrá concluido, en que volveré solo y las
sentiré despertarse y morder, sus pinzas rabiosas exigiéndome el
nuevo juego, otras Marie-Claudes, otras Paulas, la reiteración
después de cada fracaso, el recomienzo canceroso. Pero es jueves, es
la estación Chemin Vert, afuera cae la noche, todavía cabe imaginar
cualquier cosa, incluso puede no parecer demasiado increíble que en
el segundo tren, que en el cuarto vagón, que Marie-Claude en un
asiento contra la ventanilla, que haya visto y se enderece con un
grito que nadie salvo yo puede escuchar así en plena cara, en plena
carrera para saltar al vagón repleto, empujando a pasajeros
indignados, murmurando excusas que nadie espera ni acepta, quedándome
de pie contra el doble asiento ocupado por piernas y paraguas y
paquetes, por Marie-Claude con su abrigo gris contra la ventanilla,
el mechón negro que el brusco arranque del tren agita apenas como
sus manos tiemblan sobre los muslos en una llamada que no tiene
nombre, que es solamente eso que ahora va a suceder. No hay necesidad
de hablarse, nada se podría decir sobre ese muro impasible y
desconfiado de caras y paraguas entre Marie-Claude y yo; quedan tres
estaciones que combinan con otras líneas, Marie-Claude deberá
elegir una de ellas, recorrer el andén, seguir uno de los pasillos o
buscar la escalera de salida, ajena a mi elección que esta vez no
transgrediré. El tren entra en la estación Bastille y Marie-Claude
sigue ahí, la gente baja y sube, alguien deja libre el asiento a su
lado pero no me acerco, no puedo sentarme ahí, no puedo temblar
junto a ella como ella estará temblando. Ahora vienen Ledru-Rollin y
Froidherbe-Chaligny, en esas estaciones sin combinación Marie-Claude
sabe que no puedo seguirla y no se mueve, el juego tiene que jugarse
en Reuilly-Diderot o en Daumesnil; mientras el tren entra en
Reuilly-Diderot aparto los ojos, no quiero que sepa, no quiero que
pueda comprender que no es allí. Cuando el tren arranca veo que no
se ha movido, que nos queda una última esperanza, en Daumesnil hay
tan sólo una combinación y la salida a la calle, rojo o negro, sí
o no. Entonces nos miramos, Marie-Claude ha alzado la cara para
mirarme de lleno, aferrado al barrote del asiento soy eso que ella
mira, algo tan pálido como lo que estoy mirando, la cara sin sangre
de Marie-Claude que aprieta el bolso rojo, que va a hacer el primer
gesto para levantarse mientras el tren entra en la estación
Daumesnil.
Julio Cortázar. "Todos los fuegos el fuego". 1999, Editorial Alfaguara.