Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 30 de abril de 2016

Miguel Ángel Ortega Lucas.



Artículo:








27 DE ABRIL DE 2016

¿Cuántos hay aquí, esta noche, capaces de sostener la mirada de la noche y no salir despavoridos? ¿Cuántos de vosotros sois capaces de aguantar, aquí en las sombras, y no escapar? ¿Cuántos podéis escuchar esas voces de vuestra gruta (no vayas a creer que están vivos, no vayas a creer que no están vivos), mirar a los ojos en llamas del lobo, y no correr, buscar la salida del bosque, pedir socorro y luz y compañía?

...Toda la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama...”

Sólo unos pocos resisten. Sólo los leales a su propio escalofrío se quedan y escuchan el cuento, la nana bellísima y cruel, la tonada de niebla que salmodia una sombra cuando los niños tienen miedo a crecer, al otro lado de los muros. La canción sonámbula de Alejandra Pizarnik, dando asilo a nuestro terror –al suyo, al mío, al tuyo–para que no canten ellos, / los funestos, los dueños del silencio.

Este 29 de abril se cumplen 80 años desde que cayó en este mundo Alejandra Pizarnik. Cayó,literalmente. Porque es dudoso que fuera de este mundo, adonde –diría su hermano mellizo César Vallejo– ella tampoco pidió nunca que la trajeran. La mayor poeta argentina de la historia, con la cortesía de Borges, su obra es una de las más altas manifestaciones de la lengua castellana en cualquier tiempo. La Rimbaud de América, la llamó, por ejemplo, su biógrafa Cristina Piña. Pero Pizarnik llegó más lejos que Rimbaud en esa orgía violenta contra el lenguaje de este mundo, contra la realidad que el lenguaje de este mundo nos refleja: hay criaturas para las que el don que recibieron no es un modo de (mal) vivir, sino la única, precaria espada de madera con que defenderse de las dentelladas de la intemperie, de la orfandad, del frío.

El enfrentamiento bélico y erótico de Alejandra Pizarnik con el idioma hasta las últimas consecuencias –literalmente: hasta las últimas– es uno de los más estremecedores testimonios de cómo vivimos, sepámoslo o no, con el alma orientada hacia el misterio, y de cómo nuestra vida es toda ofrenda, un puro errar de loba en el bosque para decir la palabra inocente que nos salve: el conjuro para nuestros mil años de soledad.

Todos estamos heridos”, declaró en una de las últimas entrevistas de su vida, con Martha I. Moia. Todos nacemos heridos: arrojados, separados de la unión. Como ángeles caídos tras una guerra de la que no recordamos nada (soldados viejos ya, quizás: soldados amnésicos), llegamos al mundo extranjeros ya de él, en las afueras de nosotros mismos. Y nuestra vida no será otra cosa que ese errar de nómada en busca de nación, de posada en que dormir y lamernos las heridas. “Entre otras cosas –decía también a Moia en 1972, el mismo año de su suicidio–, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. El quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura”.

Es, con toda seguridad, esa lesión, esa niña jugando con su espejo roto, el primer candil de la ceremonia demasiado pura que es la obra (en prosa o verso: no hay frontera) de Alejandra Pizarnik. Tratando de curar su herida fundamental, Alejandra anhela atrapar al reflejo de sí misma en el fantasma al otro lado de la noche. Pero, ante el innegociable fracaso de la misión, no le quedará otra alternativa que erigir en el poema un dolmen nocturno como un llanto.

en la otra orilla de la noche
el amor es posible
–llévame–
llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria.

Por debajo estoy yo”

Qué lógicos resultan los testimonios de quienes la conocieron y afirman que era un ser absolutamente inútil para las cosas cotidianas, como una niña para resolver los extenuantes asuntos de la llamada vida real. No ser de este mundo.
No encajar. No comprender las arbitrarias reglas y los códigos mezquinos de esta vida en este mundo. La bautizaron Flora Pizarnik. Y su primera rebelión contra la dictadura del lenguaje, ante la que se sublevaría toda su vida en llamas de 36 años, fue efectivamente hacia la misma palabra que pretendía definirla desde el origen: se cambió el nombre (alejandra alejandra / por debajo estoy yo / alejandra).

Hija de inmigrantes ruso-judíos que recalarán en Avellaneda, al sur del Gran Buenos Aires, su infancia no pudo ser ajena a la ascensión del horror nazi, en cuyos campos de concentración perecieron casi todos los familiares de sus padres (Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker). Su hermana Myriam se escondía debajo de las sábanas por miedo a que llegara Hitler hasta la Argentina. Ella empezó muy pronto (para alejar al Malo) a tratar de dibujar mediante los símbolos de esta especie el contorno de la desolación. Su misión ciega, su compromiso fatal: arrancar a la realidad sus máscaras para poder vislumbrar en lo que dura un poema el verdadero rostro de la belleza o de la muerte, de la miseria o de la misericordia.

Necesitamos un lugar donde lo imposible se vuelva posible –garabateó en unos apuntes hacia 1964, respondiendo a ‘para qué sirve la poesía en el mundo de hoy’–. Es en el poema, particularmente, donde el límite es transgredido de buena ley, arriesgándose. El poeta trae nuevas de la otra orilla. Es el emisario o depositario de lo vedado puesto que induce a ciertas confrontaciones con las maravillas del mundo pero también con la locura y la muerte.

La poesía –escribía en su diario a los 21 años– no como sustitución, sino como creación de una realidad independiente. Ésa será su lección; su causa y su condena; la irrenunciable guerra íntima por la que acabará sacrificándose. Porque su poesía no era sólo una estética en que vivir su intimidad, sino también una ética con que sobrevivir al mundo: una moral de rebelión. Por eso, ellos son todos [ellos: eso que llaman Sociedad] y yo soy yo

Como la poesía es su vida de una manera profunda, radical, la manera de mirar el mundo será inevitablemente lo que pueda divisarse desde la maleza de ese jardín que decía haber venido a ver, su secreta madriguera. Al responder a cierto cuestionario que la revista Sur realizó en 1971 a ocho mujeres relevantes de los ámbitos de la cultura, la ciencia y el espectáculo, señalaba: No creo que la sociedad actual necesite una reforma. Creo que necesita un cambio radical, y es en ese sentido que pueden redundar beneficios para la mujer. (…)” En este caso, y en otros, la consigna sigue siendo [la de Rimbaud]: Changer la vie.

Cambiar la vida. Cuestionar y reventar los cimientos podridos de nuestra forma de ver el mundo, más allá de conflictos políticos de primeros términos. Cambiar nosotros, primero, desmantelarnos y asaltar nuestro particular palacio de invierno –congelado de miedos, de complejos, de prejuicios atávicos–; pues ninguna revolución será real si no emana previamente de la consciencia: el exterior no es más que el reflejo de lo interno. Claro que –concluye en la misma entrevista– nada temen tanto, mujeres u hombres, como los cambios.

Ella lo supo en propia piel: mujer, judía, poeta, estrafalaria y, de corolario, bisexual (o pansexualista, más bien), en una sociedad bien acostumbrada (la argentina, pero podría ser la española, o la estadounidense, o…) a decretar qué es lo deseablemente transgresor –o sedición infantiloide teledirigida desde el poder– y lo que es directamente marginal. De igual forma que se margina al diferente, de manera pueril, en los planos más inmediatos de la raza, la religión, etc., también se ha marginado siempre, por acción u omisión, al que piensa distinto, al que actúa distinto, al que siente distinto, al que hace distinto: al loco.

Hasta pulverizarse los ojos”

Estuvo siempre, sí, su desamparo insalvable, su abandono; su infancia implorando desde sus noches de cripta. Su soledad estruendosa, a pesar de la familia, de los amigos, de su temprano reconocimiento artístico (que en el fondo no le importaba nada por entre su angustia); su verse imperdonablemente fea (qué culpable me siento, desarreglada, despeinada, triste, con mi expresión neurótica, y mi ropa ambigua, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles). Su ansiedad y su comer atropellado para luego echarlo todo porque comer era normalmente una humillación, aferrarme a la fuerza a una vida que me rechaza. Su tomar pastillas “para estar bien, para estar mal, para todo” –como contaba Roberto Yahni en el maravilloso documental que le dedicaron Virna Molina y Ernesto Ardito en el Canal Encuentro argentino–. Su anhelante voracidad sexual, fruto del hambre incurable por un abrazo.

Pero también tuvo abrazos, Alejandra Pizarnik. También dejó evidencias de su capacidad de seducción, y de cómo a pesar de su aislamiento irreversible aún podía coquetear con la vidareal: No. No soy feliz –le contaba a una amiga a los 19 años–, pero hay en mi vida pequeños trozos felices, soplos de dicha que suavizan el permanente estado angustioso. Y esos momentos me permiten vivir.

Esos soplos de dicha, más frecuentes durante su primera juventud, fueron remitiendo poco a poco, de manera silente, hasta dejarla a merced de una quietud siniestra en que las palabras ya no hacían más el amor; hacían la ausencia (si digo pan ¿comeré? / si digo agua ¿beberé?). Alejandra empieza a caer del todo, a no vivir en el claroscuro del jardín sino en el sol negro de un páramo, al descubrir en las últimas lindes de su lucidez insoportable que el lenguaje no le sirve ya para nombrar (defenderse de) la realidad:

Escribir no es más lo mío. (…) Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. (…) si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada.
[8 de agosto de 1971]

Antes, la poesía la salvaba, podía salvarla al darle a elegir, como en la canción, entre el dolor y la nada: ahora ya no. Consiguió finalmente poner fin a todo, con pastillas, el 25 de septiembre de 1972, en el Hospital Pirovano de Buenos Aires.

Acecha siempre la tentación, el riesgo, de atribuir a ciertos suicidas célebres –o sencillamente muertos prematuros– una extraña tanatofilia de leyenda, digna de mejor causa. Como si el dimitir uno de absolutamente todo lo que tiene (todo) fuera una admirable tarea romántica, o trámite más o menos aparatoso para entrar en eso que llaman Posteridad. No: no debe de ser tan fácil. En esa confrontación en carne viva de lo que Camus llamó el único problema filosófico verdaderamente serio (saber si la vida merece ser vivida o no) no hay tal. No hay ya belleza posible en el vacío y el horror absolutos: por la sencilla razón de que, si hay belleza, puede haber salvación. Por lo demás, cuando alguien se mata, lo hace generalmente contra algo.

No: no era el abismo de la muerte quien la llamaba, sino el abismo de una vida que no es de este mundo. Que sólo se entrevé en ciertas noches compasivas, y que apenas puede arañarse tras la cortina de brisa del lenguaje: al otro lado del fantasma imposible que jamás llegará a decir su nombre. (Y todas las pestes y las plagas para los que puedan dormir en paz.)

La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo

[Septiembre de 1972]




Miguel Ángel Ortega Lucas. Artículo extraído de: “ctxt contexto y acción. Culturas. Gentes de mal vivir”. 
Más de este autor en: https://ortegalucas.wordpress.com/


4 comentarios:

José A. García dijo...

Voy a contradecir una de las frases del comienzo de la nota. Alejandra no cayó en el mundo, el mundo cayó en Alejandra hace 80 años. Y nunca pudimos (quisimos) salir de su interior.

El resto de la nota me resultó muy interesante.

Saludos

J.

Magda Robles dijo...

Gracias, muchas, por este artículo.
Un beso.

tsb dijo...

Gracias, José, por tu paso por aquí. Un abrazo.

tsb dijo...

Hay que seguirle la pista a Miguel Ángel. Me gusta mucho como ha desarrollado este artículo.
Besos, Magda.