EL ÚLTIMO VUELO DEL COLUMBIA
Iba
a ser el último vuelo del Columbia. La mañana brillaba. El cielo
era azul por todas partes. La gente se protegía con gorras y viseras
y gafas de sol. En el aire flotaba el olor de las barbacoas que
algunos de los presentes hacían a las puertas de sus autocaravanas.
Un loco disfrazado de E.T. se nos acercó y nos entregó un folleto
con un ovni en la portada. Se puso a explicarnos algo acerca del
inminente advenimiento del verdadero mesías intergaláctico. Por
suerte dejó de prestarnos atención cuando el sistema de megafonía
inició la retransmisión de la cuenta atrás. Una voz fría, casi
robótica que contrastó brutalmente con el Oh largo y profundo que
se alzó sobre las cabezas cuando la ignición empezó a elevar el
transbordador. El horizonte se llenó de un humo blanco y denso como
el de las explosiones piroclásticas y el de los hongos atómicos. Y
la nave cada vez más y más alto en el cielo. Y el Oh que no
terminaba nunca, casi como una oración, como el eco de un millón de
voces que adoraran a algún dios antiguo. Tú también exclamaste de
admiración. Te tenía al lado y distinguí tu voz con claridad entre
el coro de frustrados aspirantes a astronauta y el estruendo de
toneladas y toneladas de combustible ardiendo cada segundo. Y decidí
apartar la vista del Columbia y posarla en tu perfil iluminado por el
fuego del sol y del queroseno. Supongo que de algún modo ya lo
sabía, pero solo entonces comprendí sin la menor duda que llevabas
alejándote de mí más tiempo del que me habría gustado admitir. A
toda velocidad. Como una nave espacial que desafía a la gravedad
para despegar hacia planetas aún por explorar. Quise odiarte. Pero
no pude. Al contrario, deseé que cuando por fin abandonaras mi
órbita lo hicieras para acabar aterrizando en el mejor de los
mundos. Así que, levantando la vista hacia la estela roja que
rasgaba el cielo, tuve que conformarme con concentrar mi rabia en el
cohete. Y no sentí la menor culpa cuando se convirtió en una
gigantesca bola de fuego. Iba a ser el último vuelo del Columbia, y
joder si lo fue. Igual que el nuestro. Porque mientras conducíamos
de vuelta a casa, con el parabrisas cubierto de aquella lluvia de
fosfatina tóxica que el viento nos echaba encima, microchips
fundidos, gasolina volatilizada, corazones en llamas, me dijiste que
lo que había pasado debía de ser una especie de señal. Que tenías
que decirme algo. Yo te escuché con atención. Y cuando acabaste
fingí que tus palabras me habían sorprendido un poco.
Iván
Rojo. 2015, de su muro de Facebook.
1 comentario:
Estoy de acuerdo. Saludos, Jose.
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